Diario de la pandemia. Santiago Roncagliolo
dildos de cualquier tamaño, según el aguante del pasivo, cuyo movimiento mecánico emula la penetración. Se conecta a la corriente eléctrica y el diseño permite ajustarse a cualquier posición, acostado, parado, de perrito, etc. Mi amigo debió poner la lente del smartphone en el resquicio de la ventana de tal forma que pude ver la totalidad de la cama, con la vista de él hacia al techo. Sonaba una especie de Uk Bass percudido y altamente sexual, con coros de mujeres afroamericanas cantando en éxtasis. Mi amigo da clases de sociología y con el dinero que le cae por hacer de dj puede costearse esta clase de juguetes. Sin duda cachondea. Pero es, literalmente, verlo dejarse coger por un robot sin cabeza ni conciencia para soltar escandalosas frases de dominación. A salvo de cualquier contacto humano que pudiera transmitirle el coronavirus para el que no hay vacuna. Tampoco para el VIH. Simplemente hemos aprendido a vivir con él. A entenderlo sin culpas. Como los alfileres y seguros que los punks se atravesaban en las orejas sin anestesia. Mi amigo lo usa a una lentitud hipnótica, supongo que para no venirse en chinga. Pero no es un robot y termina eyaculando. Poco a poco se zafa del dildo color carne, se limpia con unos cuantos Kleenex, se acerca desguanzado a su smartphone y el video se interrumpe. Minutos después hablamos por Facetime. Sobre lo surrealista de esta primavera. Sobre la incertidumbre laboral. Y lo peor, sobre el final de la cuarentena, cada vez más imposible. Sobre el día en que las penetraciones vuelvan a palpitar directamente de la irrigación sanguínea de otro ser humano y no de unas piezas de metal que se mueven por leyes mecánicas sin alma. Embestidas acompañadas de los besos y salivazos patriarcales de las orgías gays.
Mi amigo se tuvo que secar un par de lágrimas mientras hablábamos de nuestras frustraciones pornográficas. Tocarse los ojos es una de las formas más seguras de contraer el coronavirus para quienes no se lavan las manos constantemente. Ni llorar sabroso se puede en estos días. No es lo mismo. A la fuck machine le faltan las aberrantes sandeces que decimos en las orgías. “¿Estaremos mal por pensar en un montón de vergas mientras el covid-19 deja sin aire muchos pulmones?”, me preguntó. Dio un suspiro largo. Me preguntó si me gustaría verlo con un dildo mucho más grande que el anterior enchufado en la punta de la fuck machine. “No se si vaya a aguantar mucho tiempo”, dijo. “Los jóvenes le están poniendo el dedo medio al coronavirus. Ellos están armando orgías privadas por debajo de la movilidad cero. He estado tentado a ir pero me da miedo al mismo tiempo. Es curioso, ¿no? Quizás los gays tengamos que volver a hacer del sexo algo temerario, como en los tiempos más duros y fatales del VIH”, concluyó mi amigo al tiempo que fue por un dildo color cajeta, del doble del grueso que mis dos brazos juntos.
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