El patriarcado no existe más. Roxana Kreimer
bibliografía científica que proviene de disciplinas muy diversas, como la psicología evolucionista, la genética conductual, la psicología transcultural, la psicología experimental, la antropología, la etología y la neurociencia del desarrollo, tal como analizaremos más adelante. Estas disciplinas tan diversas coinciden en una misma conclusión: existen predisposiciones psicológicas en hombres y mujeres y no son producto de la socialización. En todos los casos, se trata de promedios, es decir, que no serían predictivas de rasgos individuales e interactúan con la cultura.
Lucía Ciccia ya plantea en el título de uno de sus escritos la atribución de “sexismo”,”disciplinamiento sináptico-hormonal” y hasta de “racismo” a la neurociencia: “Genes, sinapsis y hormonas: la continuidad de normativas sexistas, racistas y androcéntricas bajo la categorización genética de los cuerpos” (2015). A este esquema lo juzga “determinista” en el mismo sentido en que en los inicios de la modernidad se plantearon las leyes de la física.
Aunque no utiliza el término “neurosexismo”, desde el título del artículo mencionado (2015), la idea de la palabra divulgada por Cordelia Fine (2010) está presente. Mediante un extenso análisis histórico que pasa lista a los actos de discriminación que padecieron mujeres, gays y otros grupos durante el siglo XIX, a partir de lo que denomina la legitimación del “discurso médico-científico”, Ciccia sostiene que las categorías y hallazgos de las neurociencias contemporáneas son tan discriminatorios como los que llevaron a condenar por su orientación sexual a Oscar Wilde o Alan Turing bajo el amparo de argumentos pretendidamente “científicos”. Tanto la biología del siglo XIX como la del siglo XXI estarían destinadas a reproducir los estereotipos de género, manteniendo a la mujer en el ámbito privado, abocada a su rol de madre, favorecida por atributos como la emocionalidad, la empatía y la intuición, mientras que el hombre estaría ligado a las capacidades cognitivas y a la abstracción. Ciccia sólo admite la existencia de diferencias sexuales que no se originan en la socialización “para algunos desórdenes neuronales”, pero señala que “el sexo no determina ninguna habilidad cognitiva en particular, eso lo determinan las prácticas sociales”. A su modo de ver, “el sexo es una construcción social” y es “la práctica de género la que modifica el cableado neuronal” (2017a). Pareciera que está determinado por una constitución genética y hormonal pero “parte de los estereotipos y luego dirán que estas diferencias que se ven en el cerebro son la causa de los estereotipos” (2017a).
Problemas en la evaluación de estudios sobre diferencias sexuales
La tesis central de Ciccia es que “la actual producción de conocimiento neurocientífico perpetúa los clásicos sesgos sexistas y androcéntricos que sirvieron para respaldar el régimen jerárquico y binario de los sexos” (2017a). El “discurso científico misógino decimonónico” continuaría vigente en las hipótesis de las que hoy parten las investigaciones neurocientíficas, pero “enmascarado en nuevos estudios”. Puntualmente, acusa a estas investigaciones de promover “la inferioridad de la mujer”, tal como han planteado los que denomina “nuevos feminismos críticos”. Pero una vez establecido este propósito, Ciccia no empieza por cuestionar los estudios a los que hace referencia, sino que sin justificación argumentativa o empírica alguna, los vincula con “un proceso político-cultural históricamente situado” que remite al siglo XVIII, como si el conocimiento científico no hubiera evolucionado en más de dos siglos.
Ciccia menciona muy pocos estudios científicos sobre el tema y concluye que estas investigaciones no son fiables ya que poseen “un bajo y polémico poder estadístico, sin siquiera repetir tales experimentos a fin de comprobar si se obtienen los mismos resultados”. Sostiene que el metaanálisis de Janet Hyde (2005) es una fuente más confiable para la evaluación de afirmaciones sobre predisposiciones en hombres y mujeres, y sobre la influencia relativa de los factores biológicos y socioculturales.
Examinemos primero la afirmación de que dichos estudios tienen “un bajo y polémico poder estadístico”. La poco más de media docena de estudios citados por Ciccia no son ni los únicos ni los principales trabajos realizados hasta el momento sobre el tema, y en el caso de las niñas con hiperplasia adrenal congénita (CAH), en los que correlacionan niveles elevados de testosterona en el útero de la madre y juegos típicamente masculinos durante la infancia, una de las evidencias relevantes de dimorfismo sexual, lo que cita no son estudios específicos sobre el CAH sino uno que los menciona tangencialmente y que está centrado en la identidad y en la orientación sexual (Swaab, García-Falgueras, 2010: 22-23). Entre los estudios sobre hiperplasia adrenal congénita que no menciona cabe destacar el de Wong y otros (Pasterski, 2005; Wong y otros, 2013), con muestras de 117 y 244 personas, el de Berenbaum y otros (1992), con una muestra de 117 personas, y el de Servin y otros (2003), con una muestra de 52 participantes.
En el útero, el cerebro es femenino hasta que, entre la séptima y la duodécima semana después de la concepción, se liberan andrógenos, que son las hormonas masculinas. A medida que estas hormonas se incrementan en el cerebro, lo articulan y organizan. La técnica de la amniocentesis permite conocer ese proceso, ya que si se extrae un poco de fluido de la matriz, los científicos pueden medir el nivel de andrógenos y luego relacionarlo con el comportamiento de los bebés.
Existe evidencia de que es posible encontrar el patrón de diferencias de sexo en culturas muy diferentes (Geary y De Soto, 2001; Peters y otros, 2006). Como sería demasiado extenso mencionar aquí la evidencia sobre predisposiciones psicológicas de hombres y mujeres que no son producto de la socialización, ya que proviene de disciplinas muy diversas como las neurociencias, la psicología evolucionista, la genética conductual, la biología evolucionista y la etología, entre otras, nos concentraremos en primer lugar en algunos de los estudios en los que los niveles de testosterona en útero correlacionan con comportamientos masculinos, ya que Ciccia menciona sólo los relativos a la hiperplasia adrenal congénita pero hay muchos más que han sido realizados tanto con seres humanos como con otras especies. Nos concentraremos en los primeros.
Estudios sobre diferencias sexuales
La afirmación de Ciccia de que los estudios sobre los niveles de testosterona y comportamiento tienen muestras pequeñas no está justificada, ya que la determinación de que una muestra es grande o pequeña depende del tamaño de efecto que se busca. El tamaño de efecto es una medida de la fuerza de un fenómeno, por ejemplo, tras una intervención experimental. Varios estudios tienen muestras mucho más grandes que las que ella utilizó como objetivos de su crítica. Es el caso del de Hines y otros (2002), con una muestra de 679 personas. En él, los niveles de testosterona prenatal correlacionaron con el juego típico de las niñas, y en el de Auyeung y otros (2009) se analiza la correlación entre altos niveles de testosterona en el útero de la madre y el autismo en una muestra de 235 personas. En otro estudio de Simon Baron-Cohen (2006), realizado con 193 participantes, a mayores niveles de testosterona en el útero materno se desarrollaban luego menores niveles de empatía. Por lo tanto, carecen de sustento las afirmaciones de Ciccia sobre la confiabilidad estadística supuestamente baja de los estudios que miden los niveles de testosterona y las diferencias de sexo, ya que no sólo cada uno de estos estudios tiene muestras considerables, sino que sus resultados son consistentes entre sí.
También es de destacar el metaanálisis de Blanchard y otros (2001), realizado con 26 estudios y 20.000 participantes, en el que cada hermano varón menor tiene 47 % más de posibilidades de sentirse atraído sexualmente por otros varones. La hipótesis que sugieren los investigadores para explicar este fenómeno es que la madre desarrollaría mecanismos para moderar el efecto de la testosterona.
Un estudio de resonancias magnéticas realizadas a 118 fetos mostró diferencias cerebrales entre hombres y mujeres antes de nacer, concretamente 16 redes FC fetales distintas utilizando un algoritmo de detección de la comunidad (Wheelock, 2019).
Ciccia niega el dimorfismo sexual –variaciones entre machos y hembras de una misma especie– a través de un estudio sobre diferencias de sexo de Janet Hyde (2005), en virtud de que, a su modo de ver, mediante un metaanálisis sería más difícil que los investigadores