Amigos muy íntimos. Diana Hamilton
amiga lo dejara ya.
¡Odiaba pensar en James herido y deseaba agarrar por el elegante cuello a Fiona! No se podía imaginar a ninguna mujer que no estuviera loca dejando a un hombre tan masculino como James Carter.
—Mira —dijo—. ¿Por qué no haces café?
Lo que fuera con tal de detener aquella conversación.
Miró de nuevo el libro de cocina y empezó a poner mantequilla en la harina.
—Estoy tratando de hacer unos bizcochos. ¡Me gustaría que la señora Flax no hubiera decidido tomarse sus vacaciones anuales justo ahora!
Cuando su ama de llaves les había anunciado que quería pasar unas vacaciones de invierno al sol con su hermana, no les había parecido mal. Al padre de Mattie no le gustaban las navidades después de que su esposa, la madre de Mattie, los hubiera dejado hacía ya años, así que se tomaban esas fechas como otras cualquiera. Pero como James estaría con ellos, ella iba a tener que hacer todos los preparativos.
—Dalo por hecho.
Dawn se levantó y se acercó a la mesa donde estaba trabajando Mattie.
—La receta dice que tienes que añadirle agua, pero sale mucho mejor con huevo batido. ¿Quieres que me ocupe yo? Llevo ayudando a mi madre en la cocina casi desde que nací y tú no eres más que una académica. Con cerebro, pero completamente inútil cuando se trata de llevar a cabo algo práctico.
—Entonces, ya es hora de que cambie —respondió Mattie.
Resistió el impulso de agarrar el recipiente y apretárselo contra el pecho. Tenía el suficiente sentido común para darse cuenta de que lo que le decía su amiga era cierto, pero con sus propias manos podía y le proporcionaría a James unas navidades como estaban mandadas.
Mientras Dawn llenaba la cafetera, Mattie la miró. A pesar de que solo las separaban en edad unas semanas, a veces ella se sentía mil años mayor que la alegre Dawn. Algo que se vio reforzado cuando Dawn le dijo por encima del hombro:
—Juega bien tus cartas, Matts, y lo puedes atrapar al rebote.
Mattie sintió un fuerte dolor que la recorría, seguido por una ira que la hizo decir :
—¡Dawn, a veces hablas como una niña estúpida de diez años!
James Carter no se molestaría en mirar dos veces a la plana e insignificante Matilda Trent. A él le gustaban las hermosas y elegantes. Mujeres como su ex novia, que destacaban entre una multitud, no las que pasaban desapercibidas. Dawn tenía que saber eso, ¿cómo podía no saberlo?
—Si tú lo dices —dijo su amiga mientras servía el café—. Pero, piénsalo. Antes de que yo me fuera a trabajar a Richmond, vosotros dos estabais muy unidos, lo que significa, por supuesto, que yo lo vi casi tan a menudo como tú. Contigo él siempre parecía protector, amable. Es difícil decirlo, pero había una gran cantidad de afecto. Y después de ser dejado por esa cabeza hueca de clase alta, seguro que apreciará a alguien inteligente, leal, agradable y tranquila. Tú ya te enamoraste de él hace once años, cuando tenías catorce, así que ve a por él, Matts.
¿Tranquila? ¡Estaba histérica! Dawn le había clavado un cuchillo en las costillas y lo estaba retorciendo. Era demasiado insensible para darse cuenta del daño que le estaba haciendo.
—Me enamoré de él al mismo tiempo que tú lo hiciste de nuestro profesor de ciencias, ¿recuerdas? ¡Y lo olvidé antes de que tú cambiaras tu eterna devoción de un cantante pop a otro! Así que déjalo, ¿quieres?
Pero el problema era que estaba mintiendo, ella no lo había olvidado en absoluto. Lo había intentado, pero sus sentimientos por James, mantenidos en secreto, no habían dejado de crecer y profundizarse.
James salió de su Jaguar y lo cerró. En el cielo había un millón de estrellas. Respiró profundamente el frío aire de la noche invernal y empezó a relajarse. A pesar del torbellino que era su vida, aún podía reconocer la magia de la víspera de Navidad. Era curioso…
Se veía luz en dos de las ventanas, pero el resto de Barrington House estaba a oscuras. Durante el camino desde Londres se había preguntado si sería inteligente pasar las fiestas con los Trent. Pero una vez allí, en medio del silencio, supo que había hecho bien en ir a pasar dos o tres días.
Después del drama de la semana anterior, eso era lo que necesitaba. Aún sentía el sabor amargo de la escena final con la mujer con la que había decidido casarse. Y por lo que había sucedido, podía entender por qué Fiona había hablado con la prensa, aún cuando deplorara la forma en que había hecho pública su ruptura.
Necesitaba dejar atrás todo ese episodio humillante y doloroso, y allí lo podría hacer.
Con los años, esa casa había sido como un segundo hogar para él, como antes lo había sido para su padre, que prefería hablar de negocios durante una cena civilizada o en un largo fin de semana con Edward Trent, su socio en la que era ahora una gran empresa constructora.
No era por la casa en sí misma, ya que era un poco demasiado sobría para su gusto, más una especie de museo de la perfección tradicional que una casa para vivir. Ni tampoco era por la compañía de su socio por lo que había ido esta vez.
Era por Mattie. Su presencia poco exigente era exactamente lo que necesitaba.
Frunció el ceño. Admitir eso no le hacía mucha gracia. Había aprendido a ser autosuficiente desde muy joven. No quería necesitar lo que otro ser vivo le pudiera dar.
Pero la gran inteligencia de ella lo estimulaba, su serenidad lo tranquilizaba, y sus defectos, tales como su completa incapacidad para hacer cualquier cosa práctica, le divertía. Ella había tardado meses en aprender a usar el procesador de textos que por fin la había convencido de que instalara, y había aprobado el examen de conducir a la novena. Incluso ella era la persona que conocía que peor conducía.
Estaba su refrescante falta de vanidad femenina, tenía que ser la mujer menos consciente de su forma de vestir y de su sexualidad.
Y eso era lo que él necesitaba realmente, la compañía de una mujer que no se dedicara a proponerle retos sexuales, que no lo atrajera físicamente y que no quisiera hacerlo.
Ratón. La dureza de sus labios se suavizó levemente. El querido y viejo ratón de biblioteca.
Tomó su bolsa de viaje y se acercó a la puerta principal, preguntándose si ella seguiría enfrascada en la traducción de ese libro técnico del italiano, alemán o lo que fuera, o si lo habría terminado ya.
Confiaba en que fuera lo último. Sabía que ella no necesitaba trabajar, ya que tenía dinero más que suficiente, pero cuando tenía un proyecto entre manos, no lo dejaba hasta que estuviera terminado. En cuanto le abriera la puerta, se lo preguntaría.
Pero fue su socio el que le abrió. Para ser un hombre de sesenta años, casi no tenía arrugas en la cara y solo su cabello gris y una cierta gordura delataban su edad. Y sus ojos revelaban a su vez la vergüenza.
Edward Trent no se sentía cómodo con las emociones. Si tenía alguna la mantenía firmemente oculta y esperaba que todo el mundo con quien estuviera en contacto hiciera lo mismo. James era igual en ese aspecto y, seguramente, era por eso por lo que se llevaban tan bien.
—Me alegro de que me des cobijo por uno o dos días —dijo James—. Siento la necesidad de tranquilizarme por un tiempo. Pero no te voy a aburrir con todos los detalles desagradables, así que sugiero que dejemos todo el tema de mi pública ruptura a un lado y corramos un tupido velo.
—Es lo mejor —dijo Edward y suspiró aliviado—. Aunque antes de que lo dejemos, he de decirte que estás mejor así. Como ya sabes, Mattie y yo la conocíamos solo de una vez y ambos estuvimos de acuerdo en que no era lo bastante buena para ti. Es cierto que era de buena familia. Y sería una buena anfitriona, cosa que ahora que te has hecho con las riendas de la empresa, es algo que necesitas. Pero era egoísta y dura. Nunca habría funcionado. Una vez dicho esto, ¿Quieres ir a refrescarte un poco a tu habitación