Secta. Stefan Malmström

Secta - Stefan Malmström


Скачать книгу
tan in­te­re­san­te como la tuya —añadió Max, uno de los chicos—. A fi­na­les del siglo xviii, yo era un gran­je­ro pio­jo­so del montón en la pro­vin­c­ia de Es­ca­n­ia.

      Todo el mundo rio. Hubo muchas más car­ca­ja­das du­ran­te el resto de la velada, además de otras con­ver­sa­c­io­nes sobre vidas pa­sa­das y aca­lo­ra­das dis­cu­s­io­nes sobre la ca­li­dad de la música de Nir­va­na y sobre si Mikh­ail Gor­ba­chev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aq­ue­llas per­so­nas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la res­pe­ta­ban y que es­ta­ban ge­n­ui­na­men­te in­te­re­sa­dos en ella. Eran in­te­li­gen­tes y sim­pá­ti­cos, y no se pre­o­cu­pa­ban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acos­tum­bra­da a ro­de­ar­se de gente así.

      Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se di­ri­g­ie­ron a la parada para coger el último au­to­bús a Karls­kro­na.

      —Los amigos de Vic­to­r­ia son muy in­te­re­san­tes —dijo Jenny.

      —Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pa­sa­das es bas­tan­te atrac­ti­vo.

      —A mí me cuesta acep­tar­lo —dijo Jenny—. Pero las imá­ge­nes que me han venido a la cabeza se iban ha­c­ien­do más y más con­cre­tas a medida que Peter me iba ha­c­ien­do pre­gun­tas. ¿Y si somos almas que van sal­tan­do de cuerpo en cuerpo? Me en­can­ta­ría que fuera verdad.

      An­du­v­ie­ron en si­len­c­io du­ran­te varias de­ce­nas de metros. En la parada, es­pe­ra­ron de pie. El au­to­bús tar­da­ría cinco mi­nu­tos en llegar.

      —¿De qué los conoce Vic­to­r­ia? —pre­gun­tó Jenny.

      —Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la es­c­ue­la pri­ma­r­ia —res­pon­dió Stefan—. La ma­yo­ría siem­pre ha vivido en Karls­kro­na, pero otros fueron lejos a la uni­ver­si­dad y acaban de volver. Mi her­ma­na me ha dicho que al­gu­nos forman parte de un grupo re­li­g­io­so que cree en la re­en­car­na­ción. Cien­c­io­lo­gía, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cris­t­ia­nis­mo. Creo que solo están in­te­re­sa­dos en este asunto de las vidas pa­sa­das y en apren­der téc­ni­cas co­mu­ni­ca­ti­vas. A Vic­to­r­ia todo esto no le llama de­ma­s­ia­do la aten­ción, pero le caen muy bien.

      —Y a mí —dijo Jenny.

      —Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, son­r­ien­do y ro­deán­do­la con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha pa­re­ci­do guapo?

      —Idiota —dijo Jenny—. No es eso.

      Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.

      4

      Miér­co­les, pri­me­ra hora de la mañana en el parque Ho­gland. Había pasado un día y medio desde que habían en­con­tra­do a un padre y a su hija de cuatro años muer­tos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con pre­c­au­ción. Una si­len­c­io­sa niebla ma­tu­ti­na cubría la ciudad, que estaba cons­tr­ui­da sobre tr­ein­ta y tres islas. La niebla evi­ta­ba que el sol ate­rri­za­ra y al­can­za­ra las pocas almas ma­dru­ga­do­ras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karls­kro­na.

      Una de aq­ue­llas almas era Luke Berg­mann. A él no le im­por­ta­ba lo más mínimo si bri­lla­ba el sol o si di­lu­v­ia­ba. Ni si­q­u­ie­ra se habría dado cuenta.

      Estaba sen­ta­do en un banco del parque con la mirada fija en la bol­si­ta que un ca­me­llo le había puesto en la mano. La bol­si­ta con­te­nía alivio. Po­si­ble­men­te tam­bién muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.

      Había re­sis­ti­do la ten­ta­ción du­ran­te die­ci­séis años. Desde que había ate­rri­za­do en Karls­kro­na no había caído en ese agu­je­ro ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hu­b­ie­ra apa­ci­g­ua­do, siem­pre había estado allí.

      Lle­va­ba papel de fumar de la marca Rizla en el bol­si­llo y el ca­me­llo le había dado una caja de ce­ri­llas. Tenía todo lo que ne­ce­si­ta­ba.

      Se vi­s­ua­li­zó a sí mismo a los trece años, la pri­me­ra vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que fa­lle­ció por una so­bre­do­sis de he­ro­í­na. To­da­vía re­cor­da­ba lo que aquel canuto le hizo sentir: li­be­ra­ción. Una sen­sa­ción de ca­li­dez en el centro de su cuerpo ex­pul­só toda la an­s­ie­dad, la an­gus­t­ia y el pánico.

      Des­pués de eso, siguió fu­man­do ma­rih­ua­na. Para él era su­fi­c­ien­te. El resto de chicos de la pan­di­lla con­su­mí­an todo lo que pi­lla­ban: crack, éx­ta­sis, he­ro­í­na, al­co­hol. Pero Luke no.

      Cogió el papel de fumar y lo en­ro­lló re­tor­c­ien­do un ex­tre­mo. No quería usar filtro ni mez­clar tabaco. El sol em­pe­za­ba a des­ple­gar su calor. Un grupo de jó­ve­nes con monos de color na­ran­ja, el uni­for­me de su empleo de verano, re­co­gí­an basura cerca de la zona de juegos. Luke sos­tu­vo el porro entre los dedos.

      La pri­me­ra noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vuel­tas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La se­gun­da noche la pasó dor­mi­tan­do, ins­ta­la­do en una es­pe­c­ie de pur­ga­to­r­io entre el sueño y la vi­gi­l­ia, y tuvo pe­sa­di­llas sobre la muerte. Todas tra­ta­ban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Tr­out­man de Bro­oklyn, vein­ti­c­ua­tro años atrás —un ado­les­cen­te afro­a­me­ri­ca­no de die­ci­séis años de los Na­va­jas negras— corría hacia él con los ojos ab­ier­tos como platos, dro­ga­do, mi­rán­do­lo fi­ja­men­te y blan­d­ien­do un cu­chi­llo de car­ni­ce­ro. Luke vio que el filo cor­tan­te del cu­chi­llo se acer­ca­ba a su cara y se quedó pa­ra­li­za­do, es­pe­ran­do que el acero se cla­va­ra en su frente. Se des­per­tó justo en el mo­men­to de la muerte, seguro de que todo había ter­mi­na­do. Con­fun­di­do, saltó de la cama para es­ca­par, y cuando re­co­bró la con­c­ien­c­ia estaba ja­de­an­do con el pulso ace­le­ra­do.

      Dos chicos jó­ve­nes en­fun­da­dos en sus monos y con bolsas negras de basura se acer­ca­ron al banco donde estaba Luke. Él se metió el porro en el bol­si­llo y se le­van­tó. De­ci­dió irse a casa y fu­már­se­lo allí.

      El martes había lla­ma­do a Åsa Nordin, su jefa en Eke­ku­llen, para con­tar­le lo que había ocu­rri­do y pe­dir­le per­mi­so para to­mar­se unos días libres. Eke­ku­llen era una casa de aco­gi­da de Rödeby para jó­ve­nes con un his­to­r­ial de de­li­tos y con­su­mo de drogas. Luke aca­ba­ba de em­pe­zar a tra­ba­jar allí. Antes se había ocu­pa­do du­ran­te ocho años de una casa de aco­gi­da si­mi­lar en Lis­terby, a las af­ue­ras de la ciudad de Ron­neby.

      Amanda, su ex­mu­jer, lo había lla­ma­do ese mismo día. Se había en­te­ra­do de lo que había ocu­rri­do y estaba de­so­la­da. Tam­bién co­no­cía bien a Viktor y había coin­ci­di­do con Agnes unas cuan­tas veces. Luke no había ha­bla­do con nadie más en las úl­ti­mas vein­ti­c­ua­tro horas.

      Tardó quince mi­nu­tos en llegar a casa, a su pe­q­ue­ña cabaña del barrio de Björkhol­men. No era para nada es­pa­c­io­sa y tenía los techos bajos. Los tra­ba­ja­do­res del as­ti­lle­ro que habían vivido allí a fi­na­les del siglo xvii debían de ser pig­me­os. Cuando aca­ba­ba


Скачать книгу