A esta hora de la noche. Cecilia Fanti
Fanti, Cecilia
A esta hora de la noche / Cecilia Fanti. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Rosa Iceberg, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-47026-9-2
1. Narrativa Argentina. 2. Maternidad. I. Título.
CDD A863
Dirección editorial: Marina Yuszczuk
Diseño y maquetación: Matías Duarte
Foto de cubierta: Anita Bugni
© Cecilia Fanti
© 2020, Rosa Iceberg
Rosa Iceberg, Buenos Aires, Argentina
ISBN 978-987-47026-9-2
Edición en formato digital: noviembre de 2020
Conversión a formato digital: Libresque
Este libro se publica con el apoyo del Fondo Nacional de las Artes.
Cecilia Fanti
A esta hora de la noche
A mi mamá
A Bea
A Pedro
A veces, cuando están preñadas se reviran. Se reviran, se les mete algo en la cabeza y es imposible ponerse en su lugar para entender qué les pasa. Porque en esos momentos no piensan. Si deciden irse, pueden atravesar grandes distancias. Van a los tumbos, se tropiezan y siguen adelante. No tienen sentido. Uno trata de ayudar y hace lo que puede, sale a buscarlas con la esperanza de que estén bien. Se queda al lado. Las revisa. En general, cuando nacen los terneros se ponen bien.
Cynan Jones, Tiempo sin lluvia
Tal vez nuestras heridas, añadió, sean el único lugar en el que puede arraigar el futuro.
Rachel Cusk, Tránsito
Deseo
En el norte de Brasil las palmeras te miran de costado. El viento que empieza a soplar al mediodía las deja ladeadas y parejas. Todas saludan en una única dirección: la del mar. Vinimos hasta acá para sacarme la tristeza. Una semana en un paraíso al que llegamos después de dos aviones y un transfer desde un aeropuerto montado en una carpa. El paisaje hasta llegar a nuestro hotel me llena de fracaso. Bordeamos pueblos pobres, pobrísimos. Perros flacos, viejos a la sombra, construcciones sin ventanas, nenas descalzas y con el pelo enredado. Viajamos montados en el asiento de atrás de una cuatro por cuatro que, después de una hora de viaje, tracciona finalmente en la arena, e ingresamos en el terreno diseñado para los ojos del turista. Pareciera no haber nada, solo paisaje. A lo lejos el cielo parece lleno de farolitos chinos que planean contra el horizonte. De un lado, empezamos a distinguir las siluetas de las personas montadas en barriletes gigantes que tocan el agua y vuelven a levantarse. Enfrentada, se impone la línea de hoteles caprichosamente rústicos con sus reposeras y sus huéspedes brillantes y salados.
En la puerta de nuestra habitación, una choza de imitación con cama king size, minibar, baño con cortina y productos naturales de belleza, hay un cartel con un corazón dibujado: “Sejam bem vindos, Cecilia y Agustín”. Los pies me pesan en la arena, me saco la ropa y busco mi traje de baño. El primer chapuzón se lleva el cansancio del viaje y la tristeza empieza, lenta, a ceder. Sonrío apenas a esos ojos bien negros que nos miran y nos preguntan en un portugués cerrado pero cautelosamente amable cómo viajamos y si deseamos algo de beber. Sin perder la sonrisa, jamás.
Durante esos días de vacaciones voy a comer tapiocas, fruta tropical, pescado en todas sus formas. Voy a tomar agüita de coco, mucha cerveza y algunas caipirinhas. En las mañanas camino por la orilla y guardo caracoles en el bolsillo. En las tardes vemos cómo peregrinan los turistas como nosotros hacia una duna alta; desde ahí, apiñados y ruidosos, ven caer el sol; Agustín y yo nos quedamos en el llano, mirando a los perros que persiguen algunos barriletes humanos y corren y ladran y se mojan en la orilla. Durante las noches, caminamos por la playa con una linterna, siempre en línea recta, la vía láctea sobre nuestras cabezas, la luna llenísima; un cielo diamante sobre nosotros, los cuellos estirados como si quisiéramos tocarlo con la punta de la nariz.
Somos los únicos huéspedes en nuestro hotel pero el clima tropical no invita al terror: ninguno de nosotros va a enloquecer ni los empleados del hotel, con su calidez y buena voluntad, parecen dispuestos a hacer más que sus tareas diarias con la pausa que dispone la arena hirviente.
En Buenos Aires, nos dicen, el dólar corre sin que nadie pueda atraparlo. Un poco como mi tristeza, pienso, que como Carmen San Diego siempre logra escaparse. Me pregunto cuándo va a dejar de apretar tanto la muerte, cuándo voy a volver a sentir mi esternón hincharse, mis costillas ceder y abrirse. Cuándo va a aparecer un hueco, algo de espacio. Una tregua.
Destiempo
Aunque no llovió ninguno de los días, el viento caluroso que se levantaba por la tarde nos invitaba a la siesta, a la calma, a afirmar que había lugar para el amor y la sonrisa, a leernos en voz alta, abrazarnos. Algunas tardes soñé y casi todas bruxé. Una de ellas, vi cómo un caracol de mar se movía entre la ropa.
De cada caminata elijo un puñado de caracoles por sus vetas, sus texturas y relieves, por una imagen prosaica de la Venus de Botticelli. Aunque no son especiales, encontrarlos me da alegría. Es posible que no los traiga de vuelta a casa.
Conocí el mar cuando tenía diez años: un amigo de mi papá me llevó a Villa Gesell a la casa de una tía mía que estaba veraneando allá con sus hijos, mis primos. Para disimular la falta, que por otra parte todos ellos conocían, fingí naturalidad y nada de sorpresa cuando vi la espuma, la arena oscura, el ruido continuo, el viento frío y húmedo contra la cara, las marcas blancas en la piel cuando me secaba al sol, la sensación de la arena pegada en todo el cuerpo: los pies, las rodillas, las nalgas, las orejas. Los caracoles en todas sus formas, rotos en la arena, en trenzas que costaban dos pesos, en pulseras que las chicas bronceadas de curvas incipientes ponían en sus tobillos, en souvenires que predecían el clima o colgaban de un cartel que decía “Recuerdo de Villa Gesell”. “Vine a Gesell y pensé en vos”.
De alguna manera son estos caracoles los que conectan pasado y futuro. Lo que no era posible cuando chica pero elijo cuando grande. No perder nada. Descubrir algo nuevo que trae placer y desafío, que no tiene ningún costo y detiene la mirada. La concentra. Mueve al cuerpo y lo dispone a tomar algo.
En estos días recuerdo y deseo lo pequeño. Soy ahora una mujer que se permite la sorpresa. Pienso en cómo mi mamá se vuelve recuerdo, se aleja más y más. Mamá nunca conoció Brasil, pero cuando estaba recién operada de cáncer, es decir, cuando apenas le habían sacado un tumor y le habían prometido una vejez de por lo menos un par de años más, le dijo a su cuñada que cuando se sintiera mejor ellas dos se irían a las playas brasileñas. Se lo dijo con señas, porque ya en ese momento, con una sonda nasogástrica y la imposibilidad de hablar, tendríamos que haber intuido que quizás no habría Brasil, ni vejez. Mamá murió un año después de su primera operación de cáncer de colon mirando, para los mortales, el techo blanco y vulgar de su habitación.
Pienso en lo poco que vi a mi familia desde su muerte, en cómo basta la ausencia de uno de sus integrantes para que los vínculos empiecen a borronearse.
Los secretos pertenecen a una zona oscura, como el misterio, como esos peces que de tanto vivir en el fondo del mar tienen un aspecto desordenado y confuso. Mamá enunció poco sus deseos, quizás