A esta hora de la noche. Cecilia Fanti
de volver a ser hogar.
Volvemos de Brasil, sin saberlo, con un hijo a cuestas. Algunos días después, la certeza se va a convertir en un Evatest positivo. A destiempo, pienso, con mamá todo tuvo siempre la marca de la falta.
San Telmo
En esta casa el agua caliente se termina rápido, la ducha tiene muy poca presión y, como casi todos los días, estoy llegando tarde a mi trabajo en la librería. Me bañé rápido. Agustín me prepara un café con menos leche de la que me gustaría. Todavía en pijama, se sienta frente a su computadora. Desde hace meses estamos buscando un departamento más grande para mudarnos: más grande, más cerca de mi trabajo, de su mamá que está enferma; un departamento más luminoso, menos ruidoso y céntrico, con un espacio exterior. Queremos todo eso aunque las cuentas no cierren. Lo intentamos cada vez y fracasamos. Le digo que va a tener el baño listo en unos minutos y él me dice que me va a mandar algunos links con casitas que vio. Dice casitas y sigue mirando su computadora. Quiere bañarse una vez que yo me haya ido, cuando la casa quede toda para él durante el resto del día y disponga de los espacios, de los olores, las luces prendidas, los platos apilados. Trato de apurarme pero no puedo. La duda, la mañana, la idea de viajar una hora de San Telmo a Colegiales. Hago pis una vez más y, en un acto reflejo, agarro la caja del Evatest que había comprado en el último atraso y no llegué a usar.
Una vez había escuchado a una excompañera de trabajo: cuando estás, no tenés que esperar ni un minuto, es inmediato. Hago pis como quien cambia una lamparita, resuelve un cambio de estado, busca una certeza. Se dibuja una rayita y después otra. Dos ventanas marcadas. Estoy embarazada y lo sabía. Salgo con el test de embarazo en la mano y le digo a Agustín: estoy embarazada y me tengo que ir corriendo. Discutimos. Hice el test sola y apurada, sin previo aviso. Lo dejo con la noticia y la sorpresa. Lo dejo afuera de ese primer momento. Yo lo supe y se lo conté. Pero ¿acaso no vivimos juntos? ¿Acaso no lo hicimos juntos? Sí, pero estoy apurada. Me abraza pero sé que está enojado. Le digo que me perdone, que el apuro, que el atolondramiento, que no fue intencionado. Cuando estoy apurada hago todo junto: pis, un test de embarazo, el armado de una mochila, la caminata apretada hasta la parada del colectivo. Me dice que a la noche vamos a hablar y que no lo puede creer.
No tengo nervios. Le digo mi destino al chofer, espero a la máquina, paso la Sube y me siento. En general me pasa así: estoy llena de expectativa y ansiedad hasta que el objetivo aparece cumplido. Entonces ya lo incorporo. Es parte de mí. Viajo en el 152 y ya estoy embarazada. Estoy segura porque me habita la idea de que podría arruinarse pronto, de no ser del todo cierto, de que el embarazo se termine como el comienzo de una nueva tragedia vital. Que sea cortísimo. Le escribo a mi médico de cabecera y le pido una orden para un análisis de sangre. Le digo que creo que estoy embarazada y responde, seco y profesional, que puedo pasar por el consultorio a buscar la orden para el análisis. No agrega una carita feliz ni hace ninguna pregunta. Solo me tomo las cosas de manera personal.
Elijo el camino de la amistad: escribo un mensaje en el que uso la palabra “creo”. Creo que estoy embarazada. Mi amiga me sentencia: los falsos positivos no existen. Después me pide cautela. Le digo que por supuesto, pero en realidad siento la obstinación de eso que está prendido, agarrado, evaluando cuán viable es crecer y desarrollarse en mi vientre.
En uno de los primeros asientos del colectivo hay una mamá con su hijo de más o menos dos años. Se están matando de risa y él, a upa, se inclina con sus ojos achinados y sus cachetes rojísimos y hace volar su pelo lacio y amarillo como las tipas que empiezan a florecer en los árboles de la plaza de Retiro. Los miro y escucho sus risotadas, felices. El sol les entra directo en el abrazo. Me dejo cautivar por este espectáculo poco habitual en un colectivo, a las diez de la mañana, en la Ciudad de Buenos Aires. No puedo sacarles los ojos de encima, y cuando él se da vuelta descubro que tiene síndrome de Down. Agarra la cara de su mamá y le besa la nariz, los ojos, y después se tira de nuevo para atrás. Se ríe. No le importa el colectivo atestado, no le importan las miradas. Incorporo una posibilidad en mí. Me bajo frente a la estación de tren y lloro. Esos diez minutos en el colectivo fueron sosiego, intimidad, invasión a ese pequeño mundo privado y cotidiano. Avanzo lenta y lloro. Cruzo la calle, atravieso el hall principal de la estación y llego al andén. Pierdo el tren. Voy a ser mamá.
Diagnóstico: embarazo
Tengo miedo de lo que no puedo ver y crece. La ginecóloga me dice vos no estás embarazada, tenés apenas un test positivo; para que estés embarazada debería haber saco gestacional, embrión y latido. Nos extiende la orden de una ecografía y nos dice que volvamos con esos resultados. Pocos días después escuchamos el latido, vemos la transmisión en vivo de mi útero, una pelotita de 7 mm a flote, un hematoma justo abajo del embrión, un ritmo constante. El ecografista nos señala la presencia de todos los elementos que esperábamos y es cauteloso. Desde la camilla sigo el recorrido de su dedo por el monitor mientras escucho un tucutucutucutucutucu acelerado e hipnótico. Él guarda silencio hasta que nuestro entusiasmo de lágrimas, apretones de manos y caricias lo anima a felicitarnos.
A la semana siguiente, volvemos triunfantes a la ginecóloga. Ahora sí, le digo con la ecografía en alto, estoy embarazada y, sin pensarlo, mi mano se extiende directo para que ella la agarre y me felicite. La médica duda pero extiende también la suya, que está bronceada y luce una alianza de oro en el dedo anular. Después, enumera y escribe una lista en un recetario: crema para evitar marcas en la piel, óvulos de progesterona para que desaparezca el hematoma, ácido fólico para el desarrollo del embrión, fibra para no constiparme, buen descanso, poco esfuerzo. Dice que hemos de tener preguntas pero nosotros no sabemos todavía cuáles hacer; siento paciencia e incertidumbre.
Sin embargo estoy feliz y me invade la confianza: el embarazo colma a mi cuerpo doliente, lo acompaña, lo transforma. La muerte de mamá está apenas unos meses atrás, meses lentos y agobiantes. Su casa quedó desarmada a medias, su ropa en bolsas de consorcio esperando ser donada, los placares con zapatos que no encontraron par, las plantas casi secas, la heladera vacía, el polvo sobre el juego de comedor, sus llaves colgadas a un costado de la puerta de entrada. Todo quedó quieto salvo mi cuerpo.
La médica nos recuerda, con cautela, que perder un embarazo en el primer trimestre es normal, sobre todo en primerizas. Completamente normal, agrega. Lo tranquilizador, sonríe, es que siempre pueden volver a intentarlo. Agustín se mueve en la silla cuando ella termina de hablar y yo le comento el deseo de hacerme un análisis genético. La incomodidad invade el consultorio y la ginecóloga nos aclara que en Argentina el aborto es ilegal: y, cualquier cosa que pase, yo no puedo ni voy a ayudarlos. Insiste en que ella no le ve demasiado sentido. No acostumbra a pedírselo a pacientes jóvenes y sin ningún antecedente relevante, como yo. La médica lo mira a Agustín. Como nosotros, dice, y nos pregunta por qué queremos hacerlo. Después, busca en los cajones de su escritorio unos volantes promocionales y nos dice que todos los laboratorios ofrecen más o menos lo mismo. No nos recomienda ninguno en particular, no conoce el tema en profundidad.
Reacciono con algo de desconcierto y la necesidad de darle una respuesta que me libere de la consulta pronto. Prefiero saber a no saber, respondo.
A pesar de que todavía no sé nada, quiero llegar al misterio en términos prácticos lo más pronto posible. Y también incómodos. Si sé qué pasa puedo decidir mejor, pero esto no se lo digo. El análisis genético no está en protocolos y ninguna prepaga ni obra social cubre su costo, que es de alrededor de 1000 dólares. El testeo se realiza a partir de la décima semana de embarazo. Con una muestra de sangre de la madre –que licúan hasta identificar el ADN del feto– corren una serie de exámenes. Los resultados descartan o confirman anomalías cromosómicas y anuncian el sexo del bebé. Es asertivo y no estadístico como el scan fetal y los estudios de rutina y protocolo.
Sus manos están cruzadas sobre el escritorio y una de las solapas del cuello de su guardapolvo, apenas levantada. Mis manos abrazan mi mochila sobre mi panza, tengo el cuerpo inclinado hacia adelante. Trato de encontrar, mientras la miro atolondrada, eso que no vi durante seis años de consultas: una tendencia, una postura profesional, una frase que resonara, una pista. Estudio su prolijidad pero estoy en blanco, no hay nada a la vista, nada que me previniera de que mi ginecóloga