A esta hora de la noche. Cecilia Fanti
está muy fresco todavía en nuestras cabezas. Incluso en nuestros cuerpos que marcharon, vigilaron, escucharon debates eternos, soportaron los argumentos más salvajes y brutales hace pocos meses.
La miro, le agradezco y apuro la despedida. Nos cita a una nueva consulta el mes siguiente. Salimos sin pedir el turno. En el ascensor le dibujo a Agustín un gancho con los dedos. Él levanta las cejas y le beso el cuello antes de llegar a la planta baja. Sé que va a decirme que no me preocupe y me va a preguntar, incluso conociendo la respuesta, qué quiero hacer. Lo espero, mientras me sostiene la puerta del edificio y salimos por última vez de ese consultorio, a que empiece a caminar, ordene sus ideas, me estire la mano y suspire. Me adelanto y le digo que no se preocupe, vamos a encontrar otro médico, vamos a saber cómo iniciar la conversación. El enojo cede y el miedo también. Me guardo la sorpresa; me guardo el golpe seco que sentí en la consulta. Hay que despejar para anidar.
Decisión
La primera vez que acompañé a una amiga a abortar tenía veintiún años. Me había dicho: tengo un problema, después de tomar un chupito de whisky tiradas en su cama, mirando un capítulo de Friends, un viernes a la noche. En esa temporada, Rachel se entera de que está embarazada y decide ser madre soltera porque es una mujer profesional, plena y decidida. Nada parecido a la Rachel de la primera temporada, que no sabe servir café ni contener su superficialidad. Nada parecido a mi amiga. Está pálida y me asegura que tomó mal las pastillas, sin intención, en la distensión de las vacaciones. Y ahora esto. Su novio no sabe nada y así es mejor. No lo quiero, me dice. Se refiere al embarazo, y quizás también a su novio, pero por ahora decidimos no hablar de él. Laura va hasta el baño y agarra el Evatest para mostrármelo pero, en cambio, llora sentada en el inodoro mientras lo mira como si la química de ese baño de lágrimas pudiera cambiar el resultado.
Laura vive sola. Es mi primera amiga que paga alquiler, servicios, impuestos. Su papá está muerto y su mamá está loca. Tiene trabajo pero no tiene plata. Le pregunto cuántos días de atraso tiene. Me dice que cree que este ya es el segundo mes que no le viene pero que en realidad no sabe. Pensó que el atraso era por haber tomado mal las pastillas, algo que se desencajó en su cuerpo.
Bajo el volumen de la tele y la dejo sola. Laura llora y tiembla. Tiene miedo. Toma otro chupito y me dice que no va a poder con esto. La escucho mientras, en el living, rastreo en mi teléfono el contacto que ya ha circulado en nuestro grupo de amigas. Una vez, dos veces, varias veces. Lo tengo agendado como Consultorio A pero nunca llamé. Le anoto el número en su teléfono, le digo que tiene que llamar el lunes antes de las 15. Que no tiene que decir nada, solo necesita hacer una consulta con el doctor. Ella asiente y me pregunta si voy a acompañarla.
El turno es pocos días después. El novio de Laura ya sabe del embarazo, ya sabe de la decisión y aclaró que pagaría por el aborto. Laura me lo dice aliviada, no le importa que no la acompañe, que le dé cosa, que sienta que no puede. El consultorio queda enfrente de un sanatorio céntrico, en un edificio estilo francés con ascensor tijera y botonera brillante. Una enfermera vestida con ambo verde, que hace a la vez de recepcionista, nos abre la puerta y entramos a una sala de techos altísimos y paredes blancas. El barniz de las aberturas brilla. Los sillones forman un cuadrado en el que estamos nosotras, una mamá con su hija adolescente y una pareja que no se mira. Todo es prolijo, sobrio, preciso. Susurrado y tenue. Me siento de espaldas a la ventana y escucho a la enfermera llamar a Laura y hacerle una serie de preguntas de rutina: fecha de última menstruación, síntomas, otros antecedentes clínicos, alergias. El doctor va a verla en unos minutos. Pero antes tiene que abonar los estudios, los honorarios del doctor y el procedimiento. Laura saca de su cartera el equivalente a cinco sueldos suyos y se lo entrega. La enfermera la hace pasar y después me llama a mí, me indica una serie de compras que tengo que hacer: antibióticos, analgésicos y apósitos. Cuando vuelvo de la farmacia, Laura está sentada en el sillón con una ecografía en la mano. Diez semanas, me dice, con el papel estrujado. Le digo que todo va a estar bien. Laura mira la puerta que lleva al consultorio-quirófano y después me mira a mí. Sonríe y se levanta. Vas a estar bien, le digo. La enfermera cierra la puerta y me dice que cuando Laura despierte del procedimiento me van a llamar para que la vea. Antes de irnos, nos van a dar una lista de cuidados y pautas. Como no dejo de mirarla, me dice que no tengo que preocuparme. Ellos hacen esto todo el tiempo. La rutina.
Hojeo revistas de espera hasta que me llaman y veo a mi amiga en una camilla, desperezándose, con la boca seca, una única pregunta y todavía ningún dolor: ¿listo?
La voz de Laura suena diferente, lejana. La enfermera entra en este pasillo devenido sala de recuperación y me dice que ella no quiere apurarnos pero tendríamos que irnos del consultorio en breve. Laura tiene que tener cuidado cuando se incorpore. Las piernas pueden temblarle y caerse. Los mareos pueden durarle. No tiene que hacer una dieta especial. Tampoco ningún esfuerzo. Tiene que controlar las pérdidas.
El taxi, mejor, lo toman en la esquina.
Mamá a los veinte
A mi primer novio le dije que yo nunca iba a tener hijos. Con él fui cruel y rabiosa. A los veinte, creía que los hijos representaban el cansancio y la frustración que veía en los humores y en el cuerpo de mi mamá. Me quería lejos de la vida doméstica, lejos de sus tareas, lejos de ella, de lo que ella representaba. Le decía, a ese novio dulce, joven e inseguro, que yo quería una vida profesional, un trabajo afuera de la casa, y que eso me impediría ocuparme de todo aquello de lo que, según había comprobado observando a mi propia madre, una tenía que ocuparse: las cuatro comidas, los cuadernos escolares, un matrimonio lleno de rencor; tender las camas, lavar la ropa, que nunca falte nada en la heladera; pocas palabras de aliento aunque las suficientes. Le enumeraba las tareas, una tras otra, después o antes de tener el sexo desenfadado y brutal que se tiene cuando no se piensa en la descendencia.
Teníamos veinte. Yo no quería ser madre y él me decía que eso era una pavada. Me decía que no había manera de saberlo, me decía que estaba equivocada y no me decía nada más. Un día, sin mirarme directamente, me dijo que el problema era que yo confundía la maternidad con mi mamá. Estaba lista para enfurecer y pelear pero no me dio tiempo. Me habló de su casa, de su mamá, de los dobles turnos de trabajo, de cómo la infancia se le armó con sus hermanos entre el club del barrio, la casa de sus abuelos y tíos. De cómo su mamá los buscaba al final de la jornada, de cómo la ausencia de la madre en esas horas largas le había habilitado chocolatadas y mimos, picaditos en la vereda y comidas a deshora. Me contó cómo ese reencuentro diario traía seguridad y calor. No tenés que ser tu mamá. No hace falta que seas igual o la misma, me dijo. Nada más lejos, pensé.
Pensé también en su mamá preparando kilos de milanesas en un pueblo bonaerense para mandar a las provincias en las que sus hijos ahora estudiaban carreras universitarias, pensé en los bolsos con ropa sucia de toda la semana que le apilaban los viernes cuando volvían a pasar el fin de semana en el hogar; me acordé de ella planchando en la cocina, a contrarreloj, cada domingo antes de que sus hijos la besaran, se despidieran y volvieran a la ciudad.
Mi mamá y su mamá eran del mismo pueblo, aunque la suya era mucho más joven que la mía. Y habían hecho el viaje inverso: la mamá de él se había ido de la ciudad al pueblo con su familia de muy chica; mi mamá había dejado atrás a la suya para instalarse en la capital después de cumplir los veinte. Nunca se habían cruzado y tampoco se conocían por el nombre. Nuestras mamás se parecían en la forma de felicitarse por sus hijos y de esconder. Nosotros nos parecíamos en la forma de depender, aunque la de él era más honesta. Yo agarraba a regañadientes los tuppers con guiso, sopa de verduras y choclos sin hervir que mamá me ofrecía y los dejaba en la heladera sin prestarles atención. En cambio, comía pan con manteca durante días. Él abría el paquete de las milanesas apenas llegaba con voracidad y expectativa, llamaba a algunos amigos y corría al chino a comprar aceite para la fritura y Coca Cola de dos litros para acompañar. Siempre había mayonesa en la heladera. Las milanesas de la semana duraban una comida y todos quedaban pipones.
Cuando nos acostábamos le decía que era un tonto y le preguntaba si no le parecía que ya era hora de lavarse su propia ropa y administrar mejor las milanesas. Él me decía que no. Lo que no se cuestiona no pesa.