Cuatro páginas en blanco. Lucho Zúñiga
y otros poetas cuyo nombre no recuerdo ahora. Uno de ellos empieza a leer un poema, luego el otro. Oquendo critica unos versos, De la Fuente se acaricia el mentón en gesto introspectivo. De repente, un joven con cara de haber tenido varios días de insomnio se acerca a nosotros. “Buenas noches, mi nombre es Federico Alzubide. Quisiera presentarles, si me lo permiten, un trabajo literario”, dice con voz calmada. Se le recibe cordialmente, saca unas hojas de su maletín y dice: “Es un texto que se llama ‘Cuatro páginas en blanco’. Lamentablemente, no lo puedo leer”. Se produce un silencio, a Julio César le da un ataque de risa, De la Fuente sonríe ensimismado, como si estuviera pensando en el mar. Oquendo exclama: “¿Acaso usted es un dadaísta?”. Alzubide responde: “Como diría Tristan Tzara, me parezco bastante simpático”. Entonces, nos hacemos amigos. Yo le comento que estoy armando una antología llamada Artefactos Literarios que incluye textos creacionistas, surrealistas, futuristas, y ligados a cualquier tipo de vanguardia literaria. Le digo que me gustaría leer escritos suyos. Él me habla de un viaje al día siguiente y me pide la dirección de mi casa pues está dispuesto a enviarme, con gusto, material para una posible publicación. Un par de semanas después, me llega un sobre desde Pacasmayo. Lo abro, y lo único que veo son cuatro páginas en blanco, con una nota que dice: “Este texto se llama ‘Cuatro páginas en blanco’, lo someto al criterio del editor de Artefactos Literarios para una posible publicación en dicha antología. Gracias por el interés en mi trabajo. Federico Alzubide”».
El artículo publicado en Calidoscopio impulsó a Ojeda a seguir buscando más información. Llegó a obtener el nombre de un amigo norteamericano que conoció a Alzubide cuando este viajó de Lima a Nueva York: Mark Donovan. Consiguió su dirección y le escribió una carta, la cual fue respondida. «Conocí a Federico en la Exposición Internacional de Arte Moderno, en Nueva York. Era el año 1913 y se presentaban más de mil doscientas pinturas de varios países. La galería I era la más visitada, porque todos querían ver pinturas cubistas. En esa época nadie las entendía, así que muchos visitantes hacían comentarios burlones de las obras, en especial de una de Duchamp: Desnudo bajando una escalera. Todos se preguntaban dónde estaba el desnudo pues todo lo que se veía era un movimiento abstracto hecho con trazos ocres y marrones. Federico estaba a mi lado, acompañado de su novia Beatriz. Lo vi aplaudir en medio del tumulto, con gesto admirativo. Alguien hizo un comentario sarcástico que produjo la risa de otros. Había mucha gente. Federico seguía aplaudiendo, Beatriz lo imitó. Mi prima y yo también. Éramos solo nosotros cuatro, aplaudiendo por unos segundos, hasta que se sumó un quinto, un sexto y, por alguna razón, sea por aburrimiento o por seguir el juego, todos empezaron a aplaudir y a reír; una pequeña fiesta dentro de la sala. Eso era lo que había provocado Federico».
En una nueva carta, Ojeda pregunta a Donovan si alguna vez Alzubide le habló sobre proyectos literarios: «Federico nunca me mostró ningún escrito suyo. Aunque recuerdo que tenía la idea de hacer una exposición en la que una sala imitara el espacio de una cafetería. Él estaría sentado en una mesa. Habría un letrero con el nombre de la obra: Poeta intentando escribir un poema en una cafetería. Su plan era estar allí, sentado durante horas. Justo antes de que cerrara la exposición, él escribiría. Me contó que quería hacer eso y es lo único que te podría decir sobre un proyecto literario suyo».
Estas entrevistas aparecerían publicadas en el primer libro de Ojeda: Federico Alzubide. Génesis y estructura de «Cuatro páginas en blanco» (Ed. Tractatus, 1990). En 1998, Editorial Dialógica publica una reedición de Artefactos Literarios, la antología donde, por primera vez, apareciera «Cuatro páginas en blanco»; el tiraje es de quinientos ejemplares y los editores proponen una intervención en las cuatro páginas vacías, invitando a pintores y poetas a rellenar los vacíos del texto de Alzubide con dibujos y poemas escritos a mano. Según la editorial, se trataba de un intento por revivir el concepto de «aura» enunciado por Walter Benjamin:
Mientras la obra de arte sea única, es decir, no sea reproducible técnicamente hasta tal grado que deje de ser importante si es el original o si es la copia, se le podrá ubicar dentro del contexto de la tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o dicho con otro término: su aura1.
Editorial Dialógica publicó en la nota de prensa: «Al momento de intervenir las cuatro páginas de Alzubide con un elemento único e irrepetible (el trazo de un artista, el poema escrito a mano de un poeta), se logra el efecto de dotar a cada uno de los quinientos libros de la edición de un ‘aura’ que no podrían tener si fueran meros objetos reproducidos en una imprenta. Cada uno de los libros está numerado y, cuando uno los compra, está adquiriendo algo lleno de unicidad, algo vivo».
No se volvió a saber de un escrito nuevo de Alzubide hasta sesenta años más tarde de la primera publicación de «Cuatro páginas en blanco», cuando aparece el cuento «Eureka» en la antología Escritos perdidos en los bosques literarios (Ed. Klaxon, 1987). Allí se narra la historia del discípulo de un monje budista que le pide a su maestro que le entregue un libro útil para encontrar la iluminación. El maestro le entrega una hoja en blanco. Le dice que la pegue en la pared de su cuarto y que solo cuando termine de leerla, regrese. El discípulo cumple con la instrucción, buscando cada día el significado de la prueba. Regresa con el maestro y le dice que en la página en blanco podía leer sus propios pensamientos. El monje le entrega entonces tres hojas en blanco más, diciéndole que las pegue al lado de la primera hoja y las lea con detenimiento antes de volver con él. Pasa una semana, el discípulo regresa con su maestro. Le dice: «En la segunda hoja leí pensamientos de mi pasado, cuando era niño y competía con mis amigos en unas carreras que empezaban en el templo Saikin-ji, ubicado cerca del lago Biwa. En la tercera hoja leí pensamientos del presente, en los que estoy hambriento de iluminación y busco llegar al satori a través de largas meditaciones. Finalmente, en la cuarta hoja pude leer pensamientos sobre mi futuro, donde ya soy un maestro iluminado y tengo a varios discípulos escuchando mis consejos con atención». El maestro replica: «Si toda tu vida está en esas hojas, muéstrame cómo sería la existencia sin ellas». Entonces, el discípulo regresa a su cuarto, rompe las cuatro hojas y consigue la iluminación.
Los editores de Klaxon, cuando se les consultó sobre cómo llego dicho relato a sus manos, respondieron que semanas después de hacer la convocatoria para su antología vía Internet, les llegó un sobre con el remitente de Federico Alzubide y estampillas de la Guyana Francesa. Junto con el cuento venía una foto reciente de Alzubide —canoso y con bastón— en la que observa el mar desde un muelle.
1 Benjamin, Walter. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Madrid: Taurus Ediciones, 1973
El viaje
Soy Héctor, el sobrino de Federico Alzubide. Acabo de regresar de un viaje a Guadalajara. Allí estuve con Beatriz, la esposa de mi tío. En el lago de Chapala vertimos las cenizas del autor de las cuatro páginas en blanco, tal como era su primer deseo. El segundo deseo era que yo recibiera los mil microcuentos escritos a lo largo de su vida. Estaban reunidos en una caja de disquetes etiquetada con el título «Clarividencias». Una de las instrucciones de mi tío fue que el libro no se publicara con su nombre, sino con el de otro. También, que no publicara todos, quizá unos cien para empezar y, después, los que yo quisiera (al parecer mi tío era consciente del costo de publicar un libro con mil páginas de microcuentos). El tercer deseo era que invite a sus familiares y amigos a una reunión donde yo abriría, en frente de todos, un sobre cerrado con la inscripción «Cuarto deseo».
Mientras escribo estas palabras, veo por la ventana del avión el inmenso lago de Chapala. En el proyector están pasando una película a la cual no presto atención, no sé si es una comedia o un drama. El protagonista escribe una carta, en un avión, igual que yo. Quizá escribe una carta sobre un tío que le dejó en herencia un disquete con cuentos. Me da la impresión de que