La mansión de Araucaíma y Cuadernos del palacio negro. Alvaro Mutis
Vendía el pan del desayuno y la mitad del atole y con esto comenzaba a reunir la suma necesaria para proveerse de droga. Todas las malicias de la picaresca, todos los vericuetos de la astucia, todas las mañas en un esfuerzo gigantesco para lograr esa suma. Sin embargo, nunca le faltó «su mota y su tecata», que son los nombres que en Lecumberri se les da a la marihuana y a la heroína.
Ultimamente había logrado la productiva amistad de un afeminado «cacarizo» —como se llama a los presos que gozan de especiales prerrogativas a cambio de trabajos en las oficinas del penal— que le pagaba suntuosamente sus favores. En una riña causada por los celos de su protector, le habían dado esta mañana una certera puñalada en el corazón, en plena fila y mientras pasaban lista en la crujía. Se fue escurriendo ante los guardias que miraban asombrados el surtidor de sangre que le salía del pecho con intensidad que decrecía desmayadamente a medida que la vida se le escapaba en sombras que cruzaban su rostro de mártir cristiano.
Ahora, allí tendido, me recordó un legionario del Greco. La dignidad de su pálido cadáver color marfil antiguo y la mueca sensual de su boca, resumían con severa hermosura la milenaria «condición humana».
Al tobillo le habían amarrado una etiqueta, como esas que ponen a los bolsos y carteras de mano de los viajeros de avión, en la cual estaba escrito a máquina: «Antonio Carvajal, o Pedro Moreno, o Manuel Cárdenas, alias: “Palitos”. Edad 22 años». Y debajo, en letras rojas subrayadas: «Libre por defunción».
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