La boca del baúl. Christian Ponce Arancibia
soy! No le dije mi nombre y me porté como un galán desesperado”. Temió haberle desagradado. Deambuló por las calles para tranquilizarse, mientras esperaba que llegara la noche para volver donde Beatriz. Percibió que el tiempo se tejía en su mente como la tela construida por una araña, anhelante de atrapar pronto a su presa.
Muy entrada la noche, sus pasos se dirigieron presurosos hacia la casa, ansioso por tenerla cerca. Los pies golpeaban el suelo, el eco retumbaba en su cabeza. Las sombras de los postes crecían y luego se alejaban a medida que avanzaba, los árboles creaban sombras confusas.
Se detuvo ante el jardín vecino a su destino. Todo era silencio y soledad.
Se encendió una luz afuera de la casa de Beatriz y él se ocultó tras unos matorrales. Al verla salir, se asomó para ir a su encuentro.
―¡Usted! ¿Qué hace? ―Lucía asustada―. ¿Por qué viene a esconderse aquí? ¿Qué pretende? ¿Atacarme? ¿Asaltarme?
―¡No, por favor! Solo quiero hablar con usted…
―Pero ¿cómo se le ocurre venir a estas horas?
Lo invadió un dolor, angustia… un sentimiento que no podía explicarse.
Entonces, un aullido cortó el silencio. Un sudor helado, recorrió su espalda. No alcanzó a retroceder y se vio enfrentado a la enorme bestia que, de un salto, se le fue encima mostrando su fuerte quijada abierta, con largos y afilados colmillos. De repente, se sumaron dos hocicos que ayudaron a desgarrar su carne. Sintió pánico, olía a miedo.
Se desató un infierno entre mandíbulas. Pensó que desgarrarían sus carnes, por ahora eran solo las ropas; una intentaba morder su cuello, él lo evitaba dando manotazos. Era una bestia entre las bestias, las garras se cruzaban produciendo profundos rasguños. Había sudor y sangre.
Beatriz, impactada ante lo que sucedía, comenzó a gritar:
―¡Ya, perros, basta! ¡Socorro! ¡Y usted, váyase! ¡Váyase y no vuelva a acercarse!
Él se desprendió de un hocico y vio que otro se precipitaba sobre ella. Para evitar que la alcanzara, le dio un fuerte empujón.
Una luz se encendió en la casa vecina y alguien abrió una ventana. Era el dueño de los perros. Ante su voz de mando, detuvieron el ataque.
Jadeante, sentado en el suelo, alzó la vista y vio pasar una luz ovalada, amarillo anaranjado, de noreste a suroeste, luego otra con las mismas características.
Escuchó una voz:
―Tranquilízate, todo saldrá bien. Muchas gracias por salvarme.
Ante él se abrieron dos alas de plumaje blanco radiante, lo acariciaron, y una voz dulcificó el ambiente.
Se movió y cruzó una pared, dio dos pasos hacia un espacio como purgatorio. Cayó lento, sin tiempo, con movimientos en espiral. La armónica voz volvía y se alejaba, acompañada por el sonido de las olas del mar…
Pasaron días, semanas, tres meses desde el inesperado encuentro con el poste. Nada sabía de Beatriz. Fue hasta su casa y preguntó por ella a un niño.
―Se fue hace mucho rato.
―¿Y el vecino?
―También.
―¿Y los perros?
―Se los llevó.
Corría una suave brisa. Se sintió solo. Percibió que Beatriz era su soledad.
―Soy Dante. ―Suspiró al viento―. Quería amor desde tu belleza.
Observó, una vez más, la casa vacía. En el medidor de agua había una carta, cubierta por la rama de una planta. Giró, sin percatarse de que el sobre decía: “Para Dante”.
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