Feria. Ana Iris Simón

Feria - Ana Iris Simón


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      © Círculo de Tiza

      © Del texto: Ana Iris Simón

      © De la fotografía: Domingo Pueblas

      © De la ilustración: Carolina Petri Simón

      Prólogo: Pablo Und Destruktion

      Primera edición: octubre 2020

      Diseño de cubierta: Miguel Sánchez Lindo

      Maquetación: María Torre Sarmiento

      Corrección: María Campos Galindo

      Impreso en España por Kadmos, S.C.L.

      ISBN: 978-84-122267-2-0

      E-ISBN: 978-84-122267-3-7

      Depósito legal: M-25.986-2020

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa por escrito de la sociedad.

      A Mari Cruz, a María Solo y a todo lo que engendraron

      Mientras quede un olivo en el olivar. Y una vela latina en el mar.

      El último de la fila, «Mar Antiguo»

      Y hay un niño que pierden / todos los poetas / Y una caja de música / sobre la brisa. Federico García Lorca, «Poema de la feria»

      ¡Feriante tenía que ser!

      Conocí a Ana Iris gracias al Wifi Divino, aka Divina Providencia, que a su vez me puso en contacto con varios de sus amigos y con su vida, obra y milagros. El Wifi Divino (en adelante WD) suele llevarte a descampados, a cuartas plantas de hospitales, a la antigua casa de tus abuelos, a tu novia, a tu niñez. O a un puesto de feriantes en algún lugar de La Mancha. He aquí la cuestión. Esos hilitos invisibles que tejen las relaciones afectivas son lo más guapo que parió madre, te acercan a unas personas, te alejan de otras y, en mágicas ocasiones, te alejan y te acercan al mismo tiempo, como un tiovivo furibundo. No sé a ustedes, pero a mí eso me chifla.

      Este libro que tienen entre sus manos habla de estas cuestiones y lo hace con la claridad y firmeza de un infante o de una entidad natural: «familia, municipio y sindicato». Siguiendo los hilitos de oro del WD (dije que lo iba a hacer), Ana Iris nos pone delante de nuestras na­­rices a los padres, las madres, las muertes y los nacimientos, grandezas de la existencia que muchas veces perdemos de vista, seducidos por la brujería de turno, un lamparón en nuestra camisa o por la interesantísima programación de interné.

      Pues qué guapo todo, dirán ustedes. Pues sí, les digo yo. Y no por ello ramplón, no se equivoquen. Acercarse de manera desprejuiciada a las personas, asumiendo la grandeza de un camionero, de su casete de Los Chichos y de los melones que lleva en su carga, permite acceder a la síntesis dialéctica, a la alquimia espiritual y al asombroso matrimonio del cielo y el infierno. Y el que no se lo crea, él sabrá. Yo ahí no me meto.

      Ana Iris nos muestra cuáles son las cosas importantes, y cómo por medio de su contemplación uno puede aprender latín, química inorgánica, religiones del mundo y admitir que los hijos de los ateos quieren hacer la comunión y los nietos de los rojos duermen abajo y arriba España. Y que no confunda esto, que ya estamos «mayorinos».

      En este libro hay un respeto devocional por los cu­­rrantes, la justicia y la nobleza manchega equiparable a la baturra, aunque más underground. Lo que no hay es paciencia para con las monsergas y los fariseísmos, más que nada por su inútil empeño en dar la tabarra a las nuevas generaciones para que se comporten. Gracias a Dios, no lo harán. Se quedarán con lo bueno, así reza este libro. Y así rezo yo con él. Se quedarán con el amor. El amor a un hermano, a una amiga, al PCE, a un feto me­­tido en un bote, a un oficio, a un país y a todo lo que se ponga por delante.

      La delicada mirada desde la que se narran los distintos acontecimientos de este libro demuestra que la autora ha adquirido uno de los grandes premios más deseables para cualquier persona, y cuasi exigible para un desbrozador de mitos: la capacidad de bendecir.

      ¡Qué alegría, qué alboroto; feriante tenía que ser!

      Pablo Und Destruktion

      Septiembre de 2020

El fin de la excepcionalidad

      Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad

      Me da envidia la vida que tenían mis padres a mi edad. Cuando lo digo en alto siempre hay quien pone cara de extrañeza y me responde cosas como que a mi edad mis padres habían viajado la mitad que yo o que a ellos envidia ninguna, que tienen que hacer muchas cosas «antes de asentarse». Que ahora somos más libres y que nuestros padres no pudieron estudiar dos carreras y un máster en inglés ni se pegaron un año comiendo Doritos y copulando desordenadamente en Bruselas gracias a eso que llaman Erasmus y que no es sino una estrategia de unión dinástica del siglo XXI, una subvención para que las clases medias europeas se crucen entre ellas y pillen ETS europeas y celebren que eso era Europa y eso era la europeidad y que para eso hemos quedado los nietos de Homero y Platón.

      El caso es que con mi edad mis padres tenían una cría de siete años y un adosado en Ontígola, provincia de Toledo. La Ana Mari acababa de dejar de fumar y con el dinero que se ahorró en tabaco se compró la Thermomix y eso a mí me da envidia, y cuando lo digo la gente piensa con frecuencia que soy gilipollas y en respuesta lo que pienso yo es «tienes treinta y dos, cobras mil euros al mes, compartes piso y las muchas cosas que tienes que hacer “antes de asentarte” son ahorrar durante un año para irte a Tailandia diez días aunque en la vida te hayas interesado por qué pasa o qué hay en Tailandia, comerte una pastilla y hacerle arrumacos a tus colegas en festivales en los que no conoces ni a medio cartel pero tienes que fingir que sí y creer que las series que eliges ver y los libros de Blackie que eliges leer forman parte de tu identidad como individuo». Esto no lo digo, claro, esto me lo callo.

      Lo que sí digo es que nuestros padres parecían mayores de lo que eran en las fotos y mayores que nosotros a su edad. Hay mucho treintañero convencido de que es lícito llevar gorra en interior, de que es lícito, incluso, llevar gorra con treinta, poniéndome ya rigorista. También digo que seguramente nuestros padres se casaron y tuvieron hijos y se metieron en hipotecas por eso que se ha convenido en llamar «imperativo social», porque «era lo que había que hacer», pero que creer que sobre nuestras cabezas no sobrevuelan otros imperativos igual es la mayor prueba de que lo hacen y de que quizá nos hemos creído lo de la libre elección y lo del progreso y lo de la democracia liberal como única arcadia posible. Y menuda arcadia.

      Nos lo llevan diciendo diez años y nos negamos a creerlo. Somos la primera generación que vive peor que sus padres, somos los que se comieron 2008 saliendo de o entrando a la universidad o al grado o al instituto y lo del coronavirus cuando empezábamos a plantearnos que igual en unos años podríamos incluso alquilar un piso para nosotros solos.

      Nuestros imperativos existen y son materiales y a menudo hablo con mi amiga Cynthia de que para mí o para ella o para nuestra amiga Tamara era sencillo lo del ascensor social, era fácil superar el estilo de vida de nuestros padres carteros y camareros y


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