Feria. Ana Iris Simón

Feria - Ana Iris Simón


Скачать книгу
y envasado en plásticos, no como en el mercado de Ocaña, que te daban los filetes envueltos en un papel antigrasa grisáceo en el que se leía «Gracias por su visita, vuelva usted pronto» y yo pensaba que ojalá no le hiciéramos caso, que ojalá no volviéramos pronto o que al menos el mercado de Ocaña dejara de oler a animal muerto y a lejía y a hojas de verdura en el suelo, y que a ver si instalaban ya luces LED como en el Leclerc en lugar de hacer a todo el que llegaba a cada tenderete preguntar «¿el último?».

      Dentro de nada entraría el euro. Ya estábamos ensa­­yando en el colegio con monedas y billetes de cartón y tenía muchas ganas de poder pagar las chucherías en El Duende con euros en lugar de con monedas roñosas de cinco duros que solo servían para ponérselas a la cuerda de la peonza o a los san Pancracios. El mercado de Ocaña y los euros no podían coexistir porque cuando nos los dieran iban a estar relucientes e iban a ser modernos y nosotros íbamos a serlo e íbamos a ser también Europa, pensaba, y lo escribía en mi diario. Los euros eran Leclerc, las pesetas la pollería que seguía envolviendo contramuslos en papel antigrasa color gris.

      A la par que Leclerc, en Aranjuez había abierto tam­­bién un chino enorme adelantado a los tiempos y en lugar de «Todo a 100» había colgado un luminoso en el que ya se leía «Todo a 0,60 y 1 euro». Lo contó Rubén en clase de matemáticas mientras hacíamos como que dábamos cam­­bio para ensayar con los euros de cartón. Yo no lo había visto aún, porque cuando necesitábamos gomas del pelo o un colador o un mortero seguíamos yendo al Abanico o al Don Pimpón Chollo y yo no entendía por qué seguíamos yendo al Abanico o al Don Pimpón Cho­­llo, de la misma manera que no entendía por qué íbamos a veces al mercado de Ocaña y no al Leclerc.

      Recordaba haber oído a mi abuela María Solo queján­­dose de los chinos antes de morirse. No de ellos, sino de sus establecimientos, que empezaban a crecer como setas, pero también la recordaba quejándose de los centros comerciales y del Indiana Bill, que era una piscina de bolas que había en Aranjuez, y de los Pizza Hut, «porque antes el único sitio donde podías comprar juguetes o montarte a los caballitos o comerte una hamburguesa era la feria y ahora mira». «Ahora mira» significaba que las ferias habían dejado de tener sentido porque la vida, el mundo, nuestra propia existencia se había convertido en una.

      A esas quejas nunca le respondí porque nunca habría sido capaz de contradecir a mi abuela María Solo, pero en mi diario escribí que a mí me parecían bien los chinos y los centros comerciales y el Indiana Bill y el Leclerc y el Pizza Hut, y el Burger King que estaban construyendo enfrente del Palacio de Aranjuez también me parecía bien aunque mi padre me decía que no me iba a llevar, que eso eran americanadas.

      También le parecía una americanada el Actimel, que acababa de salir al mercado y que todos mis amigos llevaban de desayuno al recreo mientras yo desenvolvía con vergüenza mi bocata o mis galletas con onzas de chocolate, aunque me estaban muy ricas, y por las tardes le rogaba a mi padre que me comprara Actimeles, que todos los niños lo llevaban, pero nunca había suerte.

      Me decía «mira lo que dice mi dedo» y alzaba el índice y lo movía de un lado a otro y me respondía que, si quería un Actimel, me agitara un yogur, y yo me rebotaba y me subía a mi cuarto y pensaba en que no se enteraba de nada porque no le gustaban ni los euros ni las canciones en inglés ni el Burger King ni los Actimeles y seguía yendo al mercado de Ocaña a por el pollo y le daba igual que oliera a cadáver de animal y que hubiera lámparas matamoscas en el techo. Años más tarde tuve que darle la razón, pero es que a mi padre siempre tengo que darle la razón, aunque sea años más tarde. Estaba siendo testigo del fin de España, del fin de la excepcionalidad. Y no me daba cuenta.

El afuera: mundo

      La boda de la Rebeca

      El 13 de julio de 1997 yo acababa de cumplir seis años y era la boda de la Rebeca, una de las primas de mi madre, hija de mi tita Toñi. Se casaba con el Ratón, un hombre muy menudo, con los ojos muy achinados y que tenía muchos callos en las manos o eso me parecía a mí. Se dedicaba al campo y en algún sitio escuché que el último día de vendimia siempre iba a la viña en traje y pensé entonces que seguro que le quedaba grande y se le hacían arrugas de rodillas para abajo, porque el Ratón era un hombre muy pequeño y no se hacían trajes tan pequeños, así que me lo imaginaba arremangándose todo el rato para cortar los racimos con el tranchete.

      Dos años antes del día de su boda la Rebeca y el Ratón habían tenido a la Coraima, que era la niña más bonita del mundo y que se llamaba así por un personaje de una telenovela que veían mi abuela y la Toñi. La Coraima iba siempre muy repeinada y oliendo mucho a Nenuco y casi nunca lloraba, y cuando me enteré de que la Rebeca y el Ratón se iban a casar me dio mucha envidia que pudiera ir a la boda de sus padres porque una de mis cintas favoritas era la de la boda de los míos. La veía casi tanto como la de El libro de la selva o Anastasia, que me la regalaron mis titas y que a mi padre no le hacía gracia que viera por contrarrevolucionaria.

      En la cinta de la boda salían juntas la familia de mi pa­­dre y la de mi madre y me enfadaba no estar. Me enfa­­daba no poder correr por el banquete mientras alguien me decía que no corriera y me enfadaba no poder mezclar sorbetes de limón con pan y con el kétchup que daban para el filete empanado del menú de niños en los salones de Pelos, que es donde se casaron mis padres y donde se casaba mucha de la gente que se casaba en mi pueblo. Me enfadaba no poder salir en ese vídeo al lado de mis tíos mientras co­­mían gambas o bebían DYC o fumaban, porque cuando se casaron mi padre y la Ana Mari, en el noventa, aún se fumaba en los restaurantes y en las discotecas, en los vagones de tren y en las clases y delante de los niños.

      Me gustaban mucho los efectos de caleidoscopio y los filtros de colores con los que había editado el vídeo el de Pacheco, la tienda de fotos de mi pueblo, y también las hombreras y los encajes del vestido de novia de la Ana Mari. Más de una vez les reproché a mis padres —a mi padre y a la Ana Mari— que no me hubieran esperado, que me hubieran excluido de algo tan importante, a lo que mi padre siempre me respondía que no sabían que yo iba a llegar ni que cuando llegara me iba a apetecer tanto haber ido a su boda.

      Entonces yo le preguntaba que dónde estaba yo en su boda y él me decía que no existía y yo le respondía con otra pregunta, la de dónde estaban los niños antes de existir. Él me decía que en ninguna parte, que no existían, que no eran. Yo aseguraba que eso era imposible porque cuando me quedaba embobada y él me preguntaba que en qué pensaba y yo respondía que «en nada» él me decía que en nada no se podía pensar. Entonces le replicaba que sí, que yo sí podía, y me quedaba unos segundos mirando al in­­finito y le avisaba «ya». «¿En qué has pensado?», me pre­­guntaba entonces. «En blanco». «Si estás pensando en blan­­co, no estás pensando en nada», me respondía.

      Llegado ese momento siempre me enfadaba un poco y me ponía a otra cosa, asumiendo mi derrota y que la nada no existía, pero no dejaba de intentarlo: cada vez que mi padre me preguntaba en qué pensaba y le respondía que en nada, volvía a quedarme unos segundos mirando al infinito y le decía «ya», y él me preguntaba que en qué había pensado y le respondía que en blanco, como espe­­rando que alguna vez me diera la razón y no me dijera que el blanco era el blanco y no la nada.

      El caso es que si la nada no se podía pensar era porque no existía y si no existía, ¿cómo iban a ser nada los niños antes de nacer?, ¿cómo podían no existir, no ser, al menos, blanco? El 13 de julio de 1997, mientras me bañaba en casa de mis abuelos para ir a la boda de la Rebeca, andaba pensando en esto y teniéndole rabia a la Coraima por po­­der ir a la boda de sus padres cuando oí a mi abuela María Solo —se llamaba María, pero como la otra se llamaba Mari Cruz, a esta la llamaba María Solo— gritar «va­­lien­­tes hijos de puta» en el comedor. Acababan de asesinar a Miguel Ángel Blanco.

      Entonces mis abuelos, mis padres y mis titas empezaron a ir de un lado para otro, a entrar y salir del baño dejando la puerta abierta mientras yo les gritaba que cerraran la puerta, los miraba y me miraba los dedos arrugados de las manos preguntándome por qué llamaba mi abuela eso a nadie, que «menuda boca», como me reprochaba cuando cantaba en público «ya llegó el verano, ya llegó la fruta y el que no se agache es un hijo puta», canción que, por cierto, me había


Скачать книгу