Feria. Ana Iris Simón

Feria - Ana Iris Simón


Скачать книгу
y Sergio van delante y yo me quedo atrás con Diego, que se saca un petardo del bolsillo y me dice que si le dejo un mechero. Le respondo que no, que cuando no estén los pequeños, y me cuenta que se ha rapado al uno por abajo y al tres por arriba porque se quiere disfrazar de Shelby el de los Peaky Blinders en carnaval, y cuando le digo que queda mucho para carnaval no me responde y mira para arriba, como dando a entender que eso es irrelevante. Le pregunto qué hace un chico de once años viendo Peaky Blinders y me dice que se la pone su padre y me acuerdo de por qué su padre, el menor de los hermanos del mío, es mi tío favorito.

      Cuando yo tenía la edad de Diego y su padre, que también se llama Diego, aún vivía en casa de mis abuelos e íbamos a vendimiar siempre me pedía volver de las viñas en su Renault Supercinco GTX. A veces lo ponía muy rápido y nos decía —mi primo Pablo, que tiene dos años menos que yo, también se pedía siempre ir en su coche— que era una nave espacial. Los domingos, cuando se iba de cañas, a Diego le daban siempre capote, que es como llama mi abuelo, que tiene un lenguaje propio, a dejar a alguien sin comer, porque en su casa se come a las dos en punto y a quien no esté a esa hora a la mesa se le da capote. Desde que la abuela no está creo que adelanta cada día unos minutos la hora, de hecho. Hoy las gachas nos las hemos comido a la una y algo y cuando le hablaba a la tele nadie le respondía que se callara ya, que si no se daba cuenta de que no le oían, y eso que hoy le ha hablado mucho a la tele porque hemos visto el debate de in­­ves­­tidura.

      Mientras recogía las migas de la mesa, al acabar, se ha puesto a vocear que «menudos tíos gorrinos», que «cuando han hablado ellos nosotros nos hemos callados y hemos respetado, pero es que esa gente no respeta a nadie». Esa gente que no respeta a nadie es la que se sienta en las bancadas de la derecha. Se ha incluido a sí mismo entre los que sí respetan, como si estuviera en el hemiciclo, por­­que, aunque ha tenido muchos disgustos este año, aun­­que se le ha muerto su María y su hijo mayor, mi abuelo Vicente ha tenido una alegría. «En mi vida me habría imaginado ministros comunistas, ministros comu­­nistas otra vez», me dice cuando tira las migas a la basura, y estoy a punto de responderle que el comunismo no es lo que era, pero me callo porque en realidad no me lo está diciendo a mí. Se lo está diciendo a sí mismo.

      Es verdad que hace mucho frío, la Ana Rosa tenía razón. Anda aire y hay niebla y una luz como de fin del mundo, como siempre que está nublado en La Mancha, porque si algo es La Mancha, si por algo vale, es por su cielo, especialmente si está despejado. Los niños de La Mancha cuando dibujan nubes dibujan las nubes que ven, esas blancas y esponjosas, esas que invitan a averiguar si eso es un carro o un dinosaurio o un bidé. Que eso me dijo Carolina que era una nube un día, un bidé, y tenía razón. El resto de niños, los que no son de La Mancha, replican, simplemente, lo que les han dicho que tiene que ser una nube: algo blanco y esponjoso y que invite a ave­­riguar si eso es un carro o un dinosaurio o un bidé.

      Al llegar al silo les hago una foto a los tres con los di­­bujos de Cavolo detrás y la paso al grupo de «Los Si­­mons», en el que hay treinta y tres participantes porque los Simones somos muchos. Carolina tiene cinco años y es la tercera de cinco bisnietos. Sergio tiene siete, es el primo más pequeño y ocupa el puesto número dieciocho. A la vuelta se debe acordar de que me he reído mucho cuando ha mentado a España y rehace la broma de la litera: «Ana Iris, ¿sabes que estoy construyendo un castillo? Y arriba voy a poner a España», me dice, y Carolina le mira con gesto de condescendencia, que es el que pone cuando no entiende nada pero quiere hacer como que sí.

      Se vuelven a adelantar y desde atrás oigo que se han inventado un juego. Están tratando de averiguar si una casa está habitada o no por el polvo que se acumula en las rejas de las ventanas, por lo descascarillada que está la cal de la fachada, por lo descolorido que está el añil del zócalo. «Abandonada», dice Sergio. «No, en esa hay gente, que tiene la persianeja subía», le responde Carolina. Y los pienso en un plano secuencia, desde el silo hasta casa de mi abuelo, bajo ese cielo que pesa, que casi parece que se va a caer y que de hecho se está cayendo porque de la niebla apenas se ve y jugando a la España vacía, esa que dice Sergio que duerme en la misma litera que él.

El adentro: muerte

      Un feto en un bote de cristal

      Tres meses antes de la boda de la Rebeca y de que ETA asesinara a Miguel Ángel Blanco me dibujaba todo el rato con un bebé al lado. No era un muñeco. Nunca tuve un Nenuco ni un Baby Born ni un carrito para pasearlos ni biberones de plástico rosa para alimentarlos. Nunca jugué a las mamás y a los papás ni me imaginé, calculo que hasta los dieciséis, criando a ningún hijo.

      El niño que dibujaba todo el rato conmigo en febrero del 97 era mi hermano. Mi madre estaba embarazada de tres meses y yo presentía, yo sabía que sería un chico. Un niño al que disfrazar, un proyecto de hombrecillo con el que jugar al balón en la puerta de casa mientras mis padres se echaban la siesta y con el que compincharme para abrirle los ojos a la Ana Mari mientras dormía. No podía evitar abrirle los ojos a la Ana Mari cada vez que la veía dormir, como para comprobar que su pupila y su iris seguían ahí. Ella no me regañaba ni me preguntó nunca por qué lo hacía, igual porque sabía que necesitaba comprobar que su pupila y su iris seguían ahí cuando estaba echá la siesta.

      Una tarde que andaba trepando por el módulo de pla­­dur del comedor y evitando ser vista por la Ana Mari, que si me pillaba o intuía pequeñas huellas en las molduras sí que me regañaba por dejarlo todo perdido, mi padre me llamó a la cocina y cuando se asomó no me dijo «como te vea tu madre» por estar trepando por el pladur. En la cocina estaba ella, apoyada en la encimera y con un jersey verde muy suave que había heredado de mi abuela María Solo y que era de angora, siempre lo decía; «el jersey de angora», «este jersey es de angora» y yo primero no sabía qué era la angora pero si lo decía siempre, pensaba, era porque era algo importante y, después, cuando oí por primera vez que era una raza de gatos, sospeché que ese jersey estaba hecho de pelo de gatitos pero nunca me atreví a preguntarlo ni volví a tocar a mi madre cuando se lo ponía.

      Llevaba también una falda negra por encima de las ro­­dillas y unas medias oscuras, y mientras se agachaba para estar a mi altura y mi padre hacía lo mismo pensé que la Ana Mari nunca debería llevar medias porque tenía las piernas más bonitas del mundo. Cuando era verano e íbamos en el Lada de camino a Criptana o me llevaban a la feria de Quintanar o a la de Santa Cruz para dejarme con mis abuelos siempre se las miraba desde el asiento de atrás y pensaba eso: que tenía las piernas más bonitas del mundo y que era mi madre, aunque no la llamara así hasta primero de primaria, cuando me di cuenta de que todo el mundo tenía una madre pero yo tenía una Ana Mari. Tampoco se lo dije nunca, ni lo de las piernas ni que en primero de primaria me había dado cuenta de que llevaba seis años sin madre ni lo del jersey de angora, porque ser niño es guardar secretos. Empezamos a ser adultos cuan­­do pensamos que todo tiene que contarse y que todo me­­rece la pena ser contado.

      Una vez agachada la Ana Mari me cogió de las manos y me di cuenta de que se le habían hecho unos pliegues en las medias, por detrás de las rodillas, y se le habían sa­­lido un poco los zapatos de los talones. Mi padre la cogió a ella de los hombros y me dijo que el hermanito no iba a llegar. Que se había muerto. Aquella tarde, la tarde en la que me anunciaron que solo habría hermanito en mis dibujos me la pasé entera preguntándole a mi padre por qué. Sabía que a la Ana Mari no podía, no debía pre­­gun­­tarle, porque también eso es ser niño: intuir, cuando algo malo pasa, que algo malo pasa. Y saber que entonces uno entra en un estado de excepción en el cual no enten­­der no le da derecho a actuar como si todo fuera normal. No le da derecho, por un tiempo, a seguir siendo un niño.

      Le preguntaba a mi padre porque entendía que los vie­­jos podían morir, de hecho, entendía que incluso los niños podían morir. Sarita, una de mis compañeras de párvulos, había muerto por culpa de la leucemia un año atrás, cuan­­do teníamos cuatro. Pero ¿cómo iba a morir alguien que ni siquiera había nacido? ¿Cómo iba a dejar de existir la nada, que era lo que mi padre me decía que eran los niños antes de nacer? Lo único que entendía aquellos días era que tenía que cuidar a la Ana Mari, porque ade­­más nos estábamos mudando de casa para tener una más grande cuando llegara el bebé que resulta que no iba a llegar, y me pasé las tardes que vinieron


Скачать книгу