Hacia la periferia. Fernando Calonge Reillo

Hacia la periferia - Fernando Calonge Reillo


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la conexión entre el espacio y las identidades, bajo la forma del lugar, ha sido el de la significatividad. Frente a la existencia de un espacio más o menos indiferente e indiferenciado, el lugar es un espacio que se constituye como socialmente significativo y valorado (Tuan, 2001: 6). Los grupos humanos establecen una clara diferenciación entre aquellos espacios lejanos y más o menos irrelevantes, y aquéllos otros más próximos y que son esenciales para su mismo establecimiento como grupo. Este hecho es lo que hace significativo y valioso a un espacio, convirtiéndolo en un lugar.

      Sin embargo, lo que hace a un espacio un auténtico lugar es que esta significatividad y valía son de una calidad tal que instauran un legítimo habitar. El lugar no es sólo un espacio meramente significativo y relevante para un sujeto o grupo social; se convierte además en la sede desde donde se produce el enraizamiento humano y la estructuración del mundo circundante. El lugar es el espacio desde el que se puede encontrar el sentido a la propia existencia dentro de un contexto de relaciones sociales.

      Cuando el lugar adquiere un sentido tan significativo para el ser humano o los grupos sociales, en ocasiones tiende a asociarse con otro término que constituiría su máxima expresión: el hogar. El hogar es el lugar por antonomasia (Cresswell, 2004: 24) en la medida en que desde él se produce el reforzamiento y el despliegue de la humanidad hacia el mundo exterior, desde donde se organizan y estructuran las experiencias humanas sobre el mundo.

      Más allá de la referida significatividad, la experiencia humana básica que fundamenta un lugar es el arraigo. El arraigo (Cresswell, 2004: 22) no es un simple ocupar el espacio, bajo la manera como un objeto puede posicionarse en un eje de coordenadas o en un espacio entendido como receptáculo. El arraigo comporta un fundirse del grupo humano con la tierra, propiamente el echar raíces. Este echar raíces del arraigo se puede comprender en un sentido figurativo, pero también y más propiamente en un sentido literal. En este punto, los seres humanos recuperan toda su hondura y constituyen a su cuerpo como el medio a través del cual comulgan sustancialmente con el lugar. Así, esta peculiar alquimia material que transustancia el cuerpo con el espacio se expresa, por ejemplo, en la forma particular como el cuerpo adapta su postura, el desarrollo de sus músculos y de sus huesos, a las características propias del lugar donde se desenvuelve, sea un navegante en relación con la cubierta oscilante de un barco, o el campesino en relación con una escarpada aldea (Tuan, 2001: 184). Tan íntima es esta vinculación del ser humano con el lugar, que el echar raíces y la forma de dirigirse y relacionarse respecto a la propia morada opera la mayor parte del tiempo bajo el aspecto de una rutina que se ha incorporado y se convierte en inconsciente (Tuan, 2001: 194). El lugar y la forma como el cuerpo se rutinizó en él constituyen así una segunda naturaleza que delimita las posibilidades de acción y comprensión del ser humano.

      Esta afinidad entre los cuerpos e identidades humanas y los lugares habitados descubre una característica radicalmente antropológica: la incompletud y apertura de lo humano en su encuentro con el mundo. El ser del ser humano no está definido y predeterminado de antemano, sino que se completa a través de su inserción por los distintos lugares. De esta forma, el ser humano, al encontrarse incompleto, no alcanza a adquirir seguridad desde sí mismo. Es el lugar particular que le ha ayudado a emerger el que le confiere la definitiva seguridad ontológica que necesita. No en vano, conseguir aquellas raíces es obtener un punto seguro desde donde abrirse al resto del mundo, es encontrar la propia posición y el sentido en el orden de las cosas (Relph, 1976: 38).

      Esta seguridad ontológica que confiere el lugar a la existencia humana, se articula desde un doble movimiento. En primer término, el lugar donde se han echado raíces protege; implica un establecimiento de fronteras y de límites al interior del cual el grupo humano queda al resguardo de un espacio externo desconocido. Pero, al mismo tiempo, esa protección que brinda el lugar no es exclusivamente restrictiva; es habilitante, que abre y que despliega en seguridad el propio desenvolvimiento humano. La seguridad que presta el lugar está cerca a lo libre, que permite la apertura de la esencia de lo humano (Heidegger, 1997: 204).

      Es innegable que si el sujeto y los grupos humanos encuentran su ser en su abrirse al mundo, en el instaurar lugares bajo la estructura del habitar, la más importante actitud que pueden guardar hacia esos lugares es la del cuidado. En otra parte tuve oportunidad de reflexionar sobre cómo los lugares, en la medida en que sustentan el ser humano, intervienen en el establecimiento de una comunidad ética (Calonge Reillo, 2012). Los lugares no son espacios indiferentes y prescindibles, por el hecho de que sus rasgos y características ayudan a completar y a sostener la aparición de las identidades humanas. Esto suscita en los seres humanos toda su atención y su cuidado hacia esos lugares donde se echaron raíces. El cuidado que se sostiene es así más que una llana atención o preocupación; es una verdadera responsabilidad y respeto por el lugar mismo y por lo que sustancialmente representa para los seres humanos (Relph, 1976: 38).

      De este modo, el lugar no es sólo un espacio hacia el que los seres humanos proyectan una serie de valores y de significados, como sostuvimos inicialmente. Bajo esta primera concepción, seres humanos y espacios preexistirían los unos a los otros, a la espera de que se produjera su encuentro significativo hacia la formación de lugar. Al contrario, según hemos visto, el lugar es lo que en sí mismo permite la aparición y la conclusión de lo humano. Por ello, el lugar es el substrato y el trasfondo que posibilita los distintos tipos humanos y sus formas de organizarse el mundo (Malpas, 2004: 33). Puede decirse así que el lugar recolecta las posibilidades del ser humano, permitiendo la aparición de un tipo particular de humanidad y sus respectivos parajes donde arraigar (Heidegger, 1997: 206).

      Si estábamos a la busca de una fórmula que sacara la formación de las identidades de los espacios discursivos, simbólicos o interaccionales y las situara en espacios reales y cualificados, estas aportaciones, reunidas en su mayoría en torno a la geografía humana, son de una incuestionable importancia. Como estudiosos que vamos a la búsqueda de la identidad humana, encontramos, en esta serie de conceptos como el lugar, los arraigos o los cuidados, un suelo muy fecundo y prometedor.

      Ahora bien, en este momento debemos agregar la variable clave que organiza el presente estudio, los fenómenos de la movilidad, y observar qué espacio podrían ocupar en este cuadro sobre la aparición de las identidades enraizadas. Para ello, hay que extender escasamente la discusión sobre la estructura conceptual que organiza el término de lugar. “Dado que el lugar era un esfuerzo por organizar significativamente el mundo, su naturaleza es esencialmente estática. En el instante en que comprendiéramos el mundo como un proceso en constante cambio, seríamos incapaces de desarrollar el más mínimo sentido del lugar” (Tuan, 2001: 179).

      El simple proceso de arraigo implica esta progresiva detención de un grupo humano sobre un espacio para transformarlo en un lugar. Dado que el arraigo está hecho desde una relación profunda y reiterada con las características propias de un lugar, de él se deriva la necesidad de que ese asiento se inmovilice y prometa perdurar más allá del paso del tiempo y de las vicisitudes (Relph, 1976: 31). La pausa se convierte en la condición indispensable para que los seres humanos puedan constituirse desde su enraizamiento en el espacio (Tuan, 2001: 138). Si esto es así, cualquier circunstancia y proceso que suponga una amenaza a esa lenta comunión con la stasis del lugar, implica en sí mismo una provocación al proceso de humanización y es repudiado fuera del mecanismo explicativo propuesto. Las movilidades, que parecen caracterizar de forma tan aguda al mundo presente, serían un fenómeno que quedaría marginado desde el modelo de análisis compuesto desde la geografía humana.

      Al lector no se le escapará que esta descripción de la aparición de las identidades sobre el sustrato del lugar está sospechosamente impregnada de ciertas connotaciones bucólicas y románticas. No en vano, la mayor parte de los ejemplos que se aducen para sostenerla remiten a mundos perdidos, que tampoco sabemos si existieron en realidad: el mundo del navegante, el del labriego, el del campesino; figuras todas ellas en contraposición con las experiencias y los tipos humanos que posibilita la modernidad.

      Desde esta reconstrucción romantizada de lo humano, no faltan críticas a los procesos que inaugura el tiempo moderno y a la forma como amenazan aquel sustrato tan preciado del lugar y su correlato de humanidad. La mercantilización de amplios sectores de la ida humana supone una amenaza para el fenómeno fundacional del lugar (Cresswell, 2004: 58), porque impide


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