La cólera en los tiempos del amor. Hongópolis

La cólera en los tiempos del amor - Hongópolis


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       La cólera en los tiempos del amor

      Primera edición: abril de 2020

      © Natalie Sánchez, «Hongópolis», 2019

      © de las ilustraciones, Natalia Rojas, «Los Naked», 2020

      Tanuki

       www.tanukilibros.com

      Coordinación y diseño editorial: Juan Camilo Orjuela

      Corrección: Daniel Silva Mejía

      Isbn ePub: 978–958–52639–2–5

      Isbn de la edición en papel: 978–958–52639–1–8

      Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares de los derechos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, telepático o electrónico —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de este libro mediante alquiler o préstamos públicos.

      «Sé que hay cosas en la vida

      que un hombre sale ganando cuando las deja perder…

      Entre el cielo y la tierra

      dice un dicho

      que no existe nada oculto y todo se llega a saber».

      —Los embajadores vallenatos,

      El Santo Cachón

      «A feminist is any woman

      who tells the truth about her life».

      —Virginia Woolf

      Agradecimientos

      A mis mujeres. A mi hombre.

      A Chachi, por gonorrea;

      porque desde la felicidad

      solo se escriben

      postales de navidad

      y recetas de cocina.

      Sin sentimiento

Sin sentimiento

      Título alternativo: El cantar de los cantares

      Yo, con 15 primaveras y 180 centímetros, sufría de una virginidad eterna y un alcoholismo precoz. Empecé a beber porque los muchachos de las fiestas de 15 no me sacaban a bailar porque era muy alta. Entonces, me quedaba sola con mi mejor vestido y mi mejor peinado junto con un montón de cócteles de colores y, viendo hasta las abuelitas bailar, me tomaba todos los tragos de la mesa. La pasaba mejor que todo el mundo porque, aunque se formaban parejitas muy «You make me go all Green Day», por ser preadolescentes no pasaban de miraditas y sonrojos.

      Y nadie,

      N–A–D–I–E,

      vive de miraditas y sonrojos.

      Por eso, mientras fui sardina, ni me dedicaron November rain, ni me besaron. Los hombres no estaban en el panorama, yo estaba muy ocupada tomando como uno.

      Con 16 años, cuando estuve en edad de merecer y merecí, me dediqué con mi primer novio al besuqueo que, una vez descubierto, era lo único a lo que nos queríamos dedicar. ¡Oh, dulce besuqueo del bueno! Una de esas eternas sesiones fue en mi casa: Jorge y yo abrazados, acaramelados, sobre mi colcha de ositos, en mi cama de tamaño sencillo, ignorando la película de zombis que habíamos puesto por tercera vez; completamente vestidos, pero cachete con cachete, pechito con pechito, ombligo con ombligo y la cara roja.

      Cantar de los cantares. Mientras tanto, todos los peluches del cuarto nos observan en silencio, pero gratamente sorprendidos, Toy Story XXX. De la nada, entra mi abuela con una escoba en mano gritando «¡sueltealaniñacarajoooo!» y el primer amor sale huyendo despavorido por cuenta de mi dignidad. Jorge, de piel blanquísima, babas tiernas con sabor a manzana verde; Jorge, que me dio mi primer beso, salió de mi casa sin despedirse con sus manos rellenitas. Jorge, la última vez que me comuniqué contigo fue cuando terminaste nuestro romance vía Messenger argumentando incompatibilidad de caracteres (con mi abuela, claro). Después me enteraría de que empezaste a salir con la novia de tu mejor amigo, que la convertirías en tu novia eterna, que ella tiene ojeras y que tú vendes Herbalife. Gracias, Facebook; esa información no me hace sentir mejor, pero tampoco peor.

      Me decepcioné porque de Jorge, además de lecciones en sobeteo adolescente y en besos, esperaba instrucciones en anatomía (en la suya y en la mía). Me explico: tenía 12 la primera vez que intenté utilizar un tampón y a los 17 seguía sin saber utilizar uno. Usé pañal (así se siente una toalla higiénica de un tamaño medio a grande) como un millón de años porque, aunque lo intenté todo, nunca atiné a meterme un tampón. Primero traté con lo más lógico, leer y seguir las nada claras instrucciones de la caja:

      «Suba la pierna e inserte».

      ¡YO NECESITO ALGO MÁS QUE ESO! Querida gente que vive de hacer instructivos para cajas de tampones: no me los veo, pero al tocar, creo que hay como siete huecos. •••••••

      ¿Cómo así que «suba una pierna al inodoro»? ¿Qué tal que se caiga la tapa o me caiga yo? ¿O que se caiga la tapa encima de mi pierna y que tengan que venir los bomberos y que tengan que verme con los pantalones abajo y, peor, que tengan que verme con el tampón ¡EN LA MANO!? El dibujo de atrás de la caja, en el que hay un humano cortado a la mitad, tampoco ayudó, porque lo vi y pensé: «yo no tengo eso».

      La segunda vez que intenté instalarme un tampón cometí el error de utilizar uno sin aplicador en un viaje que incluía piscina. Con maña traté de metérmelo y… técnicamente me lo metí, pero quedé caminando como un Tiranosaurio rex. Al salir del baño pensaba que toda la gente que me miraba sabía que tenía un tampón muy mal acomodado. Cuando me zambullí me di cuenta de que estaba muy, muy, muy, muy mal puesto y empecé a flotar.

      Me salí.

      Después de probar todas las marcas; de subir la pierna a todas las alturas posibles; de acuclillarme; de tratar con un espejo; de arrodillarme; de ver videos, ilustraciones y audiolibros, decidí que era hora de probar con un «aplicador» de verdad. Y así comienza la romántica historia que les contaré a mis nietos de por qué tuve sexo por primera vez en mi vida: para saber con seguridad por dónde coños se metía el tampón1.

      A los 18 descubrí a Cristoph, un compañero de clase que me invitó a una fiesta en su casa. De fiesta en fiesta, un día llegué en una ocasión en la que no había invitados, pero sí una inundación; sacamos el agua a baldados, descalzos y, en una inverosímil escena de película romántica, pasamos a su habitación sin ninguna excusa más que, citando a Ricky Martín, «secarnos lo mojao».

      Nos desvestimos.

      Nos tocamos.

      Y al momento de la verdad, cuando todo era perfecto (él era terriblemente bello, yo estaba muy emocionada; éramos jóvenes y flexibles), le dije así, de rapidez: —soyvirgen— (por aquello de que no pensara que me había asesinado cuando empezara la sangre).

      Le estiro la trompa para seguir besándolo y él me aparta agarrándome los hombros, y la pantera se convierte en Hello Kitty.

      —¿En serio?

      —Ajá —le


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