La cólera en los tiempos del amor. Hongópolis

La cólera en los tiempos del amor - Hongópolis


Скачать книгу
y me da un beso… en la frente. Se queda mirando al vacío y me envuelve con una sábana, nos sentamos al borde de la cama y me acaricia la cabeza como quien acaricia un perrito chiquito.

      (Él, en un ataque de ternura)

      —No sabía.

      (Yo, poniendo cara de alguien a quien no quieres adoptar)

      —Tranquilo que yo sí sabía. Ehh… ¿en qué íbamos?

      (Él, ya con las bujías2 del motor apagadas).

      —No podemos.

      (Yo, estirando la boca de nuevo)

      —Yo sí puedo.

      (Él, condescendiente)

      —No puedo hacerte esto. Es decir, es que no vamos a ser novios, yo me quedo muy poco tiempo.

      Christoph es alemán. Yo no sabía alemán para ese entonces, pero hay palabra muy larga para decir: quiero-estrenarme-contigo-y-en-serio-lo-juro-de-verdad-no-me-importa-que-sea-mi-primera-vez-y-aunque-no-seamos-novios-o-prometidos-o-esposos-me-parece-bien-porque-eres-guapísimo-y-a-decir-verdad-te-quiero-para-no-seguir-usando-toallas-higiénicas-porque-hacensudar-y-se-ven-a-través-del-pantalón-y-suenan-cuando-camino3.

      Esa misma noche Christoph me llevó hasta mi casa y, si no es porque no lo dejo, sube a decirle a mi mamá que mi celofán estaba intacto. Un tiempo después me dijo que, si íbamos a hacerlo sin ser novios, por lo menos quería sacarme apropiadamente en una cita. La salida es a un bar de su escogencia, «Tumbao», un sitio encaletado sin letreros por fuera al que se entra diciendo una palabra clave. Voy con él de la mano, nos veo en los espejos que recubren todas las paredes del lugar. Aunque no es rubio, todo el mundo sabe que es extranjero gracias a su camisa licrada de cuello de tortuga y sus ojos rabiosamente azules que lo delatan. Todo fue idea suya, fue muy enfático pidiendo que fuéramos a un bar de salsa.

      —Bailo tres veces a la semana —me dice meneando los hombros.

      En la pista, abre un brazo hacia el lado, me mira dramáticamente, abre el otro, baja la barbilla al pecho y cierra los ojos. Hace un solo de danza contemporánea con una clara (y fallida) intención de tropicalidad; no me toca durante el intro de la canción. Me rodea haciendo su bailoteo y yo, atónica con este performance, veo por encima del hombro al resto de la gente del bar a ver si estoy alucinando. Pero todas las mesas comparten mi sorpresa (risa). Concentrado en hacer su convulsivo movimiento de lombriz saltando en aceite caliente, justo cuando pienso que ya nada puede empeorar el show, me incluye. Pone mi mano izquierda en su nuca y me agarra de la muñeca derecha para que yo pase lentamente la mano abierta sobre su pectoral.

      Varias veces.

      Lentamente.

      Cuando por fin nos sentamos, pregunto:

      —¿Qué significa que bailas tres veces a la semana? —Probablemente lo hace en un salón de baile viéndose al espejo con un leotardo brillante, batiendo unas maracas imaginarias, moviendo la cadera, mordiéndose el labio inferior, haciendo lo que cree que es un paso de Shakira.

      —En una academia —dice con orgullo, interpretando como admiración las insistentes miradas de todos los presentes.

      Con todas las canciones pasa el mismo desastre, pero en diferentes versiones. A pesar de mis indicaciones de que la coja suave, que intente dar menos vueltas y, sobretodo, que deje de hacer una venia al final de cada canción, me mira mal por intentar darle consejos a un profesional. Inicio entonces la «Operación Tapa Roja», porque si no puedo convencerlo, al menos puedo marearlo. El tipo aguanta como un Panzer4.

      En la quinta canción que bailamos me pisa y le digo mirando hacia abajo:

      —No sé qué estás haciendo con los pies.

      —Fácil, solo haz un hexágono.

      Si este tipo hace hexágonos bailando, no sé qué hará tirando.

      Fin de la fiesta.

      Mejor me quedo virgen y uso toallas para siempre.

       Verzeihung, baby, your hips do lie5.

      Fin de las citas por un largo rato.

      Eventualmente llegué a conocer el sexo adulto. Lo de la pérdida de la virginidad fue de cero alboroto. Cuando lo hice salió sangre. Al susodicho le dije que me había llegado la regla. ¡Vaya casualidad! Yo nunca le conté y él no pagó dote, todos contentos. Nuestras primeras faenas fueron un fracaso, pero al menos pude ponerme un tampón bien puesto, justo lo que quería. Mauricio (el susodicho) estaba estudiando en un país a 14 horas en avión de distancia. Venía de visita tres veces al año y nos veíamos para jugar a hacernos el desayuno, ponernos apodos en diminutivo a las partes del cuerpo y a unirnos los lunares de la espalda con dibujos imaginarios.

      Cuando estaba lejos, de tanto en tanto, nos poníamos cita en Skype para preguntamos cómo nos había ido y vernos sin camisa. Calculábamos la diferencia horaria para desearnos buenas noches. Nos mandábamos notas de voz, fotos de animales tiernos, saludos a nuestras familias y regalos por correo en cumpleaños y Navidad.

      Peleábamos, nos contentábamos, peleábamos. En la práctica, una relación; en la teoría no la llamábamos así porque él creía que aplicaba más el término «amigos».

       Siempre quise decirle y no le dije que yo no trato así a mis amigos6

      Yo por un amigo no estaría un viernes en la noche sobre mi cama, con ropa nueva con la que no voy a salir a ningún lado, porque no quiero salir con nadie que no sea Mauricio. En ese instante él está en Ibiza mientras yo escucho lo que por a WhatsApp me mandó: entre interferencias y ruidos, clama tener una mala conexión a Internet, así que los (pocos) mensajes que recibo son su voz tapada por un murmullo que se compone de exactamente los siguientes sonidos:

      1 Un beat de electrónica.

      2 Una masa de idiomas.

      3 El susurro que produce la fricción entre tangas y nalgas de una caterva de universitarias en bikini; europeas borrachas que disfrutan la disolución en tequila de sus modales, mientras bailan demasiado cerca de quien yo llamo «lo mío» (este es el que escucho con más nitidez).

      Sin darme cuenta, termino de narices revisando en Facebook las sujetas que puede que estén con mi (¿?) consorte. Es decir, es un mal polvo, pero ¡ey, es MI mal polvo! La primera es una chica que se llama Nele, una rubia con cara de comercial (de perfumes, no de fajas).

      Coño.

      Bajo y reviso. Veo sus fotos y me arrepiento en el acto; tiene pinta de ser la única ucraniana del mundo y de las galaxias cercanas que sabe bailar reguetón. Sigo mirando y lo siguiente es un beso fiestero entre Nele y otra mona sacada de una película porno. Cada foto tiene al menos 300 likes.

      En contra de todo mi sentido común7 y mi instinto de autoconservación, hago scroll hacia abajo con la esperanza que esta sea la única tipa guapa y sigo husmeando; sus amigos son en su mayoría ingenieros con cara de nunca haber estrenado la herramienta8. Pero pronto llego a Tara: una pelirroja con pantalones de invierno y sin calzones (sé que no los tiene porque se VE que no los tiene) y ¡oh, sorpresa!, es adicta al Crossfit.

      Respiro (trato). Tal vez de su lista de amigas sean solo dos las que están buenas (me miento). La siguiente es la señorita Gabovich, de labios furiosamente rojos y una hectárea de escote tallado en un mármol prístino. Como si no fuera suficiente su europeidad del Este toda derramada, es también investigadora en un instituto de física atómica.

      Sigo bajando (porque ajá, porque ya untada la mano untado el brazo); la siguiente es una tal Olga, una gafufita en camisa transparente y con un doctorado en ingeniería química.

      Claro, ¿para qué le sirve llamarse novio de esto tan mal acomodo cuando tiene ese buffet all you can eat al alcance de la mano?

      Pasé un buen tiempo con él descubriendo lo que no me gusta. Entre


Скачать книгу