Nosotras presas políticas. Группа авторов
“La radio del 42”
“KATY” CATALINA PALMA
Los conciertos tomaban diferentes matices: a veces cantábamos a viva voz canciones aprendidas en innumerables peñas; es increíble la cantidad que sabíamos de la guerra civil española, de la revolución rusa o La Internacional. Alguien empezaba “¡Cuándo querrá el Dios del cielo que la tortilla se vuelva, que los pobres coman pan y los ricos mierda, mierda!”, para seguir con “¡Agrupémonos toooodos en la lucha finaaal por la internacional!”. Otras contestaban:
“¡Perón, Perooooón, qué grande sos, mi general cuánto valeeeés…!” Minutos después se armaba un “duelo” que a veces resultaba divertido y otras provocaba ceños fruncidos de enojo por el fastidio que causaban las manifestaciones de las variadas expresiones políticas, por la existencia del sectarismo y el gran apasionamiento con que vivíamos cada una de nuestras experiencias.
Pero “la sangre no llegaba al río”, ya que cuando Hilda, de San Justo, entonaba el tango “Los mareados”, o arrancaba con “Dicen que la distancia es el olvido, pero yo no concibo esa razón…”, o Liliana y Marilú deleitaban con “Mediterráneo”, “Tu nombre me sabe a hierba”, o “Llévame camino de mi pueblo, donde no me sienta forastero, donde trae el viento aromas del cerro donde yo encontrara tu pañuelo…”, hacíamos silencio para disfrutar el concierto de bellas voces.
Stella, que estaba en Olmos y había hecho entrar una guitarra, compuso una canción que luego se convertiría en uno de nuestros himnos, el que nos acompañó todo el tiempo que estuvimos en la cárcel y que se fue trasmitiendo de unas a otras, y que era para nosotras un símbolo especial a la hora de darnos ánimos y fuerzas.
En tus ojos compañera
hay un profundo dolor
y hasta el silencio en tus labios
murmura revolución.
Esta guerra que vivimos
no logrará derrotar
ansias de lucha y justicia
que ellos quieren acallar.
Vamos juntas compañera
por el camino mejor
donde el obrero ha dejado
su semilla de sudor.
Vamos juntas compañera
que no tardará en llegar
nuestro día, nuestra hora
en que todo ha de cambiar.
Y por cada compañera
con tu fusil y mi mano
la justicia de los pobres
vengará a nuestros hermanos.
Mi compañera sin nombre,
compartamos nuestro pan,
nuestra risa, nuestro llanto,
mañana la libertad.
En Devoto también tuvimos, por un tiempo, una guitarra. La Rusa ensayaba unos acordes de un refrescante valsecito que cuando empezaban a sonar nos producían una sensación agradable de paz. Lo mismo sucedía cuando Catalina y Helly, las chilenitas, acercaban su “Dicen que era como un rayo cuando galopaba sobre su corcel, y que al paso del jinete todos le decían su nombre Manuel…” Yeya cantaba hacia la ventana una tonada y los muchachos, desde las suyas, le hacían el coro. Las canciones eran una de las pocas formas de comunicación con ellos. A veces se escuchaba la voz de Sopeto –a pedido del público masculino– con su “De piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera, la mujer que a miiií me quiera me ha de quererrrrrrr en de veras, ahhhhh…” Aunque era desentonado lo escuchábamos atentamente y entre risas. La cercanía de sus voces nos provocaba una cálida ternura. A la tardecita, Hilda llegaba por la ventana con ciertas “saudades” y se armaba un clima de añoranzas y melancolía, que a veces se rompía con alguna broma de ellos, como la que solía hacer Martín, que sacaba los pantalones por la ventana invitando a bailar a su compañera. Así terminaba el día, sabiendo que ellos estaban ahí, aunque sólo veíamos sus manos, esas manos que utilizaban para comunicarse con nosotras.
A las 6 de la mañana, bien tempranito, cuando las celadoras en general dormían, hablábamos con ellos por señas. Era bastante complicado, ese lenguaje, pero aun así nos entendíamos un “estoy bien”, “vino Marianito”, “estamos pasando hambre”, “¿cómo están ustedes?”. Carlota hablaba con Clavelito, Pety con Jorge, Ana Inés, Hilda y Liliana, con sus maridos. Gracielita hablaba con el Tati. Había una pareja, ella chilena, él inglés, que se comunicaban sólo en inglés y con el lenguaje de los sordomudos.
“Para mayo del 75 yo estaba detenida en Devoto. Conservé durante años (hasta alguna requisa) la única carta que recibí de mi esposo, mi amado compañero, que me contaba que había ido al cine a ver Pasaron la grullas (una película que trataba sobre la separación de una pareja durante la guerra). Decía que había llorado mucho y terminaba con palabras de ternura y esperanza. Pocos meses después su familia, que me visitaba con frecuencia, me avisó que había sido detenido, pero que no lo encontraban. Si bien ya había algunos desaparecidos, todavía no estaba clara esa modalidad; temíamos que lo tuvieran secuestrado en Coordinación Federal, torturándolo durante varios días, y luego lo asesinaran.
Recuerdo esos días intensos, de tenerlo presente a cada instante, conversar tanto con las compañeras y escribir para él una larga carta que, por suerte, le pude hacer llegar días después. Yo ya sabía que había aparecido cuando tuvimos nuestro primer encuentro en Tribunales, a donde nos llevaron juntos a declarar. Recuerdo mi emoción cuando escuché que en la oficina contigua silbaba, para mí, una canción revolucionaria. Después pudimos vernos y abrazarnos por unos instantes…
Ya en el Penal, corría septiembre del 75 y el régimen iba endureciéndose día a día. Alcanzamos a compartir dos visitas de contacto. Luego estuvimos cerca por varios meses, en Celulares, mientras nosotras vivíamos en Planta 6. Compartíamos peñas y hablábamos con las manos a través de las altas ventanas, trepadas como podíamos.
Me recuerdo ensayando poemas de Benedetti para recitar por la ventana, dedicados a él; lo recuerdo recitando también y gritándome “Peti, te amo”. A pesar de las restricciones continuamos comunicándonos. A la distancia reconocía sus manos nudosas, sus frases breves. Ya era tiempo de comunicarnos con campana –los guardias en la pasarela, las celadoras, vigilancia y prohibiciones– y ese pedazo de cielo azul o plomo entre nosotros y la vista aguzada para entender cada movimiento-palabra.
Después… trasladaron a los compañeros. El mío fue a La Plata. Vino el golpe y años de escasas noticias, alguna frase disfrazada en una carta de su mamá o de su hermano, hasta que años después volvió a Devoto. Eran los tiempos más duros, yo estaba en Celulares, Planta 5, y él en otra Planta, en el piso más alto, lejos. Nos veíamos la silueta en la ventana. Él hacía gimnasia, recortado en la luz, yo lo miraba y me parecía tan hermoso… Era un revuelo, en mi celda, más lo que imaginaba que lo que veía… Estábamos intentando comunicarnos con un código morse con pañuelos, pero en seguida lo llevaron a Caseros y otra vez hubo años de silencio.
Recuerdo el día que llegó. Teníamos un coro clandestino y, para recibirlo, cuando salimos al patio, cantamos la música de “Los sonidos del silencio” con su nombre (tatitatitatitaaaati…tá).
Para el 82 él estaba en Rawson y nos escribíamos con frecuencia, y nuestras cartas servían de puente también para otras parejas que no tenían permiso de escribirse. Los años de distancia, de empobrecimiento afectivo, no sé, nuestro poco tiempo como pareja afuera (9 meses contra 8 años de ausencia) me fueron desdibujando el amor. Sus cartas eran concisas y frías, hablaban de la vida en el pabellón, sus lecturas, sueños y esperanzas.
Le dije en una carta que sentía que nos unía solo una fría amistad. Entonces… como si fuese un milagro… Tati reverdeció.