Nosotras presas políticas. Группа авторов
Ese intercambio nos puso en contacto con la moral, sacrificios y vicisitudes de la condición de prostituta. Para nosotras, señoritas de clase media, su mundo nos llenaba de asombro en muchos aspectos, y en otros nos fortalecía la decisión de querer cambiar una realidad que en algunas situaciones era insoportable. Como cuando, en el día de la madre, en el mes de octubre, las menores, abandonadas por sus madres, luego de un espectáculo recreativo alusivo a la fecha hecho por nosotras, protagonizaron un intento de suicidio masivo. Las menores no tuvieron ningún tipo de atención ante esto y sólo fueron socorridas por nosotras que, mientras exigíamos la presencia de médicos que nunca llegaron, le provocábamos vómitos con agua caliente y sal. Se salvaron, ya sea por lo que hicimos nosotras para socorrerlas o porque no habían tomado suficiente luminal como para morir. Eso sí, fue un día trágico que terminó con todas ellas durmiendo más de las horas acostumbradas.
En otra oportunidad castigaron a una presa común con aislamiento. Como protesta se cortaba la piel de las manos y de los brazos. Veíamos cómo se desangraba y nadie hacia nada. Nosotras con las menores y algunas más creamos una organización para reclamar por la jueza de menores, con carteles hechos por ellas mismas.
Cierta noche hubo una redada de prostitutas en un puente. Ellas nos decían que desde que las fuerzas de seguridad estaban en las calles persiguiendo a los militantes políticos ellas corrían más riesgos de ser detenidas. Esa noche hubo una pelea entre los policías y las prostitutas. Llegaron al Tránsito golpeadas y alteradas. Durante la noche, tal vez como venganza, se desnudaron y lo provocaban al guardia que estaba del otro lado de la mampara. Nos decían que nosotras no saliéramos a mirar ni a acompañarlas porque esto era una cosa de ellas. El hacinamiento era grande ya con las detenciones habituales, pero una noche detuvieron a muchísimas mujeres. Entraban en cantidades que ya eran imposibles de soportar. Fue entonces que espontáneamente todas, nosotras, las comunes y las menores, nos negamos a que siguieran entrando más mujeres. Trabamos la puerta de entrada al corredor con mesas, sillas y mujeres sentadas arriba para hacer presión, pero al rato ya estaba la policía adentro y tiraron gases lacrimógenos. Conseguimos frenar la entrada de mujeres.
Todo lo que nos llevaban nuestras familias era requisado y se daban hechos graciosos como el día en que no nos dejaron entrar la lana roja. No había restricción para los visitantes. Eran visitas de contacto, en una sala del frente. Todas podíamos salir a visita aunque no hubiera venido nuestro familiar. Había un recuento dos veces al día. Cada vez que cambiaba la guardia nos ponían contra una pared del corredor, nos nombraban y teníamos que cruzar caminando hacia la pared de enfrente. Nosotras éramos nueve: María, Luisa (Puru), Lili, embarazada, tuvo a Marianito en un hospital de Santa Fe, Elda (Piojo), Adriana, María del Carmen (Molly), Teresita (Diablito), Marga (Colo), Silvia. Nuestros padres y otros parientes nos acompañaron siempre. Nuestras madres, a veces tan desconcertadas por nuestra situación, eran más jóvenes de lo que somos ahora nosotras.
Era hermoso verlas y al mismo tiempo doloroso, a Maruca, Dulce, Ada, Chita, Francisca, Dina y tantas más. De todas ellas, dos consiguieron entrar para ver cómo vivíamos. Chita, la mamá de Lili, se las arregló muy bien para convencer a las celadoras de que tenía que entrar por quién sabe qué cosa. Quería ver dónde vivían su hija y su primer nieto. Y Ada, la mamá de Marga, llegó una noche hasta nosotras detenida por buscar a otro de sus hijos. Fue tremendo verla dormir en una de esas camas. Estuvo pocos días, los suficientes como para caerse en el baño mugriento y golpearse. Ella no se quejó de nada. Para nosotras, en esos días, el Tránsito era inhabitable. Pasó eso también y hasta nos reíamos de nosotras mismas, de situaciones surrealistas, como le gustaba decir a la Piojo. El grupo que conformamos ese año estaba compuesto por mujeres provenientes de diferentes prácticas, historias, pero era notable la similitud de nuestro origen social y cultural, éramos profesionales y estudiantes, y desarrollábamos nuestra militancia conjuntamente con el estudio, la profesión y el trabajo.
Una sola compañera tenía un hijo de pocos años, Dimas. Ése fue nuestro primer hijo. El segundo fue Marianito, nacido en cautiverio. A él lo tuvimos con nosotras hasta la separación, cuando un grupo fue trasladado a Villa Devoto y otro quedó en Santa Fe. Había una compañera estudiante de enfermería y bailarina; otra cercana a los curas tercermundistas, excelente voz; otra trabajaba en bromatología, manos maravillosas; dos estudiantes de letras; una de Ciencias Económicas para la que todo tenía que tener una explicación científica; otra era pedagoga y organizadora de nuestro corito, y con María aprendimos el Gallizum (canción de la resistencia española), la paciencia y la amabilidad. No nos salvamos de su sonrisa irónica. La profesora de gimnasia, anticonvencional, no dejaba de reírse ni en los momentos más difíciles, mucho descaro, poca gimnasia. Otra de las más jóvenes era un soplo de aire fresco y divertido. Éramos nueve, construimos una buena convivencia, fuimos solidarias con el resto y ellas lo fueron con nosotras. Fue posible realizar tareas con muchas de ellas, sobre todo con las menores que, en su orfandad, nos habían elegido como madres. Cada una de ellas elegía a una de nosotras y se encargaba de cuidarnos, de mimarnos, de hacernos regalos, de cantarnos y de escucharnos.
Nos queda como recuerdo lo bien que vivimos juntas, las anécdotas entre nosotras, la vez que escribimos con carbón una leyenda en una de las piezas para burlarnos de una compañera que cambiaba algunas palabras, parecía que era para hablar mejor. La leyenda que armamos con dos de sus palabras claves fue algo como: “Estuve eculubrando que si esto sigue así nos van a mandar al caldaso.” En alguna medida, por todas las condiciones que se nos dieron, por las características personales y familiares del grupo de compañeras, nos salvamos del esquematismo y de la inflexibilidad. Todo lo hicimos en función de sentirnos bien, colaborar con las presas comunes, estudiar e intercambiar conocimientos. Probablemente no pensábamos seriamente en el futuro. Pensábamos y sentíamos el momento sin desligarnos del afuera. Las actividades recreativas ocupaban mucho espacio. Dimas, el hijo de María, un día pudo entrar y le preparamos un espectáculo para niños, y otros que hacíamos con las menores.
Una vez se nos ocurrió representar nuestro traslado. Nos vestimos con doble muda de ropa. Nos pusimos cartas, diarios, hilos, lanas, agujas de tejer y fotos que se nos caían de los bolsillos, nos saludábamos y les cantamos una canción de despedida al resto de las presas. A los pocos días esa representación se convirtió en realidad: nos separaron en dos grupos, hicimos lo que habíamos representado y fuimos a parar por una semana a una gran pieza del Buen Pastor. Incomunicadas, todo el día encerradas, sin saber qué había pasado con el otro grupo. Cantábamos una canción cada vez que veíamos por las hendijas de las altas ventanas que nuestros familiares estaban en la vereda de enfrente de la entrada principal para que supieran que estábamos bien. Un atardecer nos llevaron a Sauce Viejo, pero Molly y Lili quedaron en Santa Fe. El resto, más una compañera nueva y embarazada, subimos –nos subieron esposadas de a dos y a los empujones– a un avión TC52 de la Fuerza Aérea. Al rumbo lo rearmamos después. Allí mismo subieron a compañeros que estaban en la cárcel de Coronda, luego en Resistencia subieron a más varones, de allí fuimos a Rosario, donde subieron a algunas compañeras que estaban en el Sótano. Todo este viaje hasta Buenos Aires fue esposadas, con la cabeza entre las piernas y golpeadas por personal femenino que luego veríamos en Villa Devoto. A los varones los golpearon mucho más. Bajamos en el Jorge Newbery, en camiones celulares, y de a dos por celda nos condujeron a Villa Devoto. Era el 22 de noviembre de 1975. Teníamos puestos dos pulóveres, nos moríamos de calor, se nos bajaba la presión. Nos bajaron de los celulares haciéndonos zancadillas. Después de la identificación, las amenazas y un formal control médico, nos desparramaron por los pabellones del tercer piso de Planta 6. Alguna de nosotras pensó: “De aquí no salimos más.” Desde ese momento y durante años padeció amenorrea del encierro. Alguna de nosotras se dijo a sí misma: “Esto sí que es una cárcel.” Y nos integramos al conjunto.
De fines de 1974 a fines de 1975,
“LA CAPPE” ADRIANA CAPPELLETTI
Y “LA COLO IRURZUN” MARGARITA IRURZUN
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Amenaza a Carlota Marambio en la cárcel de Villa Devoto