Nosotras presas políticas. Группа авторов

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de las camas… De pronto, una mano me tocó el hombro sacándome abruptamente de ese paisaje: “Aquí somos todas presas políticas, descansa en este colchón, mañana hablamos, por ahora descansa y puedes estar tranquila, mi nombre es Berta.” Pocas palabras, pero las suficientes como para volverme el alma al cuerpo. No recuerdo si dormí o dormité, era mucha la ansiedad que me embargaba. Tampoco sé si tenía muchas ganas de que llegara el día siguiente, o que la noche se alargara eternamente… Tenía un montón de pensamientos y sentimientos encontrados que revoloteaban en mi cabeza. Se prendieron las luces, escuché voces y un movimiento agitado de pasos y correteos… Esto anunciaba la llegada de un nuevo día.

      Todas a los pies de las literas esperando que entrara la guardia, allí me di cuenta de que las imágenes que vi cuando me empujaron dentro del pabellón eran una mala pasada que me había jugado mi imaginación, poblada de temores y prejuicios. Me levanté, me paré a los pies de la colchoneta y paseé mis ojos por el pabellón, con un telón de fondo que era la guardia pasando lista a nombres que más tarde me serían tan familiares… Sentí las miradas de esas chicas, todas muy jóvenes, sobre mi pequeña persona.

      Después de pasada la guardia, se acercaron a mi: “Cómo estás, cómo te llamás, cómo te sentís, tomate un mate… Si sentís que querés hablar, hacelo”, eran miradas sanas, amistosas, que me hicieron sentir más tranquila. Comencé a contarles que nos habían traído de Coordinación Federal, Moreno, en un camión, que después supe que se llamaban “celulares”. Era un camión cerrado con pequeñas celdas. Nos habían sacado de Coordina y llevado a muchas partes, entre ellas al hipódromo, donde recogieron a todo tipo de gente para llevarla detenida, para finalmente llegar a Villa Devoto, una cárcel “modelo”, como le llamaban.

      No sé cuánto rato más seguí hablando, tengo la sensación como de un mareo, seguramente me atrapó la ansiedad. De pronto, me callé. Me di cuenta de que en esos momentos las palabras no eran necesarias, que necesitaba silencio y acercarme con la mirada a cada uno de esos rostros, a cada rincón, para escudriñar cada cosa que había en ese pabellón, el 42… y que me acompañarían por un largo tiempo… ”

      Casi 360 días…

      “KATY” CATALINA PALMA

      Para todas nosotras, acostumbrarnos al encierro fue un proceso doloroso que exigía un gran esfuerzo. Había que habituarse a la idea de que, de un día para otro y sin saber por cuánto tiempo, nuestra vida iba a transcurrir entre cuatro paredes, con rejas como puertas y ventanas con cielo cuadriculado. Teníamos que acostumbrarnos a dormir en cuchetas marineras, a tener letrinas por baños, a perder la intimidad y a compartir el devenir diario con otras mujeres que estaban en la misma situación. En un espacio que se hacía pequeño.

      Había que aceptar que todo estaba reglamentado, que no podíamos transitar libremente, que no podíamos ir al trabajo, que no podíamos apagar y prender la luz cuando quisiéramos, que no podíamos ver la hora, porque nos sacaban el reloj, que no podíamos tomar sol o aspirar el aire fresco. Había que aceptar que esos estrechos metros se convertirían en nuestra vivienda, en el único lugar en el que podríamos desplegar lo que éramos, lo que sentíamos, lo que pensábamos. No era fácil. Sin embargo, semejante tragedia no fue vivida como tal por nosotras.

      Sabíamos desde tiempo atrás que nuestra forma de concebir la vida tenía ciertos riesgos y, entre ellos, uno era la cárcel, por lo que lo tomábamos como una consecuencia natural, como un lugar más, otro escenario en el que había que seguir aprovechando el tiempo para estudiar y formarnos para el día en que recuperáramos la libertad. Mientras tanto, reproducíamos adentro la experiencia que habíamos vivido afuera, las mismas relaciones, los mismos criterios.

      Saber, en ese momento, que la lucha continuaba, nos daba fuerza y alegría para sobrellevar cualquier situación que se presentara en nuestro encierro. Así nos sentimos frente a la huelga general de los trabajadores de Villa Constitución o cuando se produjo el “Rodrigazo”, en julio del 75, lucha masiva y nacional contra la política económica del ministro Celestino Rodrigo.

      No nos sentíamos solas, porque nuestra familia, nuestros compañeros, amigos, y aún todos aquellos anónimos que desde su lugar sostenían nuestras ideas, eran nuestra compañía. Aun adentro sentíamos que seguíamos formando parte de esos lazos sociales que nosotras habíamos construido y que, afuera, seguían vigentes.

      Tal era así que a mediados de este año nos llegó información acerca de que un sector de las fuerzas políticas estaba proponiendo al Congreso Nacional la conformación de la Asamblea Constituyente para lograr un gobierno con todos los sectores democráticos, y uno de los primeros puntos de la propuesta era la liberación de los Presos Políticos.

      A pesar de la complejidad de posturas y de que veíamos un paulatino endurecimiento de la situación política que se manifestaba en las persecuciones, muertes y encarcelamientos, nosotras creíamos en la posibilidad de nuestra liberación, puesto que, así como ocurrían las detenciones, de pronto, también se daban libertades, porque estaba vigente el derecho constitucional a pedir “opción para salir del país”.

      Al principio estábamos diseminadas en distintas cárceles, en todo el país, de acuerdo con el lugar en donde nos habían detenido. Estábamos en la Cárcel de Villa Gorriti de San Salvador de Jujuy; en Villa las Rosas, Salta; en la Alcaidía de Resistencia, Chaco; en la Alcaidía de Mujeres de la Jefatura de Policía, conocida como el “Sótano”, en Rosario; en El Buen Pastor, y la Jefatura de Policía, también llamada “El Tránsito” en Santa Fe; en Mendoza, en Santiago del Estero, en La Rioja, Catamarca; en la Unidad Penitenciaria 1 (UP1) de Córdoba; en Villa Urquiza, Tucumán; en la Cárcel de Olmos, La Plata, y en la U2 de Villa Devoto, Capital Federal.

      Y allí, en cada una, todas juntas y “mezcladas”: abogadas defensoras de presos políticos o de sindicatos clasistas, anarquistas de Brasil, delegadas opositoras a la burocracia sindical, diputadas peronistas –detenidas en el momento de intervención a sus provincias–, de las Fuerzas Armadas de Liberación, del FIP, de las Ligas Agrarias, de Montoneros, Movimiento al Socialismo, del Movimiento de Izquierda Revolucionario de Chile, del Movimiento Nacional de Liberación Tupamaros, de Uruguay, Movimiento Revolucionario Che Guevara, de la Organización Comunista Poder Obrero, del Partido Comunista, del Partido Comunista Marxista Leninista, del Partido Comunista Revolucionario, del Partido Revolucionario de los Trabajadores –PRT/ERP–, del Partido Socialista Chileno, del Partido Socialista de los Trabajadores, del Peronismo de Base –FAP–, del Poder Obrero, Religiosas Tercermundistas, Vanguardia Comunista, y algunas otras “istas” que ya no recordamos.

      En términos legales, la mayoría estaba a disposición del Poder Ejecutivo Nacional (PEN) a causa de la vigencia del estado de sitio, hecho que les permitía mantenernos detenidas sin proceso judicial alguno y trasladarnos a cualquier punto del país; a otras nos habían aplicado la ley 20.840(1), aprobada en el mes de septiembre de 1974, que penaba “actos de divulgación y propaganda” y muchas, además, estábamos acusadas de tenencia de arma de guerra o por el artículo 210bis del Código Penal.

      Hasta ese momento las condiciones en cada cárcel dependían de directivas locales, de los Servicios Penitenciarios Provinciales o del Servicio Penitenciario Federal. Y, en cada una, conformamos grupos que tuvieron sus propias características, muy diferentes entre sí por las particularidades de cada institución, por las condiciones de vida, y también por las características de sus integrantes, el lugar de origen, la idiosincrasia.

      En algunas cárceles los grupos eran pequeños, como en el Buen Pastor de Santa Fe, por ejemplo, donde había sólo 8 o 10 compañeras. En otras eran numerosos. En algunas convivíamos con prostitutas y menores. A veces primaba, entre nosotras, la unidad de pensamiento y criterios para enfrentar el encierro. En otras primaban las diferencias políticas, conformándose pabellones según afinidades, como “espejo” de las distintas expresiones a las que pertenecíamos. En otros casos se mantenía la propia identidad pero se establecían relaciones de vida comunitaria y una muy buena convivencia.

      Esta primera “adaptación” nos marcó como un sello. A partir de las relaciones entabladas y del lugar en el que estábamos empezamos a sentir nuestra


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