Borregos que ladran. Juan Izuzkiza
a servirse o no servirse de esa facultad según las circunstancias lo exijan». Y eso es terrible, sobre todo para los estudiantes que, con semejante ejemplo, nunca aprenderán a gobernar nada.
En psicología profunda se dice que el árbol alcanza el cielo sólo si sus raíces llegan al infierno. Se sabe por ello que quien vive en la inocencia —la «víctima» es un ejemplo— está negando, de facto, su raíz. Los problemas y la desdicha son el campo donde germina esta inocencia.
Es falsa la idea de que en los problemas y en la desgracia no existe la satisfacción. En este estado se vive siempre acompañado por los solidarios de turno y se es casi hasta feliz. Uno ahí es de los buenos y el malvado «infierno» siempre es el otro. Por ello resulta tan tentador quedarse en el sufrimiento. La solución, por el contrario, viene de la mano de la traición y de la culpa. Hay que salir de ahí y abandonar la compañía: la soledad aparece. La solución es más trabajosa y nunca está exenta de riesgos.
Un profesor que se cree inocente porque salvaguarda a la sociedad de una cultura decadente hará lo posible por seguir sufriendo esta situación. Una consecuencia atroz de este supuesto es que acabará premiando sólo a quien sepa ser inocente y solidario con su desdicha. Otra también atroz es que se convertirá en un eterno quejica resentido y desconectado de la vida.
Así que puede decirse que muchos profesores, en el fondo, somos felices con la pérdida de autoridad. Somos felices imaginando que el mundo va muy mal pero nosotros no, sólo por darnos cuenta de la magnitud de la catástrofe que sufrimos.
En una ocasión escuché la queja de un profesor porque sus alumnos jugaban a cartas mientras daba clase. Lejos de avergonzarse por su confesión, se veía como un héroe que a duras penas resistía ante la barbarie que iba ganando terreno. El gremio saludaba su coraje, dignidad y paciencia.
Acabo y recupero a Maquiavelo: un profesor tiene que saber ser malo, ir a duelo con pistolas que no sean de jabón y jugársela de verdad. Tiene que recuperar su sombra y sacarla a pasear y tiene que saber que cae en el menosprecio cuando, pasa por variable, ligero, afeminado, pusilánime, irresoluto. Hay que poner sumo cuidado —prosigue Maquiavelo— en preservarse de una semejante reputación como de un escollo, tiene que ingeniarse para que en sus acciones se advierta grandeza, valor, gravedad y fortaleza, de lo contrario pierde toda la comunidad.
De hecho, el AFECTO, una de las mejores estrategias educativas, si no la mejor, tiene mucho mayor poder si se conjuga con este último consejo maquiavélico (el temido que se hace odioso acabará por perder el control sobre lo gobernado).
Mary Read, en Historia universal de la infamia, aconseja algo parecido. Declaró una vez que «la profesión de pirata no era para cualquiera, y que, para ejercerla con dignidad, era preciso ser un hombre de coraje, como ella». Profesor, profesora o pirata, tanto da.
Un buen centro debe contar con profesores piratas que puedan enseñar a sus alumnos cómo defenderse del mundo, de los otros y, sobre todo, de sí mismos sin excusas, sin culpables facilones que harto compliquen el movimiento, o sea, la vida.
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