Un refugio en la tomenta. Cara Colter
risa y tratando de recordar que su objetivo principal era irse de allí.
Le miró las manos fuertes y bronceadas mientras peleaba con los automáticos. Era obvio que no estaba acostumbrado a hacer eso, pero también se veía que no era un hombre que se dejara intimidar por lo desconocido. De improviso, Shauna pensó que su propia camisa tenía automáticos. Inmediatamente se prohibió mentalmente seguir por aquel camino.
Ben le quitó finalmente el pijama con decisión. El bebé agitó las manos y los pies, aparentemente encantado por la explosión de olor que aquel hecho produjo.
—¿Tienes pinzas para colgar la ropa? —preguntó Ben.
Ella asintió y fue a buscarlas. Creyó que él las usaría para cerrar el pañal, así que no pudo evitar la carcajada cuando vio cómo Ben se ponía una pinza en la nariz.
—¿Quieres una? —le preguntó él.
—¿Ayuda?
—Sí.
Efectivamente, Shauna comprobó que ayudaba. Hacía algo de daño, pero merecía la pena.
—De acuerdo. Alerón número uno, abajo —dijo él tirando de uno de los cierres del pañal, y liberando la pierna derecha. Aquella forma de expresarse le llevó a Shauna a pensar que aquel hombre había tenido alguna relación con el ejército—. Alerón dos. Abajo —añadió en el mismo tono militar. Rápidamente, le quitó el pañal y salió corriendo con él, mientras dejaba que ella le limpiara con un trapo húmedo. En pocos segundos, el bebé estaba limpio, y Ben estaba de vuelta.
—¿Qué has hecho con esa cosa? —preguntó ella.
—La he echado al fuego. Se ha hinchado como un globo, y luego ha desaparecido.
—Bien, pues haz lo mismo con esto —dijo pasándole el trapo.
—¿No era nuevo?
—No me importa.
Él la miró con aprobación, y se llevó el trapo. Ella puso al bebé sobre el pañal limpio.
—No trates de pegar las lengüetas con las manos llenas de vaselina.
Demasiado tarde:
—¿Por qué no?
—Porque no pega… —la lengüeta grasienta no se pegaba en el pañal— …rán —él miró por encima del hombro de ella—. Error de principiante. Pero no tengo muchos pañales, así que no puedo tirar ninguno.
—Siempre puedes usar musgo —dijo ella.
—¿Ah sí? ¿Y si no hay musgo tal vez una telaraña o dos?
—¿Te estás riendo de mí?
—No, señora.
—Creo que es magnífico el poder saber cómo utilizar los recursos que nos proporciona la naturaleza, sin depender de las tiendas ni de fábricas, para algo tan simple como un pañal —le informó ella.
—No seré yo quien te discuta eso.
—Bien —concluyó ella muy digna.
—Mientras que no utilices la mezcla de trementina y azúcar moreno para sustituir los polvos de talco del bebé —dijo dirigiéndole una sonrisa que la dejó sin respiración. Él continuó tratando de atarle al bebé el nuevo pañal. Finalmente, le hizo un lazo en la parte delantera.
—¿Qué te parece esto como ejemplo de utilización de los recursos disponibles?
Ella intentó no sonreír, pero el lazo era tan ridículo que no pudo evitarlo. Primero sonrió, y después se rio. Y él también. Y entonces ella descubrió tres cosas acerca de él. La primera, que no se reía con frecuencia. La segunda, que él se había quitado la pinza de la ropa de la nariz, y ella no; y tercera, que era un principiante en la profesión de cambiar pañales.
Ella dejó de reírse, y él también. Ambos se miraron con desconfianza.
—Este no es tu bebé, ¿no es cierto?
Shauna se sintió como una estúpida al preguntar aquello, si lo que quería era darle sensación de seguridad. Pero necesitaba saberlo. Al menos eso.
—No —dijo él—, no es mi hijo.
—Entonces, ¿por qué lo tienes?
—Es una historia muy larga, Tormenta.
—Creo que dispongo de algún tiempo —dijo cruzando los brazos sobre el pecho, en actitud de espera.
—Cuanto menos sepas, mejor. Solo puedo decirte esto. Me han encargado su custodia. No soy uno de esos padres que salen en los periódicos por haber raptado a sus hijos, ni soy un secuestrador.
—¿Hace cuanto tiempo que lo tienes?
—Unos días.
—Es Rocky su verdadero nombre.
Él dudó:
—No.
—¿Cual es su verdadero nombre?
—No puedo decírtelo.
—No quieres.
—Es cierto, no quiero.
—¿Y durante cuánto tiempo tienes que custodiarle?
—Todavía no lo sé.
Ella se dio cuenta de que era mejor no seguir presionándole. No quería que él se diera cuenta de que en esas circunstancias, ella no podía quedarse allí.
Ben descubrió que le gustaba mirarla. Sus profundos ojos azul turquesa eran increíbles. Su pelo oscuro y brillante parecía un río de seda negra. Sus facciones eran proporcionadas y bellas. Sus labios sensuales, y él se preguntó qué se sentiría al besarlos. Inmediatamente se autocensuró por aquel pensamiento. Tenía trabajo que hacer. Garantizar la seguridad de aquel bebé hasta que la normalidad volviera a reinar en Crescada. Necesitaba tener la situación bajo control, y el pensar en labios no le ayudaba.
Se esforzó por pensar en ella de una forma objetiva para establecer si podría considerarla una ayuda o no si las cosas se ponían difíciles. Era una mujer independiente e inteligente. Y también era fuerte físicamente, como había podido comprobar al echar con ella un pulso. Debía tratar de recordar eso. Debía mantenerse alerta o ella podría derrotarle antes de que llegara a comprender lo que le había pasado.
Pero, ¿por qué le había retado a un pulso cuando podría haber conseguido con facilidad cualquier cosa que hubiese querido, incluido que cambiara los pañales al bebé, con solo pestañear?
Su vida no necesitaba más intrigas. Toda su vida había estado llena de intrigas. Secretos, peligros. Había entrado a trabajar como agente federal de inteligencia cuando tenía veintiún años. Pensó que se embarcaba en una vida llena de romance y aventuras, y sin embargo había estado solo, y aquella soledad le había convertido en una persona distante y fría. Demasiado fría para que le encargaran la custodia de un frágil bebé, o de aquella mujer. Una mujer que quería saberlo todo. Pero por su seguridad, y la del bebé, no le diría nada, si podía evitarlo. Le pasó el bebé:
—Tal vez podrías intentar darle algo de ese puré verduzco.
Shauna comenzó a dar de comer al pequeño, y Ben salió de la cabaña. Ella se alegraba, su presencia le hacía sentir cosas. Hacía que fuera consciente de algo profundo y peligroso que ella tenía en su interior. Algo que nunca había sido tocado, ni siquiera por Dorian.
El bebé terminó de comer, y ella le limpió la cara con un trapo húmedo.
—Creo que deberíamos comer —dijo ella de pronto—. Tengo comestibles en cajas en la cuadra. Voy a por ellos.
Él la acompañó, y al llegar a la cuadra, se dirigió instintivamente hacia donde estaba el caballo de ella y lo acarició.
—Este es Sam —dijo ella desarmada por la mirada que