Kara y Yara en la tormenta de la historia. Alek Popov
han sido elegidos al azar o han sido inventados por el autor y como tales pertenecen al territorio de su imaginación.
Alek POPOV
1. LA CALLE
En el viejo barrio de Sofía en otros tiempos conocido como Kónyovitsa, y como Zona B-18 en los años del socialismo desarrollado, hay una callejuela diminuta cuya salida bloquean las casetas del mercado cooperativo. Con el trascurso de los años, esta parte de la ciudad, que antiguamente se consideraba alejada, poco a poco fue engullida por el mar de bloques de apartamentos y ya está más cerca del centro que de la periferia. No muy lejos pasa un canal que a veces aflora a la superficie y a veces desaparece, para terminar desembocando en el sucio regato marrón que divide el tráfico en la avenida de Slívnitsa. En general es un paisaje mustio del que brotan nuevos y coquetos edificios de viviendas de vibrantes colores rosas, amarillos y verdes como flores artificiales.
Calle de YARA PALAVÉEVA
La placa sobre la fachada desconchada de la casa que ocupa la esquina es la única señal que indica el nombre de la calle. Este no figura ni siquiera en los mapas más detallados de Sofía, tal vez porque el tramo es tan corto que el nombre no cabe. Hay tan solo siete números. La casa de la esquina es la más prestante, aunque de dimensiones modestas, con sus frontones y cornisas de principios del siglo XX. A continuación hay tres o cuatro edificios larguiruchos y feos, erigidos a toda prisa por los desplazados después de las guerras, con las vallas desvencijadas y endebles construcciones anejas. Los sigue uno de los ya mencionados nuevos bloques de viviendas con ventanas de PVC y un aislamiento verdoso que reviste el muro medianero.
Lo que tienen en común los habitantes de este conjunto de casas tan heterogéneo es que nadie sabe nada de la ilustre persona que da nombre a la calle. Tampoco el enjuto caballero mayor de inclinaciones artísticas que vive en la casa cuya pared luce la placa y que tiene por costumbre recibir a sus visitas apuntándoles con una pistola. En realidad la pistola es un juguete, pero en eso se repara más tarde. El caballero lleva viviendo aquí al menos medio siglo, pero no recuerda el antiguo nombre de la calle ni si alguna vez lo han cambiado. Únicamente la anciana del número 6 guarda un recuerdo vago de aquel día del año 1952, cuando, a la vuelta del colegio, se encontró con un grupo de hombres con gorras apiñados en la esquina. Entre ellos había una mujer que llevaba un austero traje marrón. La placa estaba recién puesta. La mujer pronunció un discurso breve, los hombres se quitaron las gorras, estuvieron un rato en silencio y subieron a los dos coches oficiales que esperaban cerca. La mujer habló en voz muy baja. Lo único que la anciana recordaba de aquellas palabras era que Yara Palavéeva era una partisana que había fallecido heroicamente en la lucha contra el fascismo y el capitalismo. ¿Cabía esperar otra cosa?
Hoy, casi veinte años después de la así llamada Transición, que barrió los símbolos del antiguo régimen y borró montones de nombres extraños y desconocidos de los mapas de las ciudades búlgaras para sustituirlos por otros —no menos ajenos y fortuitos—, parece un auténtico milagro que esta callejuela haya conseguido resguardarse del huracán que cambió todos los nombres. Bien es cierto que bautizar semejante apéndice, minúsculo y feo, con el nombre de un personaje público importante, una fecha histórica o un símbolo internacional sería un despropósito. Probablemente por esta razón ningún comité, ninguna institución ni partido —y los partidos, como es sabido, son insaciables— ha mostrado nunca interés alguno en los siete números de la calle de Yara Palavéeva. De modo que la callejuela sigue llevando su antiguo nombre partisano hasta hoy, a pesar de las vicisitudes de los tiempos y de las modas políticas.
Pero ¿cómo se ha llegado a esta situación? ¿De dónde surgió la iniciativa de bautizar este rincón insignificante de la capital con el nombre del personaje en cuestión? ¿A qué se debía este ambiguo honor? Una carpeta polvorienta, abandonada en el archivo del Ayuntamiento de Sofía, responde parcialmente a algunas de las preguntas, aunque no a las más importantes. Entre sus ajadas cubiertas se conserva la documentación que acompañó a esta decisión histórica. De allí se desprende que el 11 de febrero de 1951 un grupo de los así llamados combatientes activos contra el fascismo y el capitalismo propuso cambiar el nombre de la calle Gladstone por el de Yara Palavéeva, en memoria a su compañera de lucha. El motivo era el inminente aniversario de la heroica muerte de Palavéeva, así como el hecho de que había nacido y crecido precisamente en aquella calle. En la lista de firmantes está también el nombre de Kara Palavéeva (Grebenárova de casada), hermana de la heroína. Obviamente, hablamos de la general Kara Grebenárova, veterana funcionaria de la Seguridad del Estado. Su nombre aparece periódicamente en los medios de comunicación, asociado a los escándalos que rodean a los servicios secretos del antiguo régimen. Poco antes de que la jubilaran, desaparecieron del archivo de la Seguridad del Estado más de 140 000 expedientes. En 1992 la general Grebenárova desapareció de la vida pública.
En la carpeta se conserva la respuesta de un tal Danaílov, secretario de la comisión encargada de los nombres (¡sí, existió tal comisión!). Este informa al Comité de Iniciativas, encabezado por Kara Grebenárova, que por aquel entonces todavía tenía el rango de comandante, que el consejo de la capital valora altamente la hazaña de Yara Palavéeva, pero no le es posible satisfacer su petición porque ya se ha decidido bautizar la calle con el nombre de otro ilustre representante del movimiento revolucionario. Por cierto, según los testimonios históricos, la calle llegó a cambiar de nombre, aunque dicho representante falleció un año más tarde. A continuación se presenta una nueva propuesta para bautizar con el nombre de Yara Palavéeva otra calle del centro, que es rechazada por motivos similares. Durante un tiempo las partes se pasan la pelota. La comisión demuestra un ingenio envidiable a la hora de inventar motivos para desestimar las propuestas. La razón tal vez reside en las luchas intestinas dentro del Partido, tal y como sugiere el informe que aduce el origen burgués de las dos hermanas, integrado en el expediente. Sin embargo, los compañeros de lucha de Palavéeva, encabezados por su hermana, están decididos a salirse con la suya.
La cuestión se resuelve en el otoño de 1952. En su reunión ordinaria, la comisión inesperadamente decide que el nombre de la hermana sea adjudicado a «la perpendicular de la calle Dúnavska Zora que desemboca en el mercado de Dimítar Néstorov». Esta redacción hace pensar que hasta aquel momento el tramo en cuestión ni siquiera tenía nombre. Probablemente se encontraba en proceso de regulación o en otro procedimiento administrativo. Con este pérfido acto las autoridades, en la práctica, se lavan las manos. A los compañeros de Palavéeva se les presenta el hecho consumado. Se ha rendido tributo a la hazaña de la partisana, aunque de forma sigilosa, sin provocar innecesariamente curiosidad y revuelo entre los medios de comunicación. La carpeta queda enterrada en los archivos. En más de cincuenta años nadie se acordará de ella. Quizá por eso ha logrado sobrevivir…
2. LA LLAMADA DEL CUCO
Llevaban más de dos horas caminando en silencio, sin detenerse. Solo el cabrerillo, que andaba deprisa por delante, se daba la vuelta de vez en cuando para comprobar que no se quedaban atrás. Estaba acostumbrado a llevar al monte a toda clase de personas, pero ninguna era como esas dos chicas. Desde que percibió su aroma, se dio cuenta de que eran muy especiales y no terminaba de comprender qué hacían allí. Su ropa, sus manos, sus caras, incluso sus voces, por lo que había podido oír, no tenían nada que ver con la única realidad, cruda y frugal, que conocía. Habían venido con el estudiante al que debía llevar hasta los partisanos. Se habían presentado ya equipadas: con sus mochilas, sus bombachos, sus cazadoras y unos botines de suelas muy gruesas como jamás había visto. «¡Menudas son estas!», pensó el cabrerillo.
—Las envía la comandancia de la zona —le aseguró el estudiante.
Pero el cabrerillo seguía desconfiando… El estudiante también le resultaba extraño. Era alto, con pequeñas gafas, gorra y se envolvía en un abrigo de ciudad ceñido con un cinturón. Llevaba unas botas blandas que probablemente estropearían las primeras nieves. De su hombro colgaba una bolsa de lona, artesanal, no muy llena. Lozán, así se había presentado el gafotas,