Exploraciones y ocurrencias de un niño de los 70. Jesús González Herrera
no era ternera, sino vaca berrenda de desvieje12. Pensé que ese señor sería un ganadero o algo así; al menos, él tenía aspecto de ganado vacuno.
Observé a las candorosas niñas de enfrente, que se habían aburrido de comer y estaban enredando con las aceitunas que no me querían dar. Vino a dar una vuelta de vigilancia por la mesa infantil, como si fuera un guardia jurado haciendo una descubierta, el señor bajito de la barba de chivo y riñó a las dos criaturas por dedicarse a jugar con la comida. Entonces, yo tuve una idea endiablada para ajustar cuentas por todos los daños que me habían causado. En un despiste de las dos, cogí las aceitunas y, sin mirar adonde caían, las tiré para atrás, de abajo a arriba y en trayectoria elíptica en dirección al ganadero y su señora manchada. De dos, una se perdió en un destino incierto, pero la otra se le fue a colar a aquel buen hombre por dentro de la camisa, rodando espalda abajo. Al sentir el elemento extraño, se puso de pie, encogiendo el (poco) cuello que tenía.
—¿Qué me han echado por la espalda, Eusebia? ¡Tengo como una cosa fría y pringosa! ¡Vaya boda! ¡Trae para acá el sobre, que saquemos dinero!
Al instante, y alarmado por las voces del boinudo, volvió nuestro celoso vigilante barbado y, cuando vio que la señora Eusebia sacaba de la camisa de su esposo una aceituna estrujada y oliendo a pescado fiambre, se dirigió directamente a las sospechosas de la acción delictiva: las dos niñitas a las que antes había reñido. Cogió a cada una por una oreja, las levantó de modo que sus pies parecían estar danzando El lago de los cisnes y, para mi regocijo y solaz mientras las oía chillar, se las llevó de esa manera hasta la presencia de sus padres, de quienes recibieron otros castigos similares. No se sentaron más enfrente de mí ni las eché sinceramente de menos.
A aquella dulcísima sensación se añadió el anuncio de la entrada de la tarta nupcial: en una mesa con ruedas fue empujada hasta el centro del salón con música alegre de Pérez Prado. Era una gran tarta en tres o cuatro pisos, blanca de merengue y con cerezas, en cuya cúspide venían unos pequeños muñecos que representaban dos novios pintiparados. Entre vivas y aplausos, los novios recibieron una especie de gran cuchillo, machete o cimitarra, y partieron al alimón un trozo de la planta baja. Pensé para mí: «¡Vaya cara, se quedan la parte que tiene más relleno y más cerezas! ¡Con todos los que estamos aquí, no vamos a tocar a nada!». Repartieron la tarta en unos platitos y mis malos augurios se hicieron realidad porque tocábamos «a medio minuto» cada uno. ¡Qué decepción al ver aquella ridícula porción escuálida de dulce! Además, no traía encima ninguna de las cerezas. Al probarla, sabía aún a menos porque el bizcocho estaba reseco y no tenía relleno ni gracia por el centro. Yo pensé que se habrían metido los novios en la cocina y se habrían comido todos los adornos y la mayoría de la tarta, y los demás nos habíamos quedado con los restos.
Estaba mirando y remirando aquella ridiculez de ración de tarta cuando llegaron por la mesa con gran fiesta y alborozo cuatro bergantes: venían en mangas de camisa, con el cuello desarreglado y alguno con un lamparón de salsa en la barriga, si bien no supe identificar cuál de las tres de los langostinos sería. Olían a un cóctel de vino, cerveza y otros ef luvios efervescentes, y sus caras estaban coloradas, sus pelos, despeinados, y hablaban con un tono excitado, como si una urgencia les apremiase. Traían un bote de ColaCao vacío y se lo ponían a todo el mundo delante de las narices para que echasen dinero para los novios. «¡Sí, hombre, además de comerse toda la tarta se van a llevar mi paga de los domingos!», pensé para mí, así que no eché nada. Los señores mayores introducían en el bote algunas monedas de duro o de veinticinco, los más con mala cara, y los descamisados les entregaban un trozo de tela pequeño, que, según decían, era la corbata del novio cortada a trocitos. En ese momento, pensé si yo podría pedir una tijera y cortar a trozos las pateras de mis pantalones, de modo que obtendría una doble ventaja: por un lado, dejaría de tener picores en las piernas y, por el otro, obtendría pingües beneficios con la venta de los retales. Pero, de repente, otra imagen nueva me sacó de mis elucubraciones negociales: aparecieron otras cuatro personas, en ese caso, unas adolescentes crecidas, que traían también un negocio similar, anunciándose con una especie de coro de voces y graznidos. Aquellas vendían trozos de una especie de cinta rosada que debía de ser reliquia del traje de la novia y los óbolos en ese caso eran depositados en una cestita de mimbre. Las chicas tendrían mejor presencia que los primeros recaudadores de no ser por las grandes voces que daban, transmitiendo la misma sensación de emergencia que aquellos. En cualquier caso, pensé que los novios debían de ser muy pobres y por eso pedían dinero, como cuando nos daban en el colegio los sobres del Domund para que les hicieran una iglesia a los negritos o a los chinitos.
Luego, pasaron más personas, pero estas venían dando cosas. Se acercó por mi mesa una chica maquillada como las artistas del cuplé, que traía un vestido negro y unos zapatos con un tacón altísimo, y en la cabeza portaba un sombrero también negro, como del oeste, pero con una pluma de colores; me recordaba a los exploradores indios de las películas del oeste. Traía un gran cesto de castaño con asa y dentro de él venían unos regalitos. ¡A ver qué me tocaba de regalo, por lo menos! Fue entregando un puro a los señores y a las señoras, una especie de jarroncito minúsculo con un lacito rosa; pero para los niños, nada de nada. ¡Vaya desilusión, vaya discriminación! Las señoras miraban aquellos regalos y pude observar que tenían escrito los nombres de los novios.
—¿Dónde coloco yo este chochín? —dijo una dando vueltas a la jarrita. «Por lo menos tú tienes regalo», pensé yo.
Para finalizar el banquete y después de otro vocerío pidiendo que se besasen todos los de la mesa principal, sirvieron café y unas copas a los señores y a las señoras. Nuevamente, los niños estábamos siendo ignorados y no nos dieron nada más. Vino el camarero expresionista cargado con una bandeja en la que venían varias y coloridas botellas: una de Soberano, otra de anís La Castellana, y otra de Ponche Caballero, que era la más chula porque era plateada o niquelada. Cuando pasó a mi lado, le pedí que me sirviera.
—¡Yo quiero de eso!
—¡Vete a jugar, niño —me dijo seco y malencarado—, que luego te pica el culo!
Todos se rieron de mí y yo me fui de la mesa enfadado porque no me daban nada y a los demás les daban regalos y de beber. Al levantarme, reparé en el señor boinudo que había en la mesa contigua. Estaba haciendo una extraña ceremonia: mojaba el veguero que le habían dado en una copa de coñac y después lo chupaba con gran deleite y detenimiento. Otra injusticia más: «¡Anda, que si se me ocurre mojar las patatas fritas en Fanta, como a mí me gusta, tardan mucho en darme una voz!». Aún tuve ocasión de ver más cosas incomprensibles antes de que se levantaran los manteles, pues en la mesa principal, en medio de un tumulto y grandes voces, cortaban la corbata al padrino con la misma espada o cimitarra de cortar la tarta; padrino que, por cierto, ponía cara de estar siendo afeitado a navaja por un chimpancé. Los autores de aquella ocurrencia eran los cuatro descamisados que vinieron antes a sablearnos, y daban aún más voces que entonces. Por supuesto, pasaron nuevamente mesa por mesa con su bote de ColaCao y sus caras desencajadas a repartir los trocitos de la corbata padrinesca, pringada de merengue y demás, pues no habían tenido el detalle de limpiar el arma antes de dedicarla a aquel nuevo y arriesgado uso. Yo no entendía nada de aquella ceremonia, que hacía reír a muchos que me darían un tortazo por cualquier cosa de mucha menos gravedad.
Mientras una cola interminable de personas mayores pasaba por la mesa de los novios dejando unos sobres encima de una bandejita plateada, los camareros iban desmontando las mesas y retirando las sillas. Mi madre también estaba en la fila de personas que iban desfilando y felicitando a los novios. Vi que una señora que se hallaba sentada al lado de la novia abría aquellos sobres con una gran sonrisa y con los ojos como platos, y que iba escribiendo unos números en un cuaderno de Tauro de hojas cuadriculadas. Le pregunté a mi padre, que no estaba en la fila, qué significaba aquella ceremonia, por qué aquella señora se traía los deberes de mates a la fiesta y también por qué le hacía tanta risa sumar cuando a mi maldita gracia la que me hacían las cartillas de Rubio con sumas y restas sin fin. Tal vez por el exceso de preguntas, o tal vez porque estaba a otras cosas, mi padre me contestó a voces que me callase, llamándome tonto. Como no me daba por vencido, le pregunté a una señora