La democracia en Chile. Joaquín Fermandois
encabezadas por el León de Tarapacá, o bien aquella oligarquía sería incapaz de contener demandas que una vez desbordadas provocarían una revolución de tipo maximalista (bolchevique).
La candidatura de Luis Barros Borgoño, generalmente vista como un ejemplo de lo más anquilosado de la oligarquía tradicional, sostenía su propio programa de reforma que fue apoyado, entre otros, por Guillermo Subercaseaux y Francisco Antonio Encina, voces de alerta acerca de los peligros que acechaban al desarrollo del país y que en muchos aspectos podrían ser considerados como muy modernos.346 En este sentido, la principal advertencia de Barros Borgoño era que la elección de un demagogo como Arturo Alessandri abriría apetitos que no podrían ser satisfechos, lo que terminaría en un proceso interminable de más y más demandas hasta transformarlo todo en una revolución sanguinaria.347 Si juzgamos por un estribillo entonces célebre, su campaña era fundamentalmente negativa, aunque resume bien un temor de época:
Contra el charlatanismo de feria, la labor silenciosa y fecunda. /Contra la revolución que destruye, la evolución que edifica. /Contra la anarquía y la arbitrariedad, el orden y la justicia. /Contra Arturo Alessandri, maximalista, Luis Barros Borgoño republicano y demócrata.348
La tercera candidatura tuvo una presencia exigua, casi nula, en la campaña y en el resultado electoral, aunque en su impulso general tendría larga vida en el siglo XX. Sería el caso de Luis Emilio Recabarren, que explícitamente se había identificado ya antes de 1914 con las tendencias revolucionarias rusas y que luego tomaría al modelo soviético como un paradigma para las fuerzas que él encabezaría. Esta sería una idea no menor en la historia de Chile que seguiría. En esto hay una continuidad, ya que Recabarren se había identificado en general con el espíritu del mundo revolucionario ruso desde 1905, aunque la fundación del Partido Obrero Socialista en 1912 no estaba pensada en algún modelo de esa tradición.349 En cambio, para la fundación del Partido Comunista en 1922 —que solo en parte era la transformación del antiguo POS— ya había efectuado el típico viaje de encantamiento con la experiencia bolchevique y no hay nada que indique que no se haya considerado sino como un brazo más de una oleada revolucionaria mundial, cuya vanguardia estaba en Moscú. También comenzaría a arribar luego ayuda económica.350 En 1918 había afirmado lo que repitió muchas veces:
Doy, sin vacilar, mi voto de adhesión a los maximalistas rusos, que inician el camino de la paz y de la abolición del régimen burgués, capitalista y bárbaro. Quien no apoye esta causa, sostendrá el régimen capitalista todos sus horrores.351
Hasta donde sabemos, esta no explica en absoluto la capacidad de presencia de este movimiento políticamente revolucionario que no efectuaba la revolución (Lenin tampoco la efectuaba en todos los momentos), ni tampoco explica al menos toda la fuerza que adquiere esta persuasión y otras parecidas en el Chile del siglo XX. Es indudable, sin embargo, que ser parte de una experiencia universal era un aliento importante en Chile, otorgándole un horizonte como paradigma.352 Este era el carácter de la presencia representada por Recabarren en esa fundamental elección de 1920; por pequeña que haya sido su presencia en términos de campaña y de votos, no constituía una candidatura ocasional.353
El fin abrupto, sin derramamiento de sangre, de este período en septiembre de 1924 nos hace pensar que todo el edificio constitucional y de prácticas políticas era como una casa de madera carcomida por las termitas, que de todas maneras se derrumbaría un día antes o un día después.
Esta es una imagen engañosa, ya que las fuerzas de conservación —o, más bien dicho, de inercia— quizás eran tan fuertes como para resistir los vientos de cambio, aunque no de manera indefinida. En general, hay que ser cuidadoso con aquellos aspectos del lenguaje de la política moderna que empleen el argumento histórico, una parte bastante constitutiva de su semántica. Esto es el creer que “los tiempos estaban maduros”, “el desenlace era inevitable”, “no daba para más”, “los hombres eran ciegos que no veían que todo había cambiado”, etc. No es que sea del todo falso. El problema es que no es indicación infalible para pensar la realidad, tanto desde el punto de vista de la posteridad como para el hombre que piensa y actúa como ser histórico, en su respectivo presente. La modernidad, que ha provisto a los seres históricos de este lenguaje, ha transcurrido lo suficiente como para hacernos ver que ni todo ha madurado ni todo ha sido exterminado para siempre, ni que la vanguardia ni la ortodoxia carezcan respectivamente de elementos arcaicos o radicalmente modernos, que hace que reproduzcan procesos, estructuras y atmósferas que se suponía debían aniquilar.
Estas reflexiones deben tenerse en cuenta para cualquier momento, ya sea para 1924 o para 1973, pues siempre existe la posibilidad de que las cosas evolucionen hacia un lado o hacia otro, aunque nunca de una manera completamente caprichosa e imprevisible. El sistema podría haberse mantenido hasta que se hicieron sentir los efectos plenos de la crisis de 1929, en ese catastrófico año de 1930. Es probable (pero no más que eso) que en ese caso lo abrupto de una crisis hubiese sido más explosiva de lo que fue en 1924 o 1931 y 1932. Pudo, sin embargo, haber ido por otros derroteros. Una actitud de experimentación moderada con atención a los hechos empíricos, habiendo incorporado lo que sí a todas luces tenía que venir, la modernización del Estado y el inicio sistemático de la legislación social, hubiera atenuado algunas presiones y hubiera habido ese cambio-continuidad asumido —y, por lo mismo quizás, digerido— que constituye una de las desideratas de la existencia histórica. Ciertamente, todo esto es especulación, hipótesis contrafactual, pero nos ayuda a tener una evaluación más ajustada del proceso concreto que ocurrió en la historia y también comprender mejor los fenómenos políticos. Estas fuerzas de la inercia se expresan en algo bastante común de la mentalidad colectiva, con ese tipo de expresiones como que “las cosas no cambian nunca”, “nada nuevo bajo el sol”. Una conciencia de este tipo convive con la idea también de un cambio sísmico, mirado ya sea de manera positiva o negativa.
Los últimos días del régimen que llamamos parlamentario u oligárquico, a falta de un mejor concepto, transcurrieron en eso que a posteriori se ve como una atmósfera de irrealidad. Debatían sobre la aprobación o no de lo que se llamaba la “dieta parlamentaria”, es decir, si los legisladores electos debían tener un salario.354 La idea original y originadora de la representación estaba vinculada a la voluntariedad de la participación y tenía por cierto una raíz aristocrática y propietaria, de que los mejores eran los llamados a dirigir la causa pública, de lejanos orígenes coloniales del “vecino”, lo que desde ya ponía límites a cualquier tipo de absolutismo; y que los que podían mostrar responsabilidad en la discusión de estos temas eran los que la habían mostrado en los asuntos económicos.
Entretanto, había ocurrido una larga evolución en Occidente. El argumento original tenía cada día menos defensores, al menos en público, y se había transformado en una suerte de ataque a los que defendían la dieta o sueldo, como si fuesen pícaros que quisiesen vivir a costa de los demás por medio de una retórica de halagos. La defensa de la dieta parlamentaria, que no era exclusiva ni de la nueva izquierda ni de lo que podemos llamar el mundo progresista anterior, aludía a lo que después sería un lugar común, que esto permitiría a representantes de un espectro social más amplio participar en la vida pública, y conferir más representatividad a las instituciones.355 La dieta parlamentaria venía, ya que iba contra toda lógica negarla. La mayoría se había inclinado por asumirla por una razón u otra, como estaba ocurriendo e iba a ocurrir con muchas leyes sociales. El problema es que, en los últimos días del debate para su aprobación, se le dio prioridad a costa de una discusión pendiente sobre el aumento de sueldos a los uniformados. Un grupo de jóvenes oficiales del Ejército que habían asistido a la sesión y contemplaban todo desde las galerías, enfundados en sus uniformes y provistos de sables, golpearon el suelo con estos en un acto de evidente provocación, al parecer producto de una reacción de malestar momentánea. Había algo más. Sería aquello que pasaría a la posteridad como “ruido de sables” y no sería pura casualidad.
La atmósfera y realidad, o que ahora nos parece tal, se ve más patética en las últimas palabras registradas por el boletín de la Cámara en su última sesión antes de la disolución del Congreso y que parecen resumir una tragedia no solo del llamado período parlamentario, sino que del drama de la democracia y de la sociedad discutidora: “No, señor: no, no. Ya va a ser la una de la mañana,