Educar para ser. Francisco Riquelme Mellado

Educar para ser - Francisco Riquelme Mellado


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que van fundidos y docentes que irradian con luz propia reflejando dos actitudes antagónicas: la del docente victimizado y en zona de inercia y la del docente con actitud proactiva, creativo, comprometido. El docente es siempre la clave.

      El papel del docente es cada vez menos el de enseñar y más el de sostener un adecuado proceso y marco dentro del que el alumno tenga las mejores condiciones para su aprendizaje.

      Una persona que está en un permanente estado de negatividad, quejosa por todo y reactiva llega a un aula como docente. ¿Cuál es la actitud que va a desplegar en ella? ¿Cómo va a afectar ese estado interno a su motivación y a la de sus alumnos, a la relación con ellos, a los procesos de aprendizaje?

      Otra persona se siente agradecida por ser docente, positiva, alegre y disfruta en el aula. ¿Cuál será su presencia en ella? ¿Cómo va a afectar ese estado interno a su motivación y a la de sus alumnos, a la relación con ellos, a los procesos de aprendizaje? De manera completamente distinta. Hay muchas formas de ser docente; una por cada persona que se dedica a este noble arte de acompañar en el aprendizaje. Ser docente está directamente relacionado con el ser de la persona que encarna ese rol.

      Dentro de nosotros hay toda una orquesta. La presencia docente es la nota tonal irradiada de todo mi universo interno: emociones, estados, energías, deseos, anhelos, creencias, valores, actitudes, talentos e identidad.

      Considerar la presencia docente como clave en la educación es asumir la importancia que tiene el docente como creador de espacios, tiempos y sinergias para modular estados de conciencia. Así que quién soy en el aula, qué creo que es el aula, qué hago y cómo lo hago se irradia en ella. Todo cuanto soy forma parte de mi presencia, que en su cara visible es básicamente un acto comunicacional a varios niveles:

      • Corporal: comprende el lenguaje no verbal, los gestos y la energía.

      • Lingüístico: engloba el tono, el discurso y los pensamientos.

      • Emocional: abarca la vivencia y la gestión de emociones y estados emocionales.

      Estos tres aspectos son complementarios y se afectan mutuamente. Por ejemplo, las emociones pueden gestionarse desde el cuerpo, modificando su energía; o desde el lenguaje (usando la lógica y la razón). Todo acto comunicacional es un acto creativo, reflejo de esos niveles de conciencia en los que habitamos internamente. Dicho así puede resultar difuso hablar de niveles de conciencia, pero Robert Dilts4 distingue siete niveles: entorno, comportamiento, capacidades, creencias, valores, identidad y sistémico. Y cuanto más arriba suceden los aprendizajes, mayor transformación producen a nivel personal y colectivo. Un cambio en el entorno o en el comportamiento no dejan de ser meros cambios adaptativos. Un cambio en el nivel de creencias o valores es un cambio más profundo. Una educación integral, holística o cuya vocación sea enriquecer al ser humano en su totalidad. Se desarrollará en todos los niveles y generará cambios transformacionales en los niveles más profundos de profesores y alumnos.

      Los conocimientos para impartir el currículo no suelen ser una dificultad para el docente, forman parte de sus capacidades (bien adquiridas en la universidad). Normalmente los retos y dificultades están más en otros aspectos, como los relacionales, la gestión de aula y los conflictos que suelen emerger en ella. Por eso hay un aspecto clave del trabajo docente que es interno: el que corresponde a la propia alineación de nuestros niveles, a nuestro desarrollo personal y a la búsqueda de una vida plena y con sentido (lo que corresponde a todo ser humano).

      El verdadero reto para el docente es el de asumir ese trabajo interior. Hoy día se habla de ello con el término de habilidades soft, “blandas” (frente a las habilidades hard, “duras”, que son más el resultado de la adquisición directa de conocimientos o competencias curriculares). Estas habilidades blandas siempre han estado ahí, junto a las hard, solo que ahora se nombran y se valora su importancia en el aprendizaje y en el éxito académico, profesional y personal, por lo que tiene mucho sentido desarrollarlas tanto específica como transversalmente.

      El aula como lugar de construcción identitaria

      Ante una dificultad, problema, reto o conflicto solemos cuestionar a los alumnos, a los profesores, a la directiva, a las condiciones o a la normativa; echando balones fuera antes que revisar cuáles son nuestras creencias, qué estamos haciendo y qué otra cosa podríamos hacer, cuál es nuestra actitud y si ayuda o dificulta. Más infrecuente es aún que nos cuestionemos sobre quiénes somos en el aula y para qué estamos en ella, cuáles son los valores que nos sustentan y cuál es nuestra visión, misión o motivación.

      Nuestros alumnos no nos recuerdan por los contenidos que impartimos, sino por cómo los tratamos, qué relación significativa establecimos, la vinculación emocional que les permitió desplegar sus fortalezas, capacidades, talentos y valores desde la mejor actitud.

      “Los alumnos nos aprenden”, nos recuerda Antoni Zabala, y son sensibles a lo que irradiamos más allá de las explicaciones sobre nuestras materias.

      Así, podemos distinguir dos dimensiones fundamentales en el acto educativo:

      1. La dimensión relacional

      2. La dimensión del aprendizaje

      Ambas son dependientes y se dan simultáneamente. Cuando entramos en el aula, lo primero que sucede es un acto relacional. El objetivo es el aprendizaje, que puede darse a varios niveles: desde un nivel meramente instruccional a un nivel que resuena en la identidad y por tanto es transformacional.

      Hace poco tuve una experiencia de formación con jóvenes médicos residentes en el Hospital Virgen de la Arrixaca de Murcia, trabajando la importancia de la empatía y el acompañamiento con pacientes y cómo eso influye en la mejora asistencial, e incluso en sus dolencias y enfermedades. El factor humano es el factor definitivo. Y en educación, el vínculo emocional que cultivamos con esmero constituye una potente sinergia para superar las dificultades que entraña todo aprendizaje. ¿O es que olvidamos que el ser humano es un ser social y se construye a través del espejo de los demás y de sus relaciones? Somos referentes para el modelaje de nuestros alumnos.

      Una de las funciones que se sobrentiende como propia de la educación es la de facilitar la integración en la sociedad. Pero ello no es un fin, o al menos no el fin último de la educación. Más bien la adaptación social, el empleo o el emprendimiento, estar informado y tener una actitud crítica constituyen un medio para el desarrollo de la persona. Y para que aporte valor a la colectividad desarrollándose a la vez la sociedad en su conjunto.

      Germinar, florecer y dar frutos es inherente a una vida plena, con sentido y que se desarrolla. Solo desde una profunda revisión y actualización personal constante, a través de la que curemos nuestras heridas y sanemos los aspectos disfuncionales de nuestra personalidad, estaremos en condiciones de ser presencia en el aula para dar alas a nuestros alumnos e invitarlos, a su vez, reflejando nuestra actitud, a que germinen, florezcan y den frutos. Este es el gran reto para el docente.

      Escucho con frecuencia que los docentes hemos de ser inquietos y estar conectados con la cultura. Y es importante; pero con tener conocimientos y adquirir cultura no es suficiente. Esa inquietud es más profunda: es la inquietud por construir una vida significativa, que desde esos vacíos y malestares incómodos se proyecte todo un impulso de crecimiento que luego podamos “servir en bandeja de plata” en nuestras aulas, a nuestros alumnos que tienen vacíos y malestares como nosotros y ven en nosotros inspiración para construirse y construir sus vidas.

      Llegó un momento en mi vida en que toqué fondo y perdí mi rumbo. Fue cuando mis anheladas metas no tenían sentido y descubrí que eran fruto de profundos autoengaños. Me sentía tan mal conmigo mismo y con la vida, sufría tanto que me aferré a un potente impulso de cambio. Eso me llevó a recomenzar, a hacer un reset. Lo primero que hice fue sanar mis afectos primarios: mi relación de pareja y la relación con mis hijos. Dejé de demandar mis necesidades y comencé a dar. Ese cambio de perspectiva y las acciones en consecuencia que sostuve en el tiempo, produjeron en mí una fuerte transformación e hice realidad una frase de Gandhi que resonó fuerte durante un tiempo dentro de mí: “Cuando yo cambio, cambia mi realidad”.


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