El buen soldado Svejk antes de la guerra. Jaroslav Hašek
escrito cinco años antes) Pic-Nic, una pieza que busca, en palabras del propio autor, «evidenciar lo absurdo de la guerra sorda». La propuesta nos presenta a Zapo, un soldado naíf y despistado, que es visitado por sus padres en el frente para disfrutar de un almuerzo al aire libre (pese que están bajo las bombas). Al grupo se le sumará Zepo, un soldado enemigo. Un surrealismo muy personal recorre todo el teatro de Arrabal, quien fundó en 1963, con Alejandro Jodorowsky y Roland Topor, el Grupo Pánico. Si Švejk se acerca a la pantomima por su continuada y compulsiva obediencia («a sus órdenes», repite una y otra vez), Zapo comienza la obra con un fragmento que podría firmar el mismo Hašek:
Diga... Diga... A sus órdenes mi capitán... En efecto, soy el centinela de la cota 47... Sin novedad, mi capitán... Perdone, mi capitán, ¿cuándo comienza otra vez la batalla?.. Y las bombas, ¿cuándo las tiro?.. ¿Pero, por fin, hacia dónde las tiro, hacia atrás o hacia adelante?.. No se ponga usted así conmigo. No lo digo para molestarle...
Capitán, me encuentro muy solo. ¿No podría enviarme un compañero?.. Aunque sea la cabra... (El capitán le riñe.) A sus órdenes... A sus órdenes, mi capitán.
No es de extrañar que los relatos del checo hayan influenciado a un teatro que tenía como principal objetivo romper con el realismo imperante. La teatralidad recorre la mayoría de los cuentos, donde encontramos diálogos muy picados, rapidísimos, en los que el mecanismo de la sorpresa y el desconcierto son parte del engranaje textual. De hecho, en 1927, el alemán Erwin Piscator, junto a Felix Gasbarra y Leo Lanier, dirigió una versión teatral de Las aventuras del buen soldado Švejk. ¿Quién les ayudó a escribir la adaptación? Nada más y nada menos que Bertolt Brecht.
Pero Jaroslav Hašek no sólo lanza un anzuelo al teatro que vendrá después. Sus capítulos (los podríamos llamar escenas y no pasaría absolutamente nada) recuerdan, al mismo tiempo, al Grand Guignol, un género teatral de origen francés creado a finales del siglo XIX que, con montajes de corta duración, reflejaban la monstruosidad de su tiempo a través del horror y la farsa. Hoy, más de un siglo después, el dramaturgo catalán Esteve Soler ha rescatado el estilo (desarrollado en París en 1897 por el autor y director Oscar Métenier) para su obra Contra la democracia, traducida y representada en todo el mundo.
El escritor checo construye, sin embargo, un personaje que escapa de todos los tiempos. Es un soldado fiel (ridículamente fiel) al emperador austrohúngaro pero su figura, su fuerza alegórica, sortea los concretos (el vino de misa o el algodón pólvora) para erigirse como un auténtico símbolo contra cualquier tipo de conflicto armado. Hašek es capaz de cumplir los tres puntos cardinales de cualquier dramaturgia que quiera ser recordada: el misterio, la precisión y la consciencia. Hay misterio porque, aunque intuimos que Švejk acabará salvándose de todas, nunca sabemos por dónde evolucionará la historia. Hay precisión porque cada réplica nos descoloca y nos provoca la risa. Hay consciencia porque el autor no olvida cuál es el motor de su relato.
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En su excelente libro La dramaturgia, Yves Lavandier disecciona seis aplicaciones de la comedia para que realmente funcione. En primer lugar, atenúa la identificación. La ironía dramática provoca un cierto distanciamiento. Nosotros no somos Švejk, no podemos serlo (ya nos gustaría, pero no somos capaces de comprender su lealtad casi burocrática). Y es por eso mismo que el humor nos llega con tanta fuerza. En segundo lugar, la comedia excluye el sufrimiento real (el dolor que nos transmite el personaje trasciende lo meramente físico). La comedia es, nos dice Lavandier, artificial. «La acumulación es un factor de exageración» que sirve para que entendamos no solo una torpeza individual y aislada, sino una nueva limitación humana. La comedia introduce un desfase. Entre la intención y el resultado siempre hay una suerte de escisión (el soldado quiere servir a su superior y siempre logra lo contrario). La quinta aplicación que señala el guionista y escenógrafo francés es la denuncia como elemento capital. No hace falta decir que, una vez más, Hašek nos está situando cara a cara junto a la barbarie. Y, por último, en la comedia el payaso es sincero. El personaje no se da cuenta de sus despropósitos. Se muestra consternado ante los hechos que podrían parecer predecibles y evidentes. No entiende los motivos de sus calamidades. Nosotros sí. Y por eso reímos.
Jaroslav Hašek cumple, así, con todas las técnicas que luego los grandes cómicos aplicarán en el cine, desde Chaplin a los Hermanos Marx (luego entraremos en detalle en cómo Švejk es y pude ser modelo para algunas de las mejores series televisivas). Somos testigos de cómo se burla de un personaje (confunde un zurrón con un máuser) que tiene obsesiones vanas, escenifica el fracaso, trabaja la exageración y la distancia, y se concentra tanto en el carácter cómo en la situación desde donde crear humor y sátira.
«Serviré al emperador hasta el último aliento» o «A sus órdenes, no me lo creo» son algunas de las frases que, mediante la reiteración, nos presentan, sin necesidad de una descripción detallada, al protagonista. Es de este modo alguien identificable, vivo, de carne y hueso, porque tiene un lenguaje propio, una forma inconfundible de expresarse. Es lo que en teatro y narratología llamamos estilemas. Pero hay otros elementos de escritura dramática que, más allá de las estrategias cómicas que ya hemos comentado, aparecen en los cuentos que aquí podemos leer. La didascalia, por ejemplo, es la acotación que el dramaturgo suele apuntar en medio (o al margen) de la escena para dar alguna instrucción al director o los actores que representarán la obra. Pero, como estamos ante cuentos breves, los directores y los actores somos nosotros mismos, los lectores, los únicos que podremos interpretar la partitura.
En la segunda parte del libro, cuando el soldado está en cautiverio, si nos fijamos un poco, comprobaremos cómo el autor aparece para intervenir en el texto y hacernos salir, por momentos, de la simple acción. Es como si hubiese un letrero luminoso con un apunte histórico, un dato periodístico («las 20.000 víctimas checas que desde el comienzo de la guerra tuvo este tribunal») o, incluso, una reflexión política. No lo dice el personaje, lo dice el escritor herido: «Tras trescientos años de inculcar desde Viena la nación entera con ese lema (¡Cállese!), todavía fuera necesario insistir una vez más de manera individual». Añade: «Talergof-Zelling pasará a la historia de la antigua Austria como un triste legado igual que las mazmorras Pozzi en la historia de Venecia». Es, sin lugar a dudas, el propio Jaroslav Hašek quien se lamenta: «Su nacionalidad suponía de entrada cierta culpa… Fue lo que les pasó a muchas madres cuyos hijos Austria molía a palos».
El escritor checo llegará a romper la cuarta pared. Es extraordinario comprobar el uso del paréntesis para frenar en seco la acción y dirigirse al público, al lector: «Si alguien cree que exagero, que lea en el almanaque médico de Múnich el capítulo La guerra y la psicosis de masas». O simula confesarnos: «El propio Švejk nos aseguró después que era verdad que al amigo loco lo llamaban Excelencia y que, hacía unos años, había visto su cara en una revista ilustrada». La relación entre álter ego y ego, entre la voz ficcional y la voz testimonial, se confunde en un juego de matrioskas.
Estamos defendiendo, pues, la enorme teatralidad que desprenden estos relatos del escritor checo. Y no hay nada más teatral que la anagnórisis, un recurso narrativo con el que el héroe (aquí hablaríamos de anti-héroe, no hay que olvidar que la guerra le pilla con dolores de reuma) descubre su propia naturaleza. Parece que sólo nosotros, al otro lado de la página, nos damos cuenta de cómo Švejk es humillado por sus superiores. Hasta que el soldado, ahora encerrado, llora:
Yo que iba de buena fe, y va ellos y me zurran, me ofenden y sospechan de mis más puras intenciones. No os imagináis lo que duele…
Es a partir de ese preciso momento cuando el humor, y el ritmo de los relatos, se transforman. El giro es clarísimo. Los primeros cuentos datan de 1912, y aparecen junto a las ilustraciones de Stroff. La segunda parte de este libro se publica originariamente en 1920, cuando Hašek ya ha vuelto de la guerra. El vértigo de la alegría, así, se convierte en vértigo del dolor. Y la teatralidad vuelve a enseñarnos todos sus vértices.
II
Jaroslav Hašek no es simplemente un escritor magistral en el uso de la comedia. Su corta biografía (alimentada por él mismo con múltiples mitos) es tan intensa como ambiciosa. No estamos ante un autor aislado que compone su obra al margen de la comunidad. El checo quiere influir