Nirvana. La última pesadilla. Osho
cabeza, significa que debes estar padeciendo algún tipo de dolor de cabeza, más o menos, pero el dolor está ahí; sólo sientes la cabeza de ese modo. Cuando la cabeza está perfectamente sana, no la sientes. Se convierte en no-ser. Cuando estás enfermo, sientes el cuerpo. Cuando estás sano, no sientes el cuerpo para nada. Ése es el criterio de un cuerpo sano: que no se siente el cuerpo. Uno se torna incorpóreo y está sano.
Cuando hay salud, no hay nada, ni siquiera la consciencia de la salud, porque eso también pertenece a una persona enferma. Debes conocer a mucha gente, hipocondríacos, que no hablan más que de salud, medicina, de esto y lo otro. No hablan de estar sanos, pues su cháchara demuestra que no lo están. Una persona sana no se preocupa de ello.
Estuve leyendo la vida de Lutero, el fundador del protestantismo. Durante toda su vida estuvo preocupado por el estreñimiento. No creo que rezase cuando rezaba; pensaba en el estreñimiento… No dejaba de pensar en ello: el estómago, el estreñimiento, el movimiento. Y se dice que su primer satori tuvo lugar en la taza del retrete. Así debió ser; estaba abocado a que así fuera.
No debió ser una persona muy sana. No sólo no estaba sano, sino que me resulta difícil pensar que fue una persona espiritual. Puedes estar enfermo, pero no por eso has de pensar en ello constantemente. No es necesario montar un escándalo, ni contemplarlo. Se preocupó demasiado del cuerpo.
Y debió tener una mente conseguidora, porque toda la gente que está demasiado en el futuro está estreñida en el presente. El estreñimiento es una enfermedad muy espiritual. La gente demasiado ambiciosa anda siempre estreñida. No hallarás un solo político que no ande estreñido. Como la mente está tan tensa, no puede relajar el sistema intestinal; todo se retiene. Si estás realmente sano, te olvidas del cuerpo. Si estás realmente aquí, te olvidas del ego.
Cuando uno es perfectamente, no hay “Yo”; el “Yo” no surge en esa situación. Hay existencia, pero no “Yo”. La existencia es infinita; carece de límites. El “Yo” es muy atómico, algo encogido, algo estreñido, una cosa enferma e insana.
Prepárate, pero no para soltar el ego. Prepárate, ahora mismo, no en el futuro. No hagas planes para comprender. ¿Y qué preparación se necesita para entender? ¿Debes hacer muchas yogasanas, muchas posturas yóguicas, para comprender? ¿Deberás ponerte cabeza abajo durante muchos años para poder llegar a comprender?
Para comprender sólo se necesita una cosa: escuchar bien, nada más. Por favor, escucha lo que te estoy diciendo. Lo que te digo… Escúchalo. Si puedes escucharlo, en ese escuchar, sucede el ver; tendrás una visión distinta. En esa visión hay transformación.
La tercera pregunta:
Osho, ¿existe interrelación entre wu-wei y el camino del corazón?
No sólo están interrelacionados: son la misma cosa. Sólo son dos maneras de decir la misma cosa.
Wu-wei significa hacer sin hacer. Significa no hacer haciendo. Significa permitir lo que quiere suceder. No lo “hagas”, permite que suceda. Y ése es el camino del corazón.
El camino del corazón significa el camino del amor. ¿Puedes hacer amor? Hacer amor es imposible. Puedes estar enamorado, pero no puedes hacerlo. Pero no hacemos más que utilizar expresiones, como “hacer el amor”, que no son más que tonterías. ¿Cómo es posible hacer amor? Cuando hay amor, tú no estás ahí. Cuando el amor está ahí, el manipulador, el hacedor, no está ahí. El amor no permite maniobra alguna por tu parte. Sucede. Sucede de repente, como caído del cielo. Es un regalo. Igual de regalo que la vida.
El camino del corazón, el camino del amor o el camino de wu-wei. Son lo mismo. Insisten en que el hacedor ha de soltar, caer, ser olvidado, y que has de vivir tu vida sin ser un manipulador. Has de vivir tu vida como un fluir de lo desconocido. No nades a contracorriente y no trates de acelerar el río. Fluye con el río.
El río ya se dirige hacia el mar. Sé uno con el río y te conducirá hasta el mar. Ni siquiera es necesario nadar. Relájate y permite que el río te lleve. Relájate y permite que la existencia te posea. Relájate y permite que el todo se haga cargo de la parte.
Hacer significa que la parte intenta hacer algo contra el todo, que la parte trata de salirse con la suya contra el todo.
Wu-wei significa que la parte ha entendido que es sólo la parte y ha abandonado toda lucha. Ahora el todo hace y la parte es feliz. El todo baila y la parte baila con él. Estar armonizado con el todo, mantener el paso con el todo, mantener una profunda relación orgásmica con el todo… Ése es el significado de wu-wei. Y ése es el sentido del amor.
Por eso dijo Jesús: «Dios es amor». Está creando una analogía, porque en la experiencia humana no hay nada más cercano a la divinidad que el amor.
Escucha: tú naciste, pero entonces no fuiste para nada consciente. Sucedió, pero ya ha sucedido; ahora ya no puede hacerse nada. Morirás; algún día sucederá, en el futuro. En este momento estás vivo. El nacimiento ha sucedido; la muerte ha de suceder. Entre ambos sólo existe una posibilidad: amor.
Existen tres cosas básicas: nacimiento, amor y muerte. Todas suceden. Pero el nacimiento ya ha sucedido, y ahora no puedes ser consciente de ello. Y la muerte todavía no ha ocurrido. ¿Cómo puedes ser consciente de ella ahora? La única posibilidad entre ambos sucesos es el amor, que está sucediendo ahora mismo. Hazte consciente de ello y observa cómo sucede.
No hay nada que tú hagas. Tú no haces nada. Un día, de repente, sientes un resplandor; un día, de repente, sientes aparecer una energía. En manos de lo desconocido… El dios del amor ha llamado a la puerta. De repente, dejas de ser el mismo: ha desaparecido la opacidad, ha desaparecido la monotonía, ha desaparecido la ranciedad. De repente, cantas y hierves de alegría. De repente, dejas de ser el mismo… Estás en la cima. Los valles, los valles oscuros, pasan al olvido. Luz del sol y la cima… ¿Has hecho algo para que suceda?
La gente va por ahí enseñando el amor. ¿Cómo puedes amar? A causa de esa enseñanza, el amor se ha vuelto imposible. La madre no hace más que decirle al hijo: «¡Quiéreme! Soy tu madre». ¿Cómo se supone que el niño debe querer? De hecho, ¿qué se supone que debe hacer? El niño no sabe qué hacer, ni cómo hacerlo. Y la madre no deja de insistir. Y el padre también insiste: «¡Cuando llego a casa, espero amor!». Poco a poco el niño se convierte en un político: inicia la política del amor, lo cual no es para nada amor. Empieza a gastar bromas. Se torna engañoso. Sonríe cuando se le acerca la madre, y ésta siente: «Me quiere».
Ha de hacer todo eso porque depende de ellos; su supervivencia depende de ellos. Está indefenso. Se convierte en diplomático. No siente ningún amor, pero ha de fingirlo. Poco a poco el fingimiento se enraíza tan profundamente que no deja de fingir durante toda su vida. Luego ama a una mujer porque es su esposa; luego ella ama a un hombre porque es su marido. Uno ha de amar. Amar se convierte en un deber. ¿Puedes imaginar una posibilidad más absurda? El amor se convierte en una obligación; uno ha de hacerlo. Es un mandamiento; hay que cumplirlo. Es una responsabilidad.
Ahora bien, a esa persona nunca le sucederá el verdadero amor. Nunca en una mente tan condicionada, porque el amor siempre es un suceso. Siempre te pilla desprevenido. Te llega de repente, de ninguna parte. Llega la flecha, alcanza el corazón, sientes el dolor, su dulce dolor, pero no sabes de dónde viene ni cómo sucede.
El amor está en las manos de la existencia. Es un suceso.
Justo el otro día leía una anécdota…
Federico Guillermo I, que gobernó Prusia a principios del siglo XVIII, fue un gordo excéntrico que no se andaba con contemplaciones. Caminaba por las calles de Berlín sin protección, y cuando alguien le desagradaba –algo que no resultaba muy difícil–, no dudaba en utilizar su recio bastón como garrote. Era el rey… ¡Y se comportaba de ese modo!
No era pues de extrañar que cuando los berlineses le veían a lo lejos desapareciesen de las calles. Las calles se vaciaban. Siempre que le veían llegar, escapaban por donde podían.
En una ocasión en que Federico Guillermo recorría