Palabras pesadas. Bertha C. Ramos
Amor propio bajo el sol del trópico
Cornelia desconocida y despiadada
Historia de un marinero que aborrecía tierra y mar
Mujer cuya soledad no tiene que ver con el adiós de un hombre
ELLA Y ÉL CUALQUIER DÍA DE NOVIEMBRE
Desde la noche anterior ll
Desde la noche anterior, Ella había decidido colgarse del gancho de hierro que sostenía el helecho. En medio del zaguán, donde la tropezara Él cuando llegara amanecido. Se colgaría con un lazo de fique que había teñido de rojo y al que puso cascabeles en ambas puntas. Cuando Él la viera, diría que se veía perfecta. Que, a pesar de estar un poco pálida, todo en Ella estaba en orden. En un orden exquisito. El largo de la falda, los botoncitos de nácar ligados a los ojales, y ambos brazos, blancos, bellos, oscilando coordinados a lo largo de su cuerpo. Su diosa siempre esperándolo con el toque de elegancia que Él deseaba. En algún momento, Él tendría un gesto de temor y correría hacia el cuarto con tanta prisa que, al pasar, la impulsaría a girar sobre sí misma, enrollándose y desenrollándose al compás del tintineo de los cascabeles. El temor pudiera haber devenido en pánico, pero Él llegaría hasta la cama y se sabría salvado. Ella le había dejado cada cosa en su lugar. La ropa que se pondría para el funeral, todo acorde, hasta el pañuelo, como le gustaba a Él. También se habría dado cuenta de que Ella le había puesto junto al saco su cajita de analgésicos, su colección de revistas Playboy y un lazo de fique idéntico al que Ella usara, pero teñido de negro. Seguramente entonces Él regresaría al zaguán y le daría las gracias por tanta dedicación con la misma bofetada con que le había agradecido cada cosa a lo largo de la vida. Luego, pasaría sus dedos por la línea inexpresiva de su barbilla partida y acaso lloraría unos minutos sobre los pliegues de su falda escocesa. Para entonces, Ella ya sabría si desde esa dimensión era posible escupirle la cara y despreciarlo.
DIÁLOGO ENTRE MUJER Y CONCIENCIA
Que hubo cielo despejado, lo hubo. Que noche
también. Que la humanidad pareció una molécula cuando ella tuvo por vez primera un hombre adentro. Que entonces también entraron en ella todas las palabras, las herramientas, la tecnología, la culinaria, las religiones, la poesía, el arte, las tuercas y los tornillos, los tratados de libre comercio y las fórmulas matemáticas. Pero, como toda mujer, ella hubiera querido más. Le habría gustado que a diario le repitieran sumisamente: “Te quiero”.
Fue esa la hora obligatoria de la pregunta: “¿Qué soy?”. Una voz, la misma voz sentenciosa de siempre le respondió: “No eres más que una hija mayor”.
Cuando un