La dama triste. M.ª Concepción Regueiro Digón

La dama triste - M.ª Concepción Regueiro Digón


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Manson. Quizás fruto del aire procaz de la melodía, los besos entre Alba y Gaby eran tan lascivos. Llevaban un buen rato así, magreándose sin disimulo, de hecho, la mano derecha de Alba se había calentado con más frecuencia de la recomendable bajo las cazoletas del sujetador de su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea y esta había intentado con exagerada evidencia desabrocharle los vaqueros para permitir un más cómodo acceso de sus impacientes dedos. Si semejante comportamiento era tolerado, por no decir directamente ignorado, no era porque se tratara de un local clave de ambiente, en absoluto. Ni siquiera se trataba de un gay-friendly voluntarioso. Solo en un tugurio de naturaleza hetero como el Redflower era permitido un espectáculo tan caliente entre personas del mismo sexo porque, definitivamente, los que por allí pululaban iban tan ciegos, el estruendo era tan grande y la zona de butacas estaba tan oscura que sería literalmente imposible distinguir a dos dinosaurios copulando.

      Por qué no acababan con eso en el miserable estudio de la empleada de la copistería o en la habitación de la novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea, solo distante un par de manzanas, para desgracia y escándalo de las inmigrantes ecuatorianas que en el mismo piso se alojaban, se debía a que Alba en menos de media hora tenía que salir a recoger la prensa del día para repartir, y ella, pese a las apariencias, era partidaria de tomarse el sexo con calma, una cama cómoda y un posterior sueñito reparador una vez finalizado el asunto. Así pues, se levantó de un salto y a punto estuvo de quedarse en ropa interior, pues los esfuerzos de Gaby ya habían conseguido su primer objetivo.

      —Me marcho —dijo a gritos colocándose deprisa los pantalones.

      —Vamos hasta mi habitación, anda. Aún te queda un rato —suplicó Gaby, quien quería un mínimo premio tras tanto esfuerzo de precisión a oscuras.

      —No puedo, de verdad. Ya te llamaré por la tarde —gritó comenzando a andar y racaneando un simple beso de despedida, pues temía reinicios con posibles crescendos de lo que habían estado haciendo en los últimos veinte o treinta minutos, al regreso de su ronda rutinaria por barra, vestíbulo y pista. Lo cierto era que ya se había hecho un poco tarde: la avenida principal estaba esos días cortada por unas eternas obras de canalización, y ella tendría que meter la moto por callejones serpenteantes del casco viejo, lo que le llevaba bastante más tiempo del habitual.

      En cuatro zancadas llegó hasta la puerta, dispuesta por un día a ser puntual, pero un petimetre de los que no hacía ni media hora vomitaban en el camino de los servicios le cortó el paso y le hizo el conocido gesto insolente de quien se cree curtido en mil batallas.

      El retraso no buscado acababa produciéndose una vez más y por eso estuvo a punto de tener la enésima bronca con el transportista, quien ya se disponía a dejar tirados los paquetes de periódicos en la calle ante el también enésimo retraso de la insolente joven de la papelería-copistería Rodríguez y Mínguez. Fruto de todo ello fue que llevara el diario a la casa de doña Matilde a las siete treinta y cinco, casi media hora más tarde de lo que la planificación de la ruta hacía aconsejable, lo que seguramente provocará un retraso final acumulado de hora y pico.

      —Pasa, hija, ¿cómo va todo? —dijo la vieja al abrirle. Como siempre, vestía con su bata y su chal roñoso donde ya no existían colores, y su cara era ese gesto perenne de dolor de tripas.

      —Como siempre —contestó sin ganas Alba mientras se introducía en el destartalado piso. Seguía pensando en patatas precocinadas y refrescos multivitaminados. No había dejado de hacerlo en todo el día y, a esas horas de la mañana y con la borrachera de sueño, aparecían como objetos casi mágicos.

      —Al final, mi hijo no va a estar hoy, pero dejó recado de que arreglaras las cuentas conmigo, así que vamos a la cocina. Se me va a enfriar el desayuno.

      Alba estuvo tentada de soltar cualquier excusa para volver en otra ocasión, pero sabía que en aquella casa el momento de las cuentas era sagrado, así que debería aguantar a la vieja rumiando la cantidad ingente de galletas que desmenuzaba en su descascarillado tazón de leche y que luego engullía casi sin respirar en un repugnante espectáculo que llegaba a revolverle el estómago.

       II

      Aprovechó la precaria conexión de la tienda para acabar de descargar los clips a su nuevo ordenador, un magnífico portátil que ni el presidente de la mejor compañía se habría atrevido a comprar, dado su elevado precio y su ingente número de prestaciones, innecesarias en su mayoría incluso para el más experto hacker, pero ella siempre fue una aficionada a la calidad suprema, y en el tema de la informática no iba a ser una excepción. Más tarde pensaba revisarlos con calma en el Home Cinema recién instalado ante su cama, siempre y cuando consiguiera darle esquinazo a Gaby, aunque era jugar con fuego, pues su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea era bastante quisquillosa ante el incumplimiento de las promesas de llamadas como la que con demasiada ligereza efectuó antes de salir de la discoteca. En realidad, le gustaría aprovechar esa tarde del sábado para dormir un poco y hacer lo ya comentado con sus nuevas adquisiciones audiovisuales. Quería acercarse temprano por el Redflower, pero sabía que si Gaby pasaba por su casa no sería capaz de llegar antes de la una o una y media, con lo que eso le supondría de descalabro en el reparto de la prensa del día siguiente. Con todo, tampoco quería quedar mal con su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea, pues, analizando todo desde la prudente distancia, había sido y era de las relaciones más satisfactorias que había tenido, habida cuenta de lo enturbiadas que estas siempre estuvieron por sus poco recomendables costumbres, en la actualidad casi desterradas. A Alba le revientan bastante algunos de sus aspectos como esa risilla de hiena cuando alcanza el orgasmo; su admiración ridícula por actrices, cantantes y cuanta famosilla parece «entender»; su infantil sentido del humor, que la lleva a reírse durante minutos enteros del chiste más idiota; o, simplemente, esa creencia absurda en que la oposición a la Administración del Estado que prepara con escaso interés en una cara academia va a ser la solución de su vida, esa que le permitirá desde reconciliarse con la familia —en estado de frenesí desde que la descubrieron besándose con otra chica en las fiestas del barrio y por lo que ahora le pagan sin dudar las clases y el alojamiento en una localidad tan solo distante cinco kilómetros para así evitar vergüenzas microburguesas— hasta la acariciada posibilidad de mejorar su aspecto físico, en general, bastante atractivo, pero del que odia sobre todas las cosas el mínimo gancho que hace su nariz y que piensa solventar en el momento preciso que pueda solicitar un crédito para la rinoplastia. A pesar de todo ello, puede concluirse que se siente a gusto con ella: en la cama se entienden bastante bien, le encanta esa desinhibición que la lleva incluso a buscar sexo rápido en los sitios más inapropiados y, en definitiva, le resulta muy ventajosa su inocencia ante las respuestas que suele darle respecto a sus sorprendentemente caras propiedades y otras costumbres asombrosas que mantiene en los lugares públicos, habitualmente justificadas como recados debidos de la copistería.

      El jefe entró estrujando unos papeles que por los colores parecían el recibo mensual de Telefónica, y ella apenas tuvo tiempo de apagar el portátil y esconderlo bajo el mostrador.

      —Buenos días, jefe.

      —Ni buenos ni hostias, ¿se puede saber a quién tienes en Madrid? Hay un montón de llamadas con el prefijo 91.

      «Las malditas facturas detalladas», pensó ella con resquemor mientras elegía una excusa creíble, esa maldita preocupación de la compañía por los consumidores le iba a suponer una discusión antes de acabar la semana, precisamente cuando había conseguido esquivarlas con bastante buena suerte los cinco días anteriores.

      —¿Qué dice? Yo he telefoneado alguna vez a las distribuidoras para que nos sirvieran antes las revistas, pero no he estado llamando a Madrid.

      Aun antes de que el jefe abriese la boca, sabía con total seguridad que había sido pillada en un renuncio.

      —Pero ¿tú te piensas que yo soy idiota? Acabo de llamar desde el móvil a uno de esos números y me ha salido el contestador automático de una cadena de televisión. Es que es la hostia, vamos, emplear mi teléfono para sabe Dios qué chorradas.

      —Pues si quiere, me voy y punto. Puede buscarse a otra —masculló Alba en un intento de recuperar


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