Despertando a la bruja. Pam Grossman

Despertando a la bruja - Pam Grossman


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de usarla en el texto que viene a continuación.

      La mayoría te dirá que la etimología de la palabra «bruja» no está clara. Muchas fuentes nos dicen que se deriva de la palabra wicca o wicce en inglés antiguo, y que significa «trabajador o trabajadora de la magia». Hay quien dice que a su vez proceden de palabras asociadas al término arrodillarse, mecha o sauces llorones. O bien que es una permutación de palabras antiguas que significan «sabiduría» o «sabio». Y por eso a menudo concluyen en que la bruja es alguien que tiene conocimientos para modular la realidad, para conseguir provocar cambios a voluntad.

      Todo esto se refiere a la bruja occidental en su contexto distintivamente europeo. Pero casi todas las culturas tienen su propia versión de las brujas, por no hablar de la múltiple variedad de personas mágicas en las que quedan incluidas hechiceras, adivinos, oráculos, sanadoras y chamanes. Para el propósito de este libro, sin embargo, voy a centrarme primordialmente en la palabra «bruja», porque por sí misma ya es complicadísima.

      ¿Qué queremos decir cuando la usamos?

      Bueno, pues resulta que depende.

      En el libro de Ronald Hutton The Witch: A History of Fear, from Ancient Times to the Present, se afirma que en la actualidad existen poco menos que cuatro significados comunes de la palabra «bruja». Es decir: alguien que usa la magia con propósitos malignos; cualquier persona que recurre al uso de la magia (tanto si es buena, mala o neutra); los que siguen el paganismo centrado en la naturaleza, como la wicca; y ese personaje que tiene un poder femenino transgresor. Muchos libros históricos como este del que hablamos tienden a centrarse en la primera definición. Después de todo, a las brujas se las asocia con el diablo desde que aparecieron en escena por primera vez.

      Sin embargo, hoy en día estas definiciones se difuminan entre sí dándose forma e influenciándose la una a la otra. La bruja ya no sería un icono femenino, por ejemplo, sin ese significado primario maligno sobre el que improvisamos y despotricamos.

      Malcolm Gaskill escribe sobre lo que él llama «la opacidad» del arquetipo de la bruja. En su libro Witchcraft: A Very Short Introduction, afirma: «[…] Las brujas se resisten a la simplificación, y son tan diversas y complicadas como el contexto al que pertenecen: la economía, la política, la religión, la familia, la comunidad y la mentalidad…».

      O como especifica Jack Zipes de una manera un poco más sucinta en The Irresistible Fairy Tale, «Usamos la palabra “con toda naturalidad” en los países occidentales, como si todos supiéramos lo que es una bruja. Pues bien: no lo sabemos».

      Sin embargo, quizá mi afirmación preferida sobre el tema nos la ofrece Margot Adler, que escribe en su monumental libro sobre paganismo moderno, Drawing down the Moon: «Las definiciones lexicográficas de la bruja son muy confusas, y guardan poca relación con las definiciones que dan las brujas mismas».

      Uno podría decir que al menos se pueden contemplar los hechos y empezar por el principio de la civilización humana, cuando la magia era considerada real por todos. El problema, la tarea ardua, es que escribir una historia auténtica sobre la bruja como tal es imposible de concretar, a pesar de que han existido varios admirables intentos. Como estos libros te contarán, existe una miríada de ricas tradiciones de magia folklórica, brujería y chamanismo que pueblan el planeta. La mayoría de estas creencias existen desde hace miles de años, y siguen existiendo, practicadas por personas de toda condición.

      Ahora bien, ¿cómo nos lleva todo eso al punto en que estamos en la actualidad, ese en el que la definición fundamental que da el diccionario Merriem-Webster de «bruja» es el que dice que es el personaje al que se le concede la posesión de unos poderes sobrenaturales primordialmente malignos; es más, el que dice que sobre todo es una mujer que practica la magia negra con la ayuda de un demonio o un familiar? ¿Cuándo ha aparecido ese «sobre todo es una mujer»? A fin de cuentas, siempre ha habido practicantes de magia masculinos y de género inconformista que se llaman a sí mismos, o que les llaman los demás, «brujos o brujas». Gerald Garner, el fundador de la religión que terminó llamándose wicca, era un hombre. Y, sin embargo, la inmensa mayoría de las personas perseguidas por causa de brujería han sido mujeres.

      Si se pidiera a un grupo de personas que dibujaran a una bruja, la mayoría probablemente recurriría a la misma clave visual: la de una mujer con un gorro puntiagudo y pelo largo, probablemente de edad madura, con una escoba, un caldero y/o un gato. Cuando le pregunté a un miembro del Subcomité del Código de Emojis por qué el emoji universal de una persona con un gorro de punta y una varita mágica se llamaba mago en lugar de bruja, me dijo: «Pedí que los nombres que designaran personajes de fantasía sortearan todas las connotaciones de género […]. La bruja suele equipararse al sexo femenino –¡Qué me va iba decir a mí…!–. También mencionamos al mago o al hechicero, pero estas palabras se relacionan con el sexo masculino. Sugerí “mago” porque pensé que era una buena abreviatura de la frase “persona mágica”, y la imaginería por defecto (según las directrices del Código) debería ser de “género neutro”».

      Dejemos ahora de lado el tema del género y volvamos al propósito de la bruja, porque ahí es donde las preguntas sobre lo que son las brujas buenas o las brujas malas se enturbian. Muchas de las ideas modernas que tenemos sobre las brujas malas proceden de fuentes históricas erróneas. Por ejemplo, las afirmaciones de esos eruditos que sugirieron que las «confesiones» de haber practicado brujería diabólica durante la caza de brujas europea y colonial de Nueva Inglaterra tenían que considerarse una prueba irrefutable de la práctica real de la brujería ya no gozan de crédito alguno. Es más, son relativamente pocos los testimonios fiables que han sobrevivido a esos incidentes. La mayor parte de nuestra imaginería sobre la brujería procede de manuales sobre caza de brujas escritos por los mismos cazadores, que obviamente tenían una visión sesgada del tema, o de las refutaciones de esos mismos manuales que elaboraron otros autores de la época.

      Las transcripciones reales de los juicios a las brujas tampoco deberían tomarse al pie de la letra. En primer lugar, es de una gran sutileza decir que quizá los acusados no fueron unos narradores muy fiables, porque tuvieron que luchar para defender su vida bajo circunstancias incomprensiblemente crueles de tortura física y desesperación psicológica y/o por estar bajo los efectos de un delirio. En segundo lugar, los documentos que contienen estas supuestas confesiones a menudo no se conservaron como es debido, y la mayoría ya no existe, si es que llegaron a existir, por supuesto. Por ejemplo, nuestro conocimiento de lo que fue el suceso más famoso de Estados Unidos sobre brujería, los juicios de Salem, está muy sesgado. Como escribe Stacy Schiff en su libro The Witches: Salem, 1692: «No hay ni rastro de una sola sesión de esos juicios sobre brujería. Tenemos relatos de los juicios, pero no hay registros […]. El libro de registros de Salem fue eliminado. Más de un centenar de informadores prestaron testimonio. Y algunos que fueron entrenados para hacerlo fueron de una incoherencia malsana». Lo que demostraron los juicios sobre las brujas en realidad es que los seres humanos no-mágicos son tan capaces de ejercer la maldad e incluso de llegar al asesinato como esas supuestas brujas.

      En la otra cara de la moneda la mayoría de textos de los siglos XIX y XX que plantaron las semillas para realizar definiciones positivas de las brujas, incluyendo la religión moderna de la wicca, también han quedado en entredicho. Libros como el de Charles Godfrey Leland, Aradia o el Evangelio de las Brujas, el de sir James George Frazer, The Golden Bough, el de Margaret Murray, El culto de la brujería en la Europa occidental, el de Robert Graves, La diosa blanca: una gramática histórica del mito moderno, y el de Marija Gimbutas, The Language of the Goddess, por nombrar tan solo algunos, contribuyeron a ofrecer una visión de las brujas más compasiva (o incluso romántica), a pesar de haber estado sujetos a un posterior escrutinio y debate en lo que respecta a su validez. Por muy significativo que sea sacar a las brujas de las llamas del infierno y ponerlas sobre un pedestal, según los estándares académicos de hoy en día, esos sesgos más idealistas sobre la brujería se basan en conjeturas, en falsos estudios o en pretendidas licencias poéticas.

      Por otro lado, estas «historias» de brujas están pergeñadas a partir de detalles sacados de leyendas, mitos y cuentos de hadas. Lo que sabemos de las brujas se ha ido


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