La familia itinerante. Sun-Ok Gong

La familia itinerante - Sun-Ok Gong


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según decía, sería de Dangchuri. Por eso le preguntó si conocía a tal o cual señor, pero Younggap le contestó que no, aunque de todos modos insistió en que su pueblo era vecino al de Dalgon; le creyó y mantuvo un trato amable hacia él porque le daba lástima el niño que lo acompañaba. Por otra parte, Younggap empezó a llamarlo hermano mayor y a hacerle caso, sólo porque Dalgon era de un pueblo vecino al suyo. Quizá por esta razón Younggap le dijo que siempre que le hiciera falta un puesto de trabajo, le avisara. Cuando Dalgon llegó a Seúl un mes atrás, Younggap lo presentó en la empresa de construcción en que trabajaba, y al final consiguió trabajo ahí mismo. Ahora también, igual que el año anterior, junto a Younggap siempre había un niño que se agarraba, como de costumbre, a los pantalones de su padre. Al ver que iba a trabajar acompañado de su hijo, Dalgon supuso la situación en que se encontraba. No sabía qué trato mantenía con sus parientes; sin embargo, se notaba que era un hombre cordial, al menos con los extraños, y no le preguntó nada en detalle.

      —¿Por qué has venido?

      —Hermano mayor, hoy es Nochebuena, ¿sabes? Me siento muy solo, por eso he venido a verte.

      —Pero yo tengo algo que hacer hoy.

      Dalgon era un hombre que se esforzaba por hablar al estilo de Seúl, tanto como fuera posible, cuando estaba en Seúl.

      —No quería venir hasta aquí, pero este niño me lo pedía tanto que no pude menos que traerlo…

      Younggap, en cualquier situación, solía excusarse con el pretexto de su hijo.

      Al ver al niño, la mano de Dalgon automáticamente entró en su bolsillo y acarició un billete de 1 000 wones que enseguida depositó en la mano del niño. Éste lo tomó con agilidad e inclinó la cabeza a modo de agradecimiento. Darle un billete al niño siempre que lo veía era un gesto automático en Dalgon, y también para el niño era automático bajar la cabeza al recibirlo. Este ademán al tomar el dinero se había hecho costumbre en él. Younggap se sentía satisfecho y decía no saber de dónde había aprendido su niño la cortesía de saludar en esas circunstancias. Se enorgullecía de sí mismo, excusando a su hijo y diciéndole a los demás que, aunque él no había recibido una buena educación, a su hijo lo educaba en lo relativo a la cortesía hogareña. Dalgon sintió unas ganas inmensas de abofetear a Younggap al escucharlo hablar de esa manera, pero se contuvo por la presencia del niño.

      —¿A qué has venido hoy, a ver?

      Younggap, aprovechando que Dalgon había conseguido un puesto de trabajo en Seúl gracias a él, solía pedirle que le echase una mano, y por eso era natural que Dalgon no le dirigiera palabras amables.

      —Mira, como ya te dije hace un momento, este niño me cansaba tanto que…

      —Dime francamente la verdad, ¿has venido porque te hace falta dinero?

      —¿Por qué me tratas de mendigo sin ninguna razón y, además, en presencia de mi hijo?

      —Te digo esto por el niño. Como sabes, no tengo nada extra del pago de mi sueldo porque tuve que pagar el alquiler de mi cuarto, aparte de otros gastos inesperados.

      —Si alguien nos oyera hablar, creería que yo, Cho Younggap, soy tu parásito. Pero hoy, de verdad, te confieso sin mentir una pizca que me siento muy solo, he venido a tomar una copa contigo.

      —Pero hoy no estoy de humor para beber.

      —Sin embargo, viendo tu cara, me gustaría mucho tomar una copa, te veo muy ensimismado, ¿eh?

      Yongja nunca había previsto que su cuñada entrara en ese salón de canto. En realidad, siempre que había estado frente a su cuñada, esposa del hermano menor de su esposo, se sentía inferior. Desde que había comenzado su vida de aprendiz en una fábrica de confecciones a la edad de 17 años, siempre se percibía inevitablemente rebajada ante cualquier persona de Seúl. Además, su cuñada sabía mucho porque había sido bien educada y era inteligente para hablar con la gente. Fue un grave error haber olvidado por un momento que los padres de su cuñada vivían en el barrio de Silimdong. O quizá su equivocación comenzó cuando entró a trabajar a un restaurante del pueblo. Si se pusiera a analizar de esa manera el origen de sus males, llegaría a la conclusión de que la falla, en realidad, había consistido en casarse con Kim Dalgon. Al recordarlo, Yongja se excusaba subrayando que era una mujer inocente y que no sabía nada de asuntos mundanos. Hacía ya tres años que había abandonado la casa. A los 22 ya estaba embarazada imprevistamente, por lo que se casó y empezó a vivir con su marido en la casa de la que se fue a los 33 años. Ahora tenía 36, sin un lugar adonde ir; había dejado su casa y, en verdad, no tenía adonde ir. En realidad, nunca había tenido la firme decisión de abandonar la casa. La razón de que se hubiera ido estribaba únicamente en el deseo de ganar dinero. Nunca pensó en un plan de fuga. Su marido borracho le pegaba y todo era por el dinero. En la casa ya no había nadie que le ofreciese dinero a ella. Su marido trabajaba en la cocina de un restaurante del pueblo para ganarse la vida, pero su salario era incluso insuficiente para pagar parte del préstamo obtenido con el pretexto de ser descendiente de agricultores y pescadores, y por eso difícilmente se hacía cargo de mantener a la familia. Por este motivo Yongja quería trabajar en un restaurante especializado en costillas de res en el centro del pueblo. Ahora pensaba que de no haber conocido en aquella época al señor Bae, se habría quedado en su casa. Imaginaba que si no lo hubiese visto, aún estaría abonando con estiércol un rincón del campo. Esta especulación sobre su posible situación la fastidiaba un poco. Sin embargo, cuando recordaba el pasado, advertía con tranquilidad que había otra persona que había tenido un papel decisivo para hacerla salir de su casa: Myonghwa, una mujer que había venido a Corea desde Yonbyon, China. Si Myonghwa no la hubiera encandilado, Yongja no habría visto al señor Bae ni estaría en esa tierra de Seúl que desconocía en absoluto. Cuando pensaba en su situación actual, sola y tumbada en el colchón de una habitación de hostal, lo primero que le venía a la mente no era su marido, sus niños o sus suegros, sino las caras del señor Bae, de Myonghwa o de clientes cuyo aspecto no recordaba con claridad, pero que después de haber bebido y cantado en el salón se habían alojado borrachos con ella. Se preguntaba por qué tenía esos recuerdos. Y ella misma llegaba a la conclusión de que no era que no quisiera acordarse de su familia, sino que le daba miedo pensar en ellos. Cuando lo hacía, se quedaba sin aliento, por lo que intentaba no hacerlo. Un recuerdo siempre atraía a otro, y así sucesivamente. Ahora no sabía dónde estaba Myonghwa, quien la había sonsacado y había escapado con ella a Seúl. Las mujeres del pueblo se habían marchado una tras otra, por lo que el lugar entero se hallaba en revuelo total.


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