Sobrevivir a la autocracia. Masha Gessen
arriba, tienes loca a la mitad de la sala –una locura, les encantó todo, quieren hacer algo grande por nuestro país–. Y luego tienes la otra mitad –incluso cuando les das buenas noticias, noticias buenas de verdad como aquellas [baja tasa de desempleo para los estadounidenses afroamericanos]– están como muertos. Y poco americanos. Poco americanos. Alguien dijo ‘traidores’. Y no sé, pienso, ¿por qué no? ¿Se puede llamar a eso traición? ¿Por qué no? A ver, claramente no parecían sentir mucho amor por nuestro país.107
En el primer año de su presidencia, Trump había conseguido un cambio notable en la política estadounidense, un cambio de público político. En una democracia representativa, el público principal de un político son sus votantes, los residentes de su distrito, estado o país, que decidirán si lo reeligen para el cargo en las siguientes elecciones. En una autocracia, el público principal del político es el autócrata, puesto que él es el protector que reparte el poder y la influencia. En la América de Trump, los políticos republicanos representan un papel para Trump –él es su público principal–, pero el público de él son sus bases, la gente que viene a sus mítines y sorbe cada palabra de sus tuits. Trump distribuye el poder al movilizar a esos votantes. Mientras los demócratas sigan actuando para el público, que son sus votantes, en lugar de para Trump, existe la esperanza de revertir la tentativa autocrática, pero incluso así, la mitad del país en el que vivo funciona, en el espacio público, como una autocracia.
Cuando los demócratas incoaron la investigación de destitución en septiembre de 2019, Trump, la Administración y el Partido Republicano de hecho argumentaron que Trump era un autócrata; el abogado de este alegó absoluta inmunidad e impunidad y la Casa Blanca ordenó a los empleados de la Administración que no testificasen.108 Washington se dividió en dos facciones, una que habitaba una democracia representativa y otra que vivía en una autocracia. Algunos empleados de la Administración cruzaron la línea que las separaba, granjeándose la ira de Trump, Twitter mediante, y también amenazas de muerte por parte de sus seguidores; al menos una persona tuvo que solicitar protección preventiva. De forma inusual en la era Trump, en las audiencias no se discutía acerca de los hechos –los hechos eran sabidos e incontestados–, sino acerca de la naturaleza del poder político en EEUU. Una de las partes argüía que el poder político lo otorgaban los votantes de forma provisional y estaba limitado por leyes, reglas, normas, expectativas, legado político y por el sistema de control y equilibrio. La otra aducía que el poder quiere ser absoluto y solamente está limitado por la medida en la que el presidente sea capaz de salirse con la suya.
Durante el primer día de audiencias públicas, Trump recibió en la Casa Blanca al presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan. Erdoğan es uno de los flechazos autócratas de Trump. Trump le llamó para darle la enhorabuena por ganar un referéndum que consolidaba su Gobierno autocrático,109 le invitó poco después a la Casa Blanca y habló de él como de un aliado.110 El día de aquella visita los manifestantes que protestaban frente a la embajada turca en Washington fueron golpeados, algunos de ellos con virulencia, por un grupo que al parecer incluía a miembros del equipo de seguridad de Erdoğan.111 La Casa Blanca no hizo comentarios. Durante decenios, Washington había sido la última opción para los disidentes de todo el mundo: si en su propio país ya no era posible manifestarse pacíficamente o si se habían visto obligados a exiliarse, siempre les quedaba la opción de protestar frente a su embajada en EEUU. Pero era evidente que el régimen en EEUU había cambiado. Ahora, en noviembre de 2019, un Trump sonriente posaba junto a Erdoğan, que había encarcelado a varios miles de disidentes y a más de cien periodistas, diciendo que era “muy fan” del presidente turco. Un mes antes, Trump había sacado de Siria a la práctica totalidad de las tropas estadounidenses, abriendo el camino a una invasión turca y a la masacre de miles de kurdos.
Algunos analistas a los que les gusta pensar que los acontecimientos tienen un significado estratégico habían sugerido que Trump salía de Siria para permitir a Putin fortalecer la posición de Rusia allí –o incluso que lo había hecho para compensar por la ayuda militar estadounidense a Ucrania, que se había prestado mientras fermentaba el escándalo que llevaría al proceso de destitución–. O que, como muchos pensaban desde hacía mucho, Putin se hallaba en posesión de algún trapo sucio de Trump y le estaba haciendo chantaje. Pero los actos de Trump son viscerales, de manera coherente con su forma de entenderse en el mundo. Cuando habla de amor, admiración y de “ser muy fan” de un autócrata, realmente quiere decir eso: no quiere ser simplemente su amigo, quiere ser uno de ellos. Naturalmente, quiere agradarles, y agradarles es algo que le sale de manera natural.
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podríamos hacer como si fuera un extraterrestre, o llamarlo gobierno de la destrucción
De todos los autócratas que Trump lleva en el corazón, Putin es el único que ha conseguido cautivar la imaginación estadounidense. O, más bien, convertirse en una muleta para la imaginación estadounidense. Putin y su supuesta trama para colocar a Trump en la Casa Blanca no solo prometen una explicación acerca de cómo Trump ha podido sucederle a EEUU, también sirven para generar esperanzas. Cuando finalmente quede al descubierto la conspiración del Kremlin que hay detrás de Trump, la pesadilla nacional terminará. Durante casi dos años, el talk show político más popular del país, The Rachel Maddow Show, en MSNBC, y el periódico más importante del país, The New York Times, dedicaron enormes recursos a la historia insoportablemente lenta, tentadoramente complicada y deliciosamente sucia de la injerencia rusa en las elecciones de 2016 y la supuesta colusión entre la campaña de Trump y el Kremlin.
La teoría de la conspiración no carecía de bases. Había pruebas de un esfuerzo ruso encubierto para influir en las elecciones, pero la existencia real de una conspiración apenas tiene el poder de hacer menos dañina la conspiranoia. La conspiranoia concentra la atención en lo oculto, lo implícito y lo imaginario, y lo aparta de la realidad que se ofrece a la vista de todos.
A la vista de todos, Trump estaba despreciando, ignorando y destruyendo todas las instituciones de rendición de cuentas. A la vista de todos estaba degradando el discurso político. A la vista de todos estaba usando su cargo para enriquecerse. A la vista de todos cortejaba a un dictador tras otro. A la vista de todos estaba promoviendo teorías xenófobas de la conspiración, afirmando ahora que perdió el voto popular por los millones de inmigrantes que habían votado ilegalmente,112 insistiendo, repetidas veces, en que Obama le había puesto escuchas.113 Todo esto, aunque patente, era inconcebible, como la propia victoria de Trump. Cuanto más se dedicaba Trump a atacar la noción de lo posible y lo aceptable, más se hablaba de una Rusia siniestra, todopoderosa, omnisciente, que tenía el mundo en el bolsillo. Finalmente, al buscar una solución mágica que nos librase de tener un teórico de la conspiración xenófobo en la Casa Blanca, llegábamos a una teoría de la conspiración xenófoba: el presidente era una marioneta de los rusos.
Entretanto, Trump se jactaba de haber revocado más leyes en su primer año que ningún otro presidente en todo su mandato; en una ocasión, “dieciséis años de un plumazo”, según sus propias palabras.114 Todo en este alarde era mentira. Lo que sí era cierto es que la suya es la primera Administración que gira en torno a la destrucción.
Los pupilos de Trump empezaron la desregulación revocando o suspendiendo las normas de la era Obama, desde la protección de los derechos de los estudiantes transgénero hasta los parámetros de rendición de cuentas de la enseñanza pública, pasando por la protección de los cauces fluviales frente a las actividades de minería y la restricción de la venta de armas de fuego a personas con discapacidad intelectual. Atacaban a las propias instituciones del Gobierno. Durante el invierno de 2017, por ejemplo, la mayor parte del personal veterano del Departamento de Estado dimitió115 o fue despedido.116 El edificio del Departamento de Estado en Washington se convirtió en una ciudad fantasma. Allí donde una vez podían verse largas colas para pasar los controles de seguridad a la entrada, ahora los guardias estaban ociosos, haciendo tiempo entre visitante y visitante. En el interior, el personal restante trataba de entender lo que sucedía: los programas en los que trabajaban seguían recibiendo financiación –muchos de ellos, suponían, tan solo hasta que entrase en vigor un nuevo