Justicia educacional. Varios autores
de ingreso; en lo que respecta al uso asociado al perfil de egreso, considérese, por ejemplo, cuando se habla de la “diversidad sexual” para referirse a las personas que no tienen una orientación sexual considerada “normal”5, o cuando la gente usa la expresión “diversidad cultural” pensando en uno o más grupos culturales específicos, distintos del grupo cultural dominante o “normal”. En estos y otros casos, la noción de diversidad se emplea para identificar a un segmento de la población que se aparta de la normalidad que el proyecto escolar moderno intenta producir y mantener en la sociedad. No es un mero marcador de diferencia, sino un identificador de alteridad con respecto al grupo de ciudadanos que detenta la normalidad; y, en esa medida, un dispositivo de exclusión.
Este uso semi-técnico del concepto contrasta fuertemente con el uso más propiamente técnico que tiene en ciencias naturales, cuando se habla de “diversidad biológica” o “biodiversidad”6. En este contexto, la diversidad es una característica que se predica de la totalidad del ecosistema. Apela a una concepción de la vida en general como fenómeno diverso y, en consecuencia, no se contrapone a ninguna normalidad: no es un grupo que se desvía de una norma, sino una característica del conjunto total de seres vivos. Es precisamente en esta línea que se entiende el concepto de diversidad desde el paradigma de la educación inclusiva: no como lo opuesto a la normalidad, sino como un rasgo de las sociedades humanas en general; y, al igual que la biodiversidad, un rasgo en un sentido no meramente descriptivo sino también normativo o valorativo, tal como mostraremos en breve. También nos referiremos a la importancia de hacer esta consideración conceptual.
DEMOCRACIA PARTICIPATIVA, IGUALDAD Y DIVERSIDAD
En contraste con una sociedad en la que hay una normalidad establecida de la cual ciertas personas y grupos se desvían en mayor o menor grado, podemos pensar en una sociedad en la cual la heterogeneidad es la norma. Esto no significa que la normalidad no exista, por cierto, pero sí que no tendría sentido predicarla de personas o grupos específicos: una propiedad de la sociedad en su conjunto. Se trata de una normalidad de la que nadie puede “desviarse”, toda vez que prescribe un espacio de libertad para que cada persona y cada cultura desplieguen plenamente su originalidad. Lo normal, en este escenario, no es pertenecer o parecerse a un determinado segmento privilegiado de la ciudadanía, sino ser el que uno es.
Para hacer realidad este ideal social se requiere, por cierto, que haya una estructura política que permita y fomente la diversidad de formas de vida y la libertad que ello implica. Pero al mismo tiempo y con la misma intensidad es necesaria la existencia de una igualdad fundamental que resguarde, entre otras cosas, que las múltiples posibilidades de autorrealización no se vuelvan exclusivas de un grupo privilegiado de ciudadanos7. Si la diversidad va a ser genuinamente la norma, la institucionalidad debe garantizar el acceso equitativo a la posibilidad de vivir la propia identidad. Sin esta igualdad fundamental entre todos los ciudadanos, la valoración de la diversidad es falsa y puede conducir, por ejemplo, al circo del multiculturalismo neoliberal (Kymlicka, 2013) o a una inclusión falaz que no va más allá de meras declaraciones de intención política (para un estudio etnográfico de cómo se manifiesta esto en la práctica escolar en Chile, véase Luna y Gaete, 2019).
Esta sociedad que estamos imaginando, en la que igualdad y diversidad conviven en su justa medida para permitir la participación política equitativa universal en un contexto institucional en el que cada ciudadano tiene derecho a ser quien es, es exactamente el negativo de las sociedades que se desarrollaron durante los últimos tres o cuatro siglos al alero del horizonte normativo de la democracia representativa moderna. En efecto, mientras la primera promulga la existencia de ciudadanos diferentes en un marco de igualdad social y política, las segundas acabaron produciendo, para usar las palabras de Touraine (2000), “individuos similares pero no iguales” (p. 10). Se trata de democracias “de baja intensidad”, basadas “en la privatización del bien público por élites más o menos limitadas, en la distancia creciente entre representantes y representados y en una inclusión política abstracta hecha de exclusión social” (Santos, 2002, p. 25), cuyo máximo fracaso consiste en no haber podido articular los ideales democráticos de igualdad y libertad, y en la consecuencia inevitable de ello: la proliferación de la exclusión en las sociedades (Gaete y Luna, 2019). Por eso, a fines del siglo pasado comienza a levantarse un proyecto democrático que intenta revertir la homogeneización inequitativa propia de las democracias modernas, en la búsqueda de una estructura social que no fomente la exclusión y que, en cambio, permita el florecimiento armónico de la libertad y la igualdad entre los ciudadanos (véase, entre muchos otros, Fraser 2000, 2008; Santos, 2002; Touraine, 1997, 2000; Taylor, 1997; 2002).
Esta “nueva democracia”, que a principios del presente siglo comienza a ser descrita como “democracia participativa”, se presenta como un esfuerzo por generar formas de participación política más directa que puedan “transformar los arreglos institucionales hegemónicos de la democracia representativa” (Pedraza, 2015, p. 75). Se trata, por tanto, de instituir una nueva normatividad, “una normatividad poscolonial imaginaria en la cual la democracia, como proyecto de inclusión social y de innovación cultural, es el intento de institución de una nueva soberanía democrática” (Santos, 2002, p. 48; véase también Canto Saenz, 2016; Cortina, 1993; Subirats, 2005). Es esta nueva normatividad la que, en abierta contraposición a la normalidad de entrada y de salida que heredamos de las democracias modernas, instituye la diversidad como parámetro de lo normal. Pero –por lo mismo– no la diversidad entendida como otredad respecto de un “nosotros” hegemónico (esa diversidad no es parámetro sino desviación de la normalidad). La diversidad sobre la cual se construye una democracia participativa es aquella que se predica de la humanidad en su conjunto cuando se dice que cada persona es única e irrepetible.
Es esta diversidad, concebida no como anormalidad sino como ideal político, como norma social, la que la democracia participativa aspira a instituir y mantener a partir de la creación de una estructura política que no deje a ningún ciudadano excluido de la posibilidad de realizar su propia identidad. De ahí que en el marco de este proyecto político la diversidad sea, al mismo tiempo, un hecho y un valor: existe y es buena. En consecuencia, debemos promoverla, no solo aceptarla o “tolerarla”, en un marco político de equidad fundamental entre los ciudadanos8. Debemos organizar nuestras instituciones a la luz de este ideario; y eso implica, entre varias otras cosas, educar a la ciudadanía para ello. La educación inclusiva apunta precisamente a esto. Por eso hemos afirmado que el proyecto escolar moderno es a la democracia moderna lo que la escuela inclusiva a la democracia participativa (Gaete y Luna, 2019).
LA EDUCACIÓN INCLUSIVA
El proyecto inclusivo en educación surge como reacción al proceso de homogeneización inequitativa favorecido por la escolaridad moderna; en particular, busca reemplazar la normalidad (de entrada y de salida) de dicha escolaridad por un nuevo horizonte normativo, en el cual la diversidad se valora en un marco de equidad social (véase, entre muchos otros, Aguerrondo, 2008; Ainscow, 2004; Casanova, 2011; de la Puente, 2009; Escribano y Martínez, 2013; Escudero y Martínez, 2011; Florian, 2008; Gerschel 2003; Lipsky y Gartner, 1996; León, 2012; Parrilla, 2002; Thomas, 1997; Thomas y Loxley, 2007; Thomazet, 2009; Unesco, 2004). Veamos esto con mayor detalle.
En lo que respecta a la normalidad de entrada, la inclusión se opone categóricamente a la existencia de perfiles de ingreso, en el entendido de que todos los ciudadanos deben tener acceso a la escolaridad. Eso quiere decir, en primer lugar, que una escuela inclusiva no puede tener mecanismos de selección de estudiantes: la educación inclusiva es educación para todos (Ainscow y Miles, 2008; Florian, 2008; Parilla, 2002). Después de todo, la selección de estudiantes favorece la inequidad social y conduce a la homogeneización del aula. Tampoco puede una escuela inclusiva suponer que algunos estudiantes necesitan ayudas “especiales” para poder aprender. Desde la óptica inclusiva, “una enseñanza eficaz es una enseñanza eficaz para todos los alumnos” (Ainscow y Miles, 2008, p. 25; véase también Florian, 2008). Esto significa ir mucho más allá de una mera extensión del acceso a la escuela, hacia el desarrollo de una pedagogía que asegure que ningún ciudadano quede imposibilitado de aprender y participar en la sociedad.
Por lo mismo, la inclusión impone a la educación un marco epistemológico desde el cual