Los pensamientos nocturnos de Goya. Luis Peñalver Alhambra
porque el absurdo siempre escapa al absurdo. Lo aclara brillantemente Blanchot: «Logos significa imposibilidad del absurdo. Prueba de ello es que cada vez que hablo, digo el sentido y el valor, afirmo siempre finalmente, incluso si es para negar», a menos que el que hable sea alguien que ha cerrado los oídos al Logos. Si el que habla es un sordo como Goya, sabe que también la nada es impotente, que no es posible hallar una salida, ni siquiera en este fin; que cuando se dice «nihilismo» se está aludiendo a la imposibilidad del nihilismo y, por tanto, a la necesidad de ese eterno retorno que aterrorizará a Nietzsche y por cuya ley «nada termina, todo recomienza, lo otro es lo mismo...»7. Por eso aquellos cadáveres amontonados como sacos de los Desastres se levantan ahora de nuevo, maquinalmente, sin despertarse de su sueño infinito, convertidos en esas masas anónimas de los ensacados que en el Disparate del mismo nombre se mueven por la yerma planicie, ocultando sus manos y, con ello, toda posibilidad de voluntad y acción, impotentes, pero no más que cuando fueron arrojados a la guerra como soldados para ser masacrados.
Goya nos lleva a las antípodas del concepto barroco de «imaginación», de esa imaginación que es buena solo si es activa; si, como escribe Giulio Carlo Argan, «exige acción» y es, «por tanto, imaginación de lo posible, de algo que se puede hacer»8. Concepto que no corresponde a esa fantasía arbitraria y «ociosa» del Goya melancólico y solitario de la obra íntima que ha imaginado lo imposible, o mejor —dicho al modo heideggeriano—, que ha anticipado lo imposible como posibilidad. En El 3 de mayo de 1808 en Madrid o «Los fusilamientos» (Madrid, Museo del Prado) Goya había centrado su atención en el antes —la inminencia de la muerte—, que es la categoría temporal de la propia muerte como experiencia o anticipación imaginaria; aunque no se olvida de pintar en un segundo plano el después, si bien despojando a los cadáveres, apiñados como guiñapos y abandonados al peso de su inercia corporal, de esa sublimidad trágica y viril del ideal neoclásico: la sombra de la muerte queda desprovista aquí de toda suerte de tragedia heroica, pues no es una figura la que muere (la muerte de una idea, la de Marat que David pinta con la serenidad exigida por la «lógica trágica de la revolución»9), sino hombres de carne y hueso, gente anónima del pueblo. La renuncia a las masas de sombra por parte del Neoclasicismo implicaba una determinada conciencia de la muerte, encarnada en una cohorte de cadáveres atléticos que, como en David o en la sublimidad literaria de Johann Heinrich Füssli, «conduce el pensamiento hacia la finalidad superior en aras de la cual los héroes han sacrificado su vida»10. En el Goya de 1814 la muerte no constituye más que el lugar (el lugar sin lugar) de la pérdida: de hecho, sus muertos lo pierden todo, no solo su belleza heroica, sino también su finalidad, pues los muertos son únicamente muertos, víctimas inútiles que no proponen al contemplador acciones o conductas ejemplares. Mas en Los fusilamientos todavía se oyen los gritos y los gemidos de horror y desesperación de las víctimas; aún se percibe el olor de la pólvora y el calor de la sangre; aún podemos advertir el apasionamiento de Goya ante unos acontecimientos que, probablemente, no presenció, aunque los vivió como si los tuviera recientes en la retina del recuerdo. La muerte, eso sí, se presiente ya actuando con la eficacia y la ceguera moral de una máquina, oculta en los rostros invisibles del pelotón de fusilamiento.
Ahora bien, cuando haya cesado el estruendo de los disparos, cuando todo vuelva a quedar en silencio —ese silencio que solo puede percibir un sordo—, en el preciso «instante de vacío inmediato al acontecimiento» (Argan) y una vez arrojado el último cadáver a la fosa común, se abrirá la franja que separa, en el artista, la vigilia del sueño, el yo del no-yo, esa grieta de fantasmas y simulacros que adornarán las paredes más íntimas de su casa o que se destacarán sobre el fondo negro del aguatinta. Porque lo que se creía perdido va a resurgir en la ensoñación goyesca, y esas vidas sacrificadas que fueron y ya no son resurgirán de su tumba, aunque solo sea en forma de fantoches o de grotescos disparates, para decirnos que no hay esperanza, que ni siquiera esperemos nada de la nada, que dentro de este mundo la vida está encerrada con la muerte y que la una es tan eterna como la otra. Quizá sea esta la enseñanza del esqueleto que sale de la sepultura para escribir la palabra «nada». «Nada. Ello dirá», como reza el título de la estampa número 69 de la serie de los Desastres.
Lo dirá (ni siquiera me o nos lo dirá) un impersonal ello: no se puede encontrar refugio en la nada, pues no es la nada la que aparece cuando se retira el ser, sino la antigua fatalidad del círculo que el esqueleto del citado grabado traza en la tierra con su brazo. El mismo círculo que en el «Disparate alegre» dibuja el baile de los decrépitos ancianos con unas hermosas jóvenes. Con Goya el nihilismo romántico perderá toda su grandilocuencia: no es Cristo muerto quien, de la mano de Jean Paul, «desde lo alto del edificio del mundo proclama que Dios no existe»; es un cadáver el que, disconforme con la quietud, se rebulle en la tierra para hacerse eco de las calladas quejas del osario.
El Goya de los Desastres de la guerra aún no ha comprendido que no hay nada desastroso en el Desastre. Aún es el hombre que con los brazos en cruz, como Jesús en el monte de los Olivos, predice la desgracia de los tiempos futuros, tal como reza la leyenda de la lámina con la que se inicia la serie, «Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer». Todavía no comprende que el verdadero desastre no es el amontonamiento de cadáveres en la fosa en la que se interrumpe la caída, sino la continua amenaza en nosotros de lo que se encuentra fuera de nosotros, de lo que, como un auténtico disparate, está separado de nosotros. El Desastre es huidizo como el acto de morir. La impresión de desastre de los Disparates rebasa las circunstancias históricas y personales del artista: se trata, escribe Blanchot, de «un desastre inmemorial, anónimo y sin yo», un desastre que «lo arruina todo, dejándolo todo como estaba»; un desastre ilimitado, pues es «lo que no tiene lo último como límite», sino lo que «arrastra lo último en el desastre». En los Desastres de la guerra el artista ha acumulado ruinas, una pira humeante de destrucciones que se eleva hasta el cielo. Pero el Desastre del que habla Blanchot y que ha intuido Goya en la serie de los Disparates es lo que nos separa de aquello siempre ya llegado y, sin embargo, siempre por venir:
Nada le basta al desastre; así como no le conviene la destrucción en su pureza de ruina, tampoco puede marcar sus límites la idea de totalidad: todas las cosas afectadas o destruidas, los dioses y los hombres devueltos a la ausencia, la nada en lugar de todo, es demasiado y demasiado poco [...]. El desastre tal vez hace vana la muerte. A veces el morir nos da el sentimiento de que, si muriésemos, escaparíamos del desastre, y no el de entregarnos a él —y por eso la ilusión de que el suicidio libera—. El desastre, cuyo color negro habría que atenuar —reforzándolo [...].11
De la soledad de Goya ha surgido el pensamiento del Desastre. El pensamiento del Desastre que expone al artista a la Intemperie solo es posible en la obra y por la obra. En la producción de esta el artista no se formula ni se afirma, sino que se realiza en algo exterior, como la borradura o la extenuación del sujeto en la exterioridad de la obra de arte; de ahí la tantas veces aludida relación entre la creación artística y el encuentro con la muerte (aunque sería menos inexacto decir: el encuentro con lo que desde fuera nos constituye, con lo que de manera intensa y silenciosa se escapa fuera de nosotros, aunque siempre esté viniendo, lo ya venido siempre por venir). En esta cercanía que, sin embargo, se mantiene a distancia (solo así se sostiene la vecindad con el Afuera) el viejo Goya aprende despojándose de sí. «Aun aprendo», podemos leer en uno de sus últimos dibujos, en el que vemos a un viejo barbado y encorvado, el propio sujeto, apenas sujeto por dos bastones (MP12, D 4151, GW 1758). Han sido muchos años de caída, siglos para aprender y seguir aprendiendo, asombrándose de que esa verdad del Desastre que se oculta y que tanto ha perseguido se oculte justo en su ocultación. Caer en el Disparate es lo que le ha permitido comprender; caer en un mundo sin historia y sin tiempo, en un espacio sin espacio, en un yo sin yo. Caer en la dirección del Afuera silencioso.
El trasmundo de los Disparates pertenece, más que ningún otro, a los dominios del silencio, apenas molestado por extrañas formas de musitar o bisbiseos de criaturas nonatas, como leves condensaciones del aire irrespirable de la noche, esas otras existencias particulares y sucesivas que la serpiente del eterno retorno digerirá para hacerlas renacer, las mismas que siempre fueron. «Silencio», palabra paradójica. El silencio que «pasa por el grito, el grito sin voz, que rompe con toda habla», escribe Blanchot. Pero la obra de Goya es habla, «ya dice en el silencio el decir que es el