Los pensamientos nocturnos de Goya. Luis Peñalver Alhambra

Los pensamientos nocturnos de Goya - Luis Peñalver Alhambra


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porque el absurdo siempre escapa al absurdo. Lo aclara brillantemente Blanchot: «Logos significa imposibilidad del absurdo. Prueba de ello es que cada vez que hablo, digo el sentido y el valor, afirmo siempre finalmente, incluso si es para negar», a menos que el que hable sea alguien que ha cerrado los oídos al Logos. Si el que habla es un sordo como Goya, sabe que también la nada es impotente, que no es posible hallar una salida, ni siquiera en este fin; que cuando se dice «nihilismo» se está aludiendo a la imposibilidad del nihilismo y, por tanto, a la necesidad de ese eterno retorno que aterrorizará a Nietzsche y por cuya ley «nada termina, todo recomienza, lo otro es lo mismo...»7. Por eso aquellos cadáveres amontonados como sacos de los Desastres se levantan ahora de nuevo, maquinalmente, sin despertarse de su sueño infinito, convertidos en esas masas anónimas de los ensacados que en el Disparate del mismo nombre se mueven por la yerma planicie, ocultando sus manos y, con ello, toda posibilidad de voluntad y acción, impotentes, pero no más que cuando fueron arrojados a la guerra como soldados para ser masacrados.

      Ahora bien, cuando haya cesado el estruendo de los disparos, cuando todo vuelva a quedar en silencio —ese silencio que solo puede percibir un sordo—, en el preciso «instante de vacío inmediato al acontecimiento» (Argan) y una vez arrojado el último cadáver a la fosa común, se abrirá la franja que separa, en el artista, la vigilia del sueño, el yo del no-yo, esa grieta de fantasmas y simulacros que adornarán las paredes más íntimas de su casa o que se destacarán sobre el fondo negro del aguatinta. Porque lo que se creía perdido va a resurgir en la ensoñación goyesca, y esas vidas sacrificadas que fueron y ya no son resurgirán de su tumba, aunque solo sea en forma de fantoches o de grotescos disparates, para decirnos que no hay esperanza, que ni siquiera esperemos nada de la nada, que dentro de este mundo la vida está encerrada con la muerte y que la una es tan eterna como la otra. Quizá sea esta la enseñanza del esqueleto que sale de la sepultura para escribir la palabra «nada». «Nada. Ello dirá», como reza el título de la estampa número 69 de la serie de los Desastres.

      Lo dirá (ni siquiera me o nos lo dirá) un impersonal ello: no se puede encontrar refugio en la nada, pues no es la nada la que aparece cuando se retira el ser, sino la antigua fatalidad del círculo que el esqueleto del citado grabado traza en la tierra con su brazo. El mismo círculo que en el «Disparate alegre» dibuja el baile de los decrépitos ancianos con unas hermosas jóvenes. Con Goya el nihilismo romántico perderá toda su grandilocuencia: no es Cristo muerto quien, de la mano de Jean Paul, «desde lo alto del edificio del mundo proclama que Dios no existe»; es un cadáver el que, disconforme con la quietud, se rebulle en la tierra para hacerse eco de las calladas quejas del osario.

      El Goya de los Desastres de la guerra aún no ha comprendido que no hay nada desastroso en el Desastre. Aún es el hombre que con los brazos en cruz, como Jesús en el monte de los Olivos, predice la desgracia de los tiempos futuros, tal como reza la leyenda de la lámina con la que se inicia la serie, «Tristes presentimientos de lo que ha de acontecer». Todavía no comprende que el verdadero desastre no es el amontonamiento de cadáveres en la fosa en la que se interrumpe la caída, sino la continua amenaza en nosotros de lo que se encuentra fuera de nosotros, de lo que, como un auténtico disparate, está separado de nosotros. El Desastre es huidizo como el acto de morir. La impresión de desastre de los Disparates rebasa las circunstancias históricas y personales del artista: se trata, escribe Blanchot, de «un desastre inmemorial, anónimo y sin yo», un desastre que «lo arruina todo, dejándolo todo como estaba»; un desastre ilimitado, pues es «lo que no tiene lo último como límite», sino lo que «arrastra lo último en el desastre». En los Desastres de la guerra el artista ha acumulado ruinas, una pira humeante de destrucciones que se eleva hasta el cielo. Pero el Desastre del que habla Blanchot y que ha intuido Goya en la serie de los Disparates es lo que nos separa de aquello siempre ya llegado y, sin embargo, siempre por venir:

      El trasmundo de los Disparates pertenece, más que ningún otro, a los dominios del silencio, apenas molestado por extrañas formas de musitar o bisbiseos de criaturas nonatas, como leves condensaciones del aire irrespirable de la noche, esas otras existencias particulares y sucesivas que la serpiente del eterno retorno digerirá para hacerlas renacer, las mismas que siempre fueron. «Silencio», palabra paradójica. El silencio que «pasa por el grito, el grito sin voz, que rompe con toda habla», escribe Blanchot. Pero la obra de Goya es habla, «ya dice en el silencio el decir que es el


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