Viaje a La Duda. Antonio Gómez Rufo

Viaje a La Duda - Antonio Gómez Rufo


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que ignoraba don Aurelio era que ella también lo odiaba con todas sus fuerzas desde aquella vez en que no quiso leerle las cartas que le llegaban desde el otro lado del mar. La historia más desgarradora y punzante de su vida.

      Muda, medio sorda, desobediente y antipática, la Estirá gobernaba la casa sin que se notara cómo lo hacía; la ordenaba y limpiaba; cocinaba y atendía el corral. Pero, hada o bruja, tenía el don de la desaparición y nunca se la encontraba cuando se la buscaba. Tal vez el pequeño Lucio, por una vez, hubiese tenido suerte y la vieja estuviese ya preparando el cuarto donde iba a hospedarse el inspector durante algunos días.

      ***

      Muy distinto de carácter, don Aurelio, el regidor, mayordomo o alcalde de La Duda, era un hombre tan convencido de que al día siguiente saldría otra vez el sol que a todas horas se mostraba campechano y dicharachero, pausado en el hablar y con un vocabulario peculiar formado por palabras reales y otras que mezclaba de dos idiomas o que sencillamente se inventaba, pero que expresaban con aceptable coherencia lo que quería decir. Hablaba un castellano bastante correcto, entreverado con palabras portuguesas y otras a las que daba sentido con una personal mezcolanza de ambas lenguas. Cuando el inspector Salcedo le preguntaba por el significado de algún vocablo o expresión que le resultaba incomprensible, él explicaba que en el pueblo pervivía una especie de dialecto local que había atravesado el tartamudeo de los tiempos, asegurando a continuación que aquella manera de hablar era la que forjaba la identidad de una comunidad que llevaba siglos dando la espalda a la inutilidad de las fronteras que habían decidido los hombres, porque si el sol y el jabalí no las necesitaban, y si la lluvia no miraba dónde desplomarse para dar de beber a la tierra, en ese pueblo no iban a ser menos e ignorarse los vecinos entre ellos por haber nacido un palmo más allá o acá de un río que solo era tributario del Tajo, no de los ministerios gubernamentales de Lisboa o de Madrid.

      Salcedo le preguntó intrigado qué era él en realidad y a qué formación política representaba en el pueblo. Y don Aurelio, sin pensarlo, cerró la cuestión con la contundencia de un aguacero:

      —Soy uno de los mayordomos, inspector. Solo eso. Y mi partido es el que usted quiera, que aquí no tenemos de eso. Además, ¿cómo vamos a tener un partido si ni siquiera sabemos cuál es nuestro país?

      El inspector oyó la respuesta pero no estuvo seguro de haberla comprendido. Arrugó los ojos con la mano detenida en el aire camino de la boca, a donde se llevaba el cigarrillo, y aseguró:

      —La Duda es un municipio de España, señor alcalde.

      —¿Seguro? —respondió socarrón don Aurelio.

      —¡Desde luego! —reafirmó Salcedo.

      Entonces el regidor tomó aire, se secó el sudor de la frente con un guiñapo arrugado que sacó de la trasera del pantalón y le explicó la verdadera situación al recién llegado, anunciándole que lo hacía para que tomara buena nota.

      Habló despacio, explayándose en grandes detalles, acerca de la historia de su pueblo, de la extraña ubicación de las casas distribuidas a ambos lados de ese riachuelo que jugaba a ser frontera y, sobre todo, de la normalidad tradicional que ahora había sido gravemente alterada por la dictadura portuguesa sin que a Madrid le hubiese importado un comino.

      —Aquí ha sucedido como en el juicio del rey Salomón, ¿recuerda? —dijo, respirando hondo—. Dos madres dicen que el zagal es suyo y el rey ordena partirlo por mitad y dar un cacho a cada una. Solo que una de las madres pide clemencia y prefiere que el crío siga vivo en brazos de la otra. Y por eso Salomón sabe cuál es la verdadera madre. Pues aquí, lo mesmo. Lo mesmo, lo mesmo que lo de Salomón, pero al revés: ni Madrid ni Lisboa han querido ser la madre y entre todos nos han abierto en canal, lo mismo que a gorrino sin amo. ¡Cago en la...!

      Luego, cada vez más irritado, enumeró las familias partidas por la fuerza que, al menos, ahora podían volver a reunirse otra vez; pero más a causa de la relajación de la soldadesca lusa que por el imperativo de las normas dictadas desde Lisboa o por el inexistente amparo de Madrid.

      Alzó la voz al recordar el abandono que habían sentido al no recibir respuesta alguna de la capital cuando se produjo la ofensa de Portugal contra un pueblo que no hacía mal a nadie, por mucho que un río miserable lo mantuviese partido en dos desde el comienzo de los tiempos.

      Y terminó enojado, exigiendo una solución inmediata a la agresión que estaban sufriendo, en lugar de preocuparse por la situación de un pobre imbécil que, al fin y al cabo, solo había matado a su prometida, vaya cosa, como si aquello tuviera alguna importancia en comparación con todo lo demás que estaba ocurriendo. Así que si era eso a lo que había venido desde Madrid, ya se podía empezar a atar los machos porque ni él ni nadie en el pueblo lo iba a comprender.

      —Y es que solo se recuerdan de nosotros cuando la necesidad apreta, inspector. Somos la furcia de Madrid o la ramera de Lisboa...

      —O una injusticia del rey Salomón, ya lo he entendido. —El policía se metió las manos en los bolsillos—. En fin, que lo siento mucho, señor alcalde, pero yo me tengo que limitar a cumplir las órdenes —concluyó Salcedo, tajante—. A eso vengo y a nada más.

      —¿No le decía yo? —El alcalde meneó la cabeza, indignado—. A olisfatear donde no les importa... ¿Y se puede saber qué es lo que quiere que le diga?

      —Lo que sepa del asesinato de esa mujer.

      —Pues no hay mucho...

      ***

      Don Aurelio se tomó su tiempo antes de empezar a relatar que el 24 de junio, festividad de San Juan, patrono del pueblo, se celebraron meriendas en la ribera del Sever y baile en la plazoleta de Las Cuatro Esquinas con músicas de acordeón y noche regada de vino y cerveza con generosidad. Como todos los años, recalcó el alcalde.

      A la fiesta acudió todo el pueblo, tanto los vecinos de La Duda como los de La Dúvida de Portugal, que ahora eran dos sin dejar de ser uno, «como la santísima trinidad pero sin paloma», aclaró don Aurelio, sonriendo su propia gracia. Y como todos los años, continuó, la fiesta se corrió hasta el alba, cada cual a lo suyo, unos despachándose en el baile y otros, los jóvenes, despachándose por su cuenta en asuntos de carne tan propios de la poca edad. «En fin, como todos los años, ya le digo».

      —Durante la tarde, y como es de ley —siguió explicando don Aurelio—, habíamos reunido asamblea vecinal para destripar los turnos y convenir los repartos de era para la cosecha, algo que hacemos en comenzando junio. En el sorteo entran todos los hombres, vivan a un lado u otro, que ni el trigo ni la cebada saben de políticas y se dejan segar en cualquier idioma. Y al final todo el mundo quedó conforme y satisfecho con lo que le había tocado en el laboreo. Aquí somos así, señor inspector. Por eso corrió el vino sin tacañería y la fiesta arrinconó las saudades del año.

      Don Aurelio se quedó pensativo unos instantes, con los ojos perdidos en el final del mundo y la mandíbula caída, respirando por la boca abierta como si le costase esfuerzo seguir. El inspector respetó aquel momentáneo silencio y aprovechó para secarse también el sudor del cuello con el pañuelo que se sacó del bolsillo del pantalón.

      —¿Cómo se llamaba la mujer? —preguntó al fin.

      —Lupe. Guadalupe Veloso. Así se nombraba.

      —¿Y qué pasó?

      —A saber... —El alcalde apartó la mirada y se acomodó en el mojón antes de recostarse desdeñoso en el tronco del limonero—. Esa noche los jóvenes se desahogan, ya se lo he dicho. No es que haya muchos en edad casadera, y mujeres aún menos, pero todo el pueblo sabía que la Lupe y el Mario estaban arreglados.

      —¿Y por qué no se iba a saber? —Salcedo frunció los ojos, sin intuir la causa de la justificación.

      —¡Porque se ocultaban muy bien, rediós! —alzó la voz don Aurelio—. ¿Por qué iba a ser? Ah, ya... Que usted no tiene por qué saberlo, claro... —recapacitó el alcalde y volvió la cabeza hacia lo alto para pensar la mejor


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