El anhelo de Dios y la fuerza de los pequeños. Leonardo Boff
condenado morir. De acuerdo con el relato que mi madre y mis tías siempre repetían, sufría de macaquinho, expresión popular del portugués brasileño que hace referencia a la anemia profunda. Vomitaba todo lo que ingería, de manera que la gente comentaba en dialecto veneciano: Poareto, va morir, es decir: “Pobrecillo, morirá”.
Mi madre, desesperada y a escondidas de mi padre, que no creía en hechicerías, acudió a una bruja, la vieja Campanhola. Después de hacer sus rezos, la mujer le dijo: “Dele un baño con estas hierbas; cuando termine de hacer el pan, espere a que el horno se entibie y meta a su hijito en él”. Y eso fue lo que hizo Regina, mi madre: me puso sobre la pala que utilizaba para meter y sacar el pan, y con ella me introdujo en el horno. Y allí me dejó, por un buen rato.
Se produjo entonces una transformación. Tan pronto como me sacaron del horno empecé, según contaban, a buscar el seno para sorber la leche materna. Después, mi madre masticaba en su boca trocitos de alimentos más sustanciosos y me los daba. Comencé a comer y me puse fuerte. Sobreviví. Aquí estoy, oficialmente anciano, con más de ochenta años.
A lo largo de mi vida sorteé diversos peligros que pudieron terminar con ella: un DC-10 en llamas, rumbo a Nueva York; un accidente automovilístico contra un caballo muerto en la carretera, con múltiples fracturas como resultado; un enorme clavo que cayó en mi frente cuando estudiaba en la universidad de Múnich, y que seguramente me habría matado de aterrizar de lleno en mi cabeza. En otra ocasión, durante un invierno en los Alpes, caí en un profundo valle; al ver cómo me hundía cada vez más, enfundado en mi hábito marrón, los campesinos bávaros me sacaron con una larga cuerda. Y muchos otros.
Recuerdo que, al agradecer la concesión del título de doctor honoris causa en política por la universidad de Turín, de manos del notable filósofo de la democracia y los derechos humanos, Norberto Bobbio, comencé así mi discurso:
Vengo de la piedra astillada, de la profundidad de la historia, de un lugar deshabitado, montañoso y cubierto de bosques vírgenes. Mis abuelos italianos y mi familia toda desbrozaron aquellas tierras inexploradas, sembradas de abetos hasta donde se perdía la vista; era Concórdia, en los límites del estado de Santa Catarina, en el sur de Brasil.
Ellos tuvieron que luchar mucho para sobrevivir, defendiéndose de los ocelotes y otros animales salvajes. Muchos murieron por falta de médico. Después, fui ascendiendo en la escala de la evolución: los once hermanos pudimos estudiar, cursando la universidad en otras ciudades lejanas. Yo tuve oportunidad de formarme en Alemania. Ahora estoy aquí, para mi sorpresa y sin mérito especial, en esta famosa universidad.
Bobbio me pidió que hablara de cómo interpretamos la realidad de los pobres los teólogos de la liberación, toda vez que el eje central de este tipo de teología reside, precisamente, en la opción no exclusiva por los pobres, contra la pobreza y a favor de la justicia social y su liberación.
Expliqué a los presentes que nosotros, teólogos y teólogas, e inclusive muchos obispos, estamos profundamente convencidos de que los pobres son portadores de una fuerza histórica capaz de influir en la gestación de otro tipo de sociedad, más incluyente y con más justicia social.
De cara a los pobres, señalé, el asistencialismo clásico o la mera caridad resultan insuficientes, porque no rompen su dependencia. Cuando se les concientiza y se les organiza, ellos pueden ser sujetos de su propia liberación. No creemos ya que nuestro trabajo sea para los pobres; por el contrario, insistimos en caminar con los pobres —siendo ellos los protagonistas y quienes tienen ese carisma—, en vivir como los pobres, soportando solidariamente todo tipo de limitaciones, incluso hambres. Esto es lo que han hecho los agentes de pastoral, los religiosos y religiosas, los sacerdotes, los teólogos y teólogas, y hasta obispos como don Pedro Casaldáliga y don Tomás Balduino, entre otros.
Percibí un gran interés entre los profesores presentes, una verdadera sorpresa ante la contribución que la Teología de la Liberación hace a la comprensión de los pobres y a su capacidad transformadora.
Para abreviar el relato de mi recorrido existencial, que ya fue largo, diré que he trabajado mucho durante mi vida. Di cursos por todos los rincones de Brasil y en el extranjero. Trabajé con recolectores de material reciclable, en favelas, en entornos pobres y en las comunidades eclesiales de base. Me adentré en lugares inhóspitos, atravesé el desierto azotado por la sequía, y recorrí los grandes ríos de la Amazonia. Hasta fui a prisión por apoyar a los pobres que ocupaban un terreno abandonado, cuyo propietario vivía en otro estado, a más de mil kilómetros de allí. Además, fui editor de dos revistas, una cultural y otra teológica, y responsable de las publicaciones religiosas de la centenaria Editora Vozes, de Petrópolis.
Dividí mi existencia en tres actividades: dar clases de teología sistemática y ecuménica; dictar incontables conferencias y cursos en los más diversos lugares y países, y abocarme a la investigación y la elaboración de textos, unos más teóricos y otros más espirituales y pastorales. Debo decir que, en toda mi vida, nunca pude tomarme descansos, porque quien escribe siempre está retrasado. Cada pequeño espacio de tiempo es empleado para cumplir los plazos prometidos.
Publiqué cerca de cien libros, cubriendo varias áreas del pensamiento, de la teología, de la filosofía, de la ética, de la espiritualidad, de la ecología… Incluso hice algunas incursiones en la literatura.
Con apenas 27 letras, resulta complicado formar palabras, construir frases y, finalmente, escribir un libro con la intrépida pretensión de mejorar este mundo y lograr que tenga algunas de las características anheladas por Jesús; un Reino en donde prevalezca el amor por encima del odio, la solidaridad por encima de la competencia, y el cuidado de la Casa Común por encima de su devastación, resaltando siempre la importancia de alimentar permanentemente el anhelo de Dios.
Cuando me preguntan a qué me dedico, respondo:
Soy un trabajador como cualquier otro, como un carpintero o un electricista. La única diferencia es que mis herramientas son muy precarias: únicamente 27 letras. Y sigo siendo un activista cultural a favor de un humanismo integral, generoso, espiritual y amigo de la vida, inspirado en el Hombre de Nazaret y en el Pobre de Asís.
“¿Y qué pretende hacer con tantas letras?” Yo respondo:
Tan solo reflexionar sobre las más grandes preocupaciones de los seres humanos, a la luz de Dios y de su Palabra; despertar el águila escondida en cada individuo, que quiere volar alto y se rehúsa a ser una gallina que se arrastra por el suelo, incapaz de levantar el vuelo. Procuro siempre, casi de manera instintiva, llegar al corazón de las personas, para inspirarles anhelo de Dios, compasión por el injusto sufrimiento de los pobres y de la naturaleza devastada, y por la exhausta Madre Tierra. Que nunca abandonen el permanente esfuerzo por mejorar la realidad, comenzando por sí mismos. Que, independientemente de la condición moral en que cada cual se encuentre, nos sintamos siempre bajo la mirada divina —más compasiva de lo que creemos—, y percibamos que estamos en la palma de la mano de Dios Padre y Madre, de infinita bondad y misericordia.
¿Han valido la pena tantos trabajos y esfuerzos, caminar en medio del pueblo, discurrir entre personas más sabias que yo, y permanecer sentado muchas horas ante la computadora, luchando por plasmar los conceptos correctos y las palabras adecuadas? A esto respondo como el poeta Fernando Pessoa: “Todo vale la pena si el alma no es pequeña”.
Me he esforzado porque no fuera pequeña. Cedo a Dios la última palabra para juzgar si fue o no lo suficientemente grande. Ahora, transcurrida la existencia, oficialmente viejo, pienso en el pasado y tengo la mente enfocada hacia la eternidad.
¿Qué lugar ocupo en el conjunto de los seres? No lo sé. Tengo curiosidad de cuándo ocurrirá el Gran Encuentro. Lo único que sé es que adopté como lema de mi peregrinación por este mundo aquello que escuché de boca de mi padre y vi realizado en su vida: “quien no vive para servir, no sirve para vivir”.
Por lo demás, que sea lo que Dios quiera.
Petrópolis Pascua de 2019
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