Al volante de un santo. Javier Cotelo Villarreal

Al volante de un santo - Javier Cotelo Villarreal


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en superar las siete materias principales de los primeros cursos de Ciencias Exactas, más otras cinco asignaturas que se convocaban a examen en la Escuela de Arquitectura y para las que había que prepararse en una academia especializada. Mi cuñado Víctor, arquitecto, tenía una de estas academias, y allí aprendí a dibujar con las técnicas de “mancha” y de “lavado”, que eran las materias más difíciles.

      Por las mañanas asistía a clases en la Facultad de Ciencias, situada en la Ciudad Universitaria, y aprovechaba las horas de sol de la tarde para dibujar a carboncillo o con tinta china en la academia. El resto de la jornada era de estudio. Temprano iba cotidianamente a Misa en la cercana iglesia del Cristo de la Salud, de la calle de Ayala, siguiendo el ejemplo de mis padres.

      En julio de 1951, mi madre fue a París, como todos los años, para asistir a los desfiles de modelos de la temporada entrante. Quiso llevarme para que descansase un poco. Mientras ella se dedicaba a trabajar, yo pintaba por las orillas del Sena y visitaba la ciudad. Al mediodía me llevaba a comer a algún restaurante. Un día comimos caneton à l’orange (pato a la naranja). Me gustó tanto que quise volver a tomarlo otro día, en otro restaurante. Pero en esta ocasión, en vez de darme mi propia ración de pato, me sirvieron los restos de un puchero que había quedado en la cocina. Mi madre protestó, y como no estaban dispuestos a darnos la razón, nos marchamos con cajas destempladas. Esta anécdota la recordó siempre san Josemaría. Años después, en el restaurante de un hotel de Salzburgo, al ver este plato en el menú de la cena, indicó al camarero que a mí me pusieran una ración de pato a la naranja.

      MI VOCACIÓN AL OPUS DEI

      AQUÍ Y ALLÁ, FUI CONOCIENDO algunos compañeros de estudios que eran del Opus Dei. También profesores. Gente alegre, simpática, estudiosa, deportista. Ninguno de ellos me habló de la Obra… Debieron de ver en mí un empollón poco tratable. Pero un día, en diciembre de 1951, al salir de Misa fui abordado por Luis Recio: «¿Cómo te llamas? ¿Tienes un hermano que se llama Adolfo? Él y yo somos amigos. ¿Te gustaría saber el secreto del Opus Dei?». «Sí —contesté—, pero no ahora, porque tengo clase a las 9:00 en la Ciudad Universitaria». Quedamos citados para el sábado siguiente por la tarde, en el Paseo de la Castellana. Por esos días, yo había leído un libro de Dale Carnegie titulado Cómo ganar amigos, y pensé que aquella era una oportunidad de poner en práctica lo aprendido.

      Durante ese paseo, Luis me habló de Jesús muerto por nosotros en la Cruz. Había dado su vida por mí, y yo ¿qué había hecho por Él?... Seguía con interés sus consideraciones, hasta que me preguntó: «¿Quieres que te enseñe el secreto del Opus Dei?». Me llevó a un centro de la Obra situado en el número 1 de la calle Padilla, esquina con Serrano. Entramos en el pequeño oratorio, saludamos al Señor presente en la Eucaristía y nos quedamos un momento arrodillados. Refiriéndose al sagrario, me dijo: «Ese es el secreto del Opus Dei». Así es, efectivamente: Luis pretendía explicarme, de una forma un poco intrigante, que el Opus Dei no tiene más secreto que la fe en Dios. Aunque entendí lo que quería decirme, he de reconocer que en aquel momento esa “revelación” me decepcionó.

      Esa misma tarde conocí a Fernando Bayo, un pintor profesional. Quedé en ir un día a visitar su estudio. Congeniamos bastante bien. Estuvimos también en el estudio de su maestro y en una exposición de Dalí. Fui poco por esa casa, pero conocí a algunos de los que acudían y asistí a una clase de formación cristiana que dirigió Wlado Vince, un croata del Opus Dei que hablaba asombrosamente bien el español además de unas cuantas lenguas más, entre ellas el ruso, lo cual me resultaba aún más asombroso.

      Un día de enero de 1952 iba con Fernando por la calle de Serrano cuando me preguntó: «¿Has pensado si Dios quiere que seas del Opus Dei?». Yo, que no sabía casi nada de todo eso, le dije que nunca había pensado en ser religioso. A mi respuesta contestó con viveza: «¿Llamas religioso al profesional que se gana la vida pintando?». Aprendí que los miembros de la Obra no eran religiosos.

      El domingo 17 de febrero fui al centro del Opus Dei en la calle Padilla, a las tres de la tarde. Fernando me habló, animándome a “cortar amarras”, porque —decía— eres como un barco en condiciones de zarpar, con el motor en marcha, la marinería y el capitán dispuestos a navegar…, y tú sigues anclado en el puerto». Con la gracia de Dios, escribí una carta dirigida a san Josemaría en la que pedía la admisión en la Obra. Pocos días después acudí a un pequeño santuario dedicado a Nuestra Señora de Valverde, cerca de Fuencarral, en lo que ahora es el barrio de Montecarmelo, para hacer una romería de acción de gracias a la Virgen por mi vocación. Fui con Luis Recio en una pequeña moto Soriano.

      Ese verano de 1952 hice un curso en Londres durante el mes de julio, con otros jóvenes de la Obra. Asistían españoles, mexicanos, británicos e irlandeses, y se me pasó volando. El ambiente familiar era estupendo y aprendí muchas cosas, menos inglés.

      Cuando volví a Madrid a finales de julio, me dediqué a preparar los exámenes de septiembre. De momento seguí frecuentando el centro del Opus Dei en la calle Padilla, pero después de los exámenes me plantearon incorporarme al centro de estudios, donde algunos fieles de la Obra viven un periodo de formación cristiana más intensa. Llegué a casa y se lo dije a mis padres: «Quiero irme a vivir a un centro de la Obra». «¿Cuándo?», preguntó mi madre, alarmada. «Mañana...». No fue un modelo de planificación ni de delicadeza, pero mis sorprendidos padres no se opusieron.

      El centro de estudios estaba en el piso más alto de Diego de León, 14. Entre otros encargos, me ocupé de cuidar el coche de la casa, porque era uno de los pocos que tenían carné. Así comencé a llevar en coche, a veces, a quienes necesitaban ir a algún sitio. Recuerdo, por ejemplo, que llevaba a los miembros del tribunal diocesano de la causa de beatificación de Isidoro Zorzano, un ingeniero del Opus Dei que había fallecido en 1943.

      CÓMO CONOCÍ A SAN JOSEMARÍA

      EN EL MES DE JUNIO DE 1953 iba a comenzar la labor apostólica de la Obra en el Perú. Don Manuel Botas, al que san Josemaría había encargado esa tarea, deseaba que lo acompañasen algunos estudiantes que pudieran cursar allí la carrera, para facilitar desde el principio el trato con gente joven. Yo iba a ser uno de ellos. Sugerí ir a Roma para conocer al fundador del Opus Dei antes de “cruzar el charco”, y mi sugerencia fue aceptada.

      El día 6 de ese mes volé por primera vez en mi vida: fui en un avión de la TWA, procedente de Nueva York, que hacía escala en Madrid. Desde el aeropuerto de Ciampino un autobús nos llevó hasta Via Bissolati, donde me esperaba Pachi Tejerizo, que entonces vivía en Roma. Llegamos a Villa Tevere, la sede central de la Obra en Roma, a la hora de cenar. Después de la cena me llevaron a una habitación en la que el Padre me estaba esperando.

      Al entrar, vi a dos sacerdotes. Iba tan acelerado, que me dirigí hacia el que no debía: don Álvaro del Portillo. Este, con el índice de la mano izquierda, me indicó que cambiase el rumbo. Saludé a san Josemaría, que me dio un abrazo y dos besos. En pocos minutos me sentí muy a gusto, como si le hubiese conocido y tratado desde hacía años, y nos fuimos él y yo a charlar a una habitación contigua, que era lugar de paso. Nos sentamos en un sofá y me preguntó por mis padres (quería saber si estaban contentos de que yo fuese al Perú), por mis estudios, si estaba contento y si rezaba.

      Me aconsejó, para vivir mejor la presencia de Dios, que procurase dedicar cada día de la semana a una devoción particular: el domingo a la Santísima Trinidad, el lunes a las ánimas del Purgatorio, el martes a los ángeles custodios, etc. Cuando estaba en lo mejor de mi charla —habían pasado solo cinco o diez minutos— entró don Álvaro y se sentó también. Esto me llamó mucho la atención. ¿Por qué había venido? Yo prefería seguir mi charla solo con el Padre. ¡Qué ingenuidad! Seguimos hablando los tres durante un rato, ya no recuerdo de qué, y san Josemaría se despidió de mí hasta el día siguiente.

      Aquella noche dormí en el Pensionato, una modesta construcción que, en parte, era la antigua portería de la casa. El dormitorio tenía tres literas de tres pisos cada una. Ocupé la cama más


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