E-Pack Los Fortune noviembre 2020. Varias Autoras
se supone que debo hacer? ¿Quieres que mande el artículo o esto sólo ha sido otra demostración de poder por tu parte antes de irte?
Él le hizo caso omiso.
—Dame un año de tu vida, Deanna. Es un trato muy sencillo. Un matrimonio de conveniencia. Sin derecho a roce, ¿de acuerdo? ¿Cuánto te parece que vale eso? ¿Una subida de sueldo? ¿Un ascenso? ¿Un nuevo cargo?
—¡No! ¡No quiero nada de eso! ¡Ese acuerdo sencillo del que hablas implica casarse contigo, aunque tú lo describas de otra manera, y también implica mentirle a tu padre!
—¿Y crees que lo que él pide es razonable?
Ella apretó los labios. Si todo lo que le había dicho era cierto, entonces evidentemente aquella exigencia distaba mucho de ser razonable.
Sí. Drew jugaba duro. Pero trabajaba aún más duro. Y ella llevaba tiempo suficiente trabajando a su lado como para saber que lo más importante para él era la empresa que su padre había fundado. Se mesó el cabello y empezó a caminar por el despacho. Las rodillas seguían temblándole, pero eso no era nada comparado con el revoloteo que tenía en el estómago.
¿Casarse con Drew Fortune? Una nueva oleada de temblores la sacudió de arriba abajo.
Dio un paso atrás.
—¿Pero cómo sé yo que no estás exagerando?
—¿Por qué iba a exagerar? —le dijo él, mirándola fijamente—. ¿Para conseguir una esposa? Vamos, Dee.
Ella se sonrojó. Él tenía razón. Aquello era más que improbable dada su opinión sobre el matrimonio. Si no hubiera sido prácticamente alérgico al compromiso, sin duda hubiera encontrado esposa sin dificultad en la larga lista de mujeres con las que había salido. Que a ella le parecieran todas unas gatitas sin cerebro no significaba que él tuviera que pensar lo mismo.
Drew se puso en pie y rodeó el escritorio. De repente el corazón de Deanna dio un vuelco al sentir su mano sobre el hombro. El calor que despedía su cuerpo le llegó hasta la piel a través del traje de lana fina que llevaba puesto.
—Tú siempre juegas limpio, Deanna —le dijo él en un tono persuasivo y dulzón—. Piensa en toda la gente que se va a ver afectada por esto.
—No trates de chantajearme, Drew Fortune. No te va a funcionar conmigo.
Deanna encogió los hombros y le hizo retirar ese brazo amigable, poniendo algo de distancia entre ellos.
—He visto los trucos que utilizas montones de veces.
—Muy bien —él soltó el aliento y se sentó al borde del escritorio—. Te necesito, Deanna. Confía en mí. Podemos hacer que esto funcione.
Sus palabras sonaban tan sinceras que casi parecía que realmente trataba de convencerla para que se casara con él.
El nudo que Deanna tenía en la garganta se convirtió en una piedra de repente.
—Un año —le dijo en un tono de advertencia.
Él asintió con la cabeza.
—No tiene por qué sonar tan terrible. La gente lleva siglos casándose por conveniencia.
—Jamás pensé que te oiría pronunciar esas palabras —ella casi se rió.
Él hizo una mueca.
—Cierto. Pero lo que quiero decir es que mucha gente se casa por motivos que nada tienen que ver con el amor.
—Bueno, disculpa, ¡pero nunca pensé que me convertiría en uno de esos motivos!
—Y yo nunca pensé que me vería obligado a luchar por la empresa cuya dirección me he ganado con creces, esgrimiendo un certificado de matrimonio. A veces pasan cosas… inesperadas.
Deanna tenía más que aprendida esa lección. Sólo tenía que pensar en su madre para repasarla un poco. Drew se quitó la gorra y la arrojó sobre el perchero de hierro forjado. Deanna recordaba haberle oído decir que había sido un regalo de su madre.
—No obstante, tampoco espero que salgas de todo esto con las manos vacías —le dijo en un tono muy serio.
Deanna se puso todavía más nerviosa. Tenía armas que usar contra el Drew adulador, encantador… Podía aguijonearle con ironías y jugar a su juego superficial hasta el fin de los días, pero cuando él le hablaba de esa manera, clara y sincera, estaba totalmente indefensa.
—Ya te lo dije. No quiero nada.
Él volvió a ponerse en pie y fue hacia ella. Deanna quiso retroceder, pero hizo un esfuerzo por mantenerse firme. De repente, él le tendió una mano. Ella quiso que la tierra se abriera a sus pies y se la tragara de golpe. Pero él no hizo más que meterle la mano en el bolsillo y sacar el teléfono móvil que no había dejado de sonar durante toda la conversación. Lo levantó en el aire y le mostró la pantalla. Gigi.
—¿Ni siquiera quieres mandar de vacaciones a tu madre?
Ella le arrebató el móvil de la mano y esa vez sí que lo apagó. Su madre podía llamar a la oficina todo lo que quisiera. En esos momentos, ése no era el mayor de sus problemas.
—Creo que hará falta algo más que unas vacaciones para resolver el problema de Gigi.
—¿Qué haría falta?
Ella resopló y gesticuló con los brazos.
—Harían falta cincuenta de los grandes.
Bien podían haber sido cincuenta millones; cualquiera de las dos cifras era igualmente inalcanzable para ella. De repente se dio cuenta de que aquella inesperada y singular proposición la había hecho hablar más de la cuenta. Dio un paso atrás. Y después otro.
—Bueno, todavía necesito que me des una respuesta sobre el artículo —le recordó, ansiosa por volver a los temas de trabajo.
Él arrugó los párpados.
—Si está listo para ser enviado, entonces envíalo —le dijo un momento después.
La sorpresa la hacía sentir incómoda. Estaba deseando salir de allí. Asintió con la cabeza y regresó a su escritorio. Unos minutos más tarde ya le había enviado el artículo al editor que iba a publicarlo. Satisfecha con el trabajo hecho, cerró el ordenador, sacó el bolso del último cajón y cerró con llave el escritorio. Drew no había salido de su despacho. Podía verle sentado frente a su escritorio, de cara a las ventanas. No quería formar parte de aquella farsa, pero tampoco podía marcharse como si nada hubiera pasado. Siempre había sido un buen jefe, por muy exigente que resultara en ocasiones.
Suspiró, dejó el bolso junto al bate de béisbol, encima de la silla, y se dirigió hacia su despacho. Podía ver su reflejo en aquellos cristales enormes.
—¿Qué vas a hacer?
Él miraba a la ventana como si fuera un espejo, mirándola a los ojos en el cristal.
—¿Qué vas a hacer tú? —giró la silla y se puso de frente a ella. Dejó su propio móvil sobre la mesa del escritorio.
—Tu madre ha perdido su trabajo de nuevo.
Ella miró el teléfono y después le miró a la cara. Su expresión era de pánico y furia.
—¿Qué has hecho? ¿La has llamado?
—He llamado a Joe Winston. Es el director de Recursos Humanos de Blake & Philips, ¿recuerdas?
Deanna contuvo el aliento. Blake & Philips era el bufete de abogados en el que su madre había trabajado hasta unos meses antes, hasta que la habían echado. Y la única razón por la que Drew sabía que su madre había trabajado allí era porque él mismo le había dado el contacto. Cerca de un año antes le había dicho que Joe, un amigo de la universidad, estaba buscando secretarias para el bufete. Por aquel entonces, su madre también estaba sin trabajo, a punto de perder la casa, y él lo sabía. Pero más bien había