Las aventuras del jabalí Teodosio. José Manuel Domínguez
se sentía cansado, así que se dejó caer en el sofá, soltando un soplido. Los tres cerditos subieron al piso de arriba a lavarse y a ponerse cómodos para pasar el resto del día en casa. El jabalí, por su parte, estaba muy tranquilo, con las pezuñas delanteras entrelazadas sobre la tripa, la cabeza echada hacia atrás en el sofá y mirando al techo, donde había una arañita tejiendo su tela.
De repente sonó un timbrazo en la puerta y Teodosio se puso de pie de un salto. Menudo susto. ¿Quién podría ser? Se dirigió a la puerta y echó un vistazo por la mirilla. Quería asegurarse de que quien llamaba no era una amenaza para sus primos ni para él. A través del agujero pudo ver que era una garza, así que abrió la puerta sin miedo. Era una hermosa ave que estaba plantada delante de la puerta. Tenía unas plumas blanquísimas y muy alisadas, un cuello muy largo y elegante, se apoyaba solo en una pata y con una de sus alas sujetaba un tarro de cristal vacío. La garza habló:
–Buenos días. No tengo el gusto de conocerle, pero quería saber si podrían darme un poco de sal porque…
No pudo terminar la frase porque Teodosio la interrumpió:
–¡Me ha dado un susto de muerte! Si quiere sal vaya al súper a por ella. ¡Ah, y no se le olvide pagar antes de salir!
¡Pammm! Dio un portazo y se volvió al sofá muy dignamente, farfullando algo sobre caraduras que querían comida gratis y daban timbrazos en las puertas. Antes de que pudiera sentarse de nuevo, vio a Adolfo y Lolo que bajaban por la escalera preguntando quién había llamado al timbre. Teodosio les explicó que solamente era una garza pesada que pedía no sé qué cosa, pero que ya no tenían de qué preocuparse porque le había dado con la puerta en las narices, o más bien en el pico. Sus dos primos le miraban con cara de espanto.
–¿Una garza? ¿En la puerta? –preguntó Adolfo–. ¡Pero si es la garza Eufrosina, la vecina!
Y corrió a la puerta para abrirla de nuevo y encontrarse con ella. Estaba plantada aún allí con cara de asombro. No sé podía creer que le hubieran dado con la puerta en las narices. O en el pico.
–Esto es indignante –no paraba de repetir–. Ni siquiera he podido terminar de hablar. Me ha dejado aquí plantada. ¿Qué clase de cerdo es este?
–¡No soy un cerdo! –saltó Teodosio desde el sofá–. ¡Soy un jabalííííí!
–Está bien, está bien –replicó Venancio, que también había llegado a ver qué pasaba–. No lo pongas peor.
–Yo solo quería saber si me podían dar un poco de sal. Se me ha terminado la mía y las tiendas están ya cerradas. Pero este cerdo, o jabalí, me ha cerrado la puerta en las narices. Digo en el pico.
–Discúlpele usted, señora Eufrosina –suplicó Adolfo–. Es que es un jabalí y no está acostumbrado a vivir en la civilización. Ahora mismo le llenamos su tarro. No faltaba más.
Venancio estaba escondido detrás de una lámpara muriéndose de la risa. Mientras, Lolo llenó el tarro de Eufrosina de sal y se lo entregó. Teodosio se sintió avergonzado y le pidió disculpas por su maleducado comportamiento anterior y la garza se fue, ya más tranquila, caminando armoniosamente con sus largas patas y el tarro bajo una de sus alas.
Adolfo le explicó a Teodosio que uno debe ser amable con los vecinos y ayudarlos cuando lo necesiten, no mandarlos a la porra a la primera de cambio. Claro que el jabalí no podía saber que la garza era su vecina, pero al menos podía haberle dejado explicarse. Sin duda, Teodosio aún tenía cosas que aprender.
Temas tratados
•Organizar tareas cotidianas.
•Rigidez de normas.
•Respeto a los demás en lugares públicos.
•Amabilidad con los vecinos.
Comentarios
Este capítulo, de manera análoga al primero, abunda más en episodios divertidos que en enseñanzas, pero no está exento de ellas. La primera aparece cuando se explica cómo los tres cerditos tienen organizada una despensa de tal manera que saben, inequívocamente, el momento en el que tienen que comprar más comida. La llegada del último envase como antesala de una certeza: la necesidad de reponer sus víveres.
Esta descripción está inspirada, aunque evidentemente es una versión extremadamente simplificada, en los sistemas de organización de inventario Kanban, en la filosofía de producción Lean. En realidad, el ejemplo del cuento se limita a definir un punto de reorden (que es cuando solo queda en la despensa un artículo de una clase específica) con un sistema de identificación que es la hojita roja colocada entre el último y penúltimo paquete en la despensa. Aunque pueda parecer moderno, algunos métodos de este tipo son muy antiguos.
En el caso del papelito rojo que narra el cuento, me inspiré en una lectura de la novela “La hoja roja”, de Miguel Delibes, en la que describe cómo, en los antiguos paquetitos de papel de fumar, el fabricante introducía uno de ese color que aparecía cuando el usuario había alcanzado los cinco últimos del envase. De esa manera indicaba al fumador la conveniencia de ir comprando otro paquete.
En general creo que la vida doméstica ofrece muchas oportunidades para la aplicación de prácticas Lean, cumpliendo un doble objetivo: facilitar las tareas diarias e imbuir el espíritu de eficiencia característico de esa filosofía de trabajo en los niños.
Durante mi etapa de estudiante de bachiller aficionado a la ciencia y tecnología, vi una escena (no recuerdo en qué película) en la que unos ingenieros programaban un robot para cruzar el paso de peatones en verde y detenerse cuando estaba rojo. El problema de los robots y los sistemas informáticos es que siguen un conjunto de normas estrictas. En la película, a mitad del recorrido, el semáforo se ponía rojo para los peatones (y lógicamente verde para los coches) y el autómata se detenía en mitad de la calle para desesperación de los conductores.
Eso exactamente es lo que le pasa a Teodosio en el cuento, ejemplificando el estilo de pensamiento hasta ahora limitado de las máquinas, capaz de ser esquivado por los humanos en virtud de nuestras habilidades de pensamiento abiertas, que intentan recrearse con la inteligencia artificial. Naturalmente, esto sirve como advertencia de que los humanos no somos robots, en el sentido más limitado de la palabra, y hemos de ser capaces de darnos cuenta de cuándo una regla ya no es aplicable porque no se estableció para tratar con la situación que estamos viviendo. Este episodio puede servir para enfatizar en los más pequeños la necesidad de respetar los semáforos.
La parte cómica la extraje de un chiste que mi hermano mayor me contaba de niño mientras hacía manualidades de marquetería, cortando láminas de madera de ocumen con una sierra de pelo, que yo le hacía repetir una y mil veces. Como la mayor parte de los contenidos del capítulo uno y dos de las aventuras de Teodosio, no es más que una versión más de una vieja historia que puede remontarse a la fábula “El ratón de campo y el ratón de ciudad”, escrita por Esopo y que ejemplifica la sorpresa y desconcierto del habitante del mundo rural ante los usos y costumbres de la ciudad.
Aunque es un tema que está tratado en un capítulo posterior, en esta historia también se habla del respeto a los demás en los lugares públicos. El asunto aparece al proponer el jabalí organizar una carrera de carritos de la compra por el súper, pidiéndole su primo que no lo hiciera porque molestaría a los demás. Lamentablemente cada día abundan más los padres que educan a sus hijos con pocos límites, bien por dejadez o bien por decisión deliberada, intentando crear una suerte de personalidad expansiva que acaba por ser muy irritante y fuente de toda clase de conflictos en la vida adulta, cuando se encuentran dos personas que se creen con derecho preferencial a todo y chocan en su intento de salirse con la suya. A este problema se añade el de que, en algún momento de las últimas décadas, la sociedad ha evolucionado en una dirección que asume que el único que puede llamar la atención a un niño es uno de sus padres. Me parece un error garrafal y estoy de acuerdo con el proverbio popular que indica que “para educar a un niño hace falta la tribu entera”. Creo que debemos hacer el ejercicio de humildad de dejar que otro adulto reprenda a nuestro hijo cuando hace algo mal, ya sea su maestro (evidente), el portero