Almendra. Won-pyung Sohn

Almendra - Won-pyung Sohn


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disfrutar de las dos fiestas. ¡Pero si yo tuviera que elegir uno de los cumpleaños por encima del otro, mi favorito es, por supuesto, la Nochebuena! —dijo la abuela, acariciando mi cabello.

      Mi cumpleaños es en Nochebuena.

      Cada año, en el día de mi cumpleaños, salíamos a comer fuera para celebrarlo. Ese año en Nochebuena nos estábamos preparando para salir, como de costumbre. El clima estaba helado y húmedo. El cielo estaba nublado, y el aire pesado y húmedo me penetraba la piel. ¿Por qué tomarse la molestia, es sólo un cumpleaños?, cavilaba para mí, mientras abotonaba mi abrigo. Y lo pensaba realmente en serio. No deberíamos haber salido aquel día.

      17

      La ciudad estaba llena de gente. La única diferencia con respecto a otras Nochebuenas anteriores fue que empezó a nevar justo después de que abordáramos el autobús. Nos hallábamos en un interminable embotellamiento cuando un reportero de una emisora de radio informó que la fuerte nevada continuaría el día siguiente, marcando la primera Navidad blanca en la última década. Desde que tenía memoria, nunca antes había nevado en mi cumpleaños.

      La nieve se acumulaba terriblemente rápido, como si pretendiera devorar toda la ciudad. La ciudad, antes gris, parecía ahora mucho más delicada. Tal vez debido al nuevo panorama, los pasajeros que iban en el autobús no parecían demasiado molestos por el tráfico. Fascinados, observaban a través de la ventana y tomaban fotos con sus teléfonos móviles.

      —Y sopa caliente —intervine yo. Se miraron la una a la otra y rieron. Debió haberles recordado el otro día, cuando les había preguntado por qué la gente rara vez comía naengmyeon en invierno. Probablemente pensaron que tenía antojo.

      Después de dormir un poco en el autobús, nos bajamos en la estación de Cheonggyecheon y caminamos siguiendo la corriente durante un largo rato. Era un mundo blanco. Yo miraba hacia arriba para ver los copos de nieve caer. Mamá gritaba y sacaba la lengua para saborear la nieve como un niño.

      Resultó que el restaurante al que la abuela solía ir en la esquina del callejón había desaparecido. Para cuando la humedad ya empapaba el dobladillo de nuestros pantalones y sentíamos el frío adherirse a nuestras pantorrillas, encontramos otro lugar que mamá había buscado en internet. Era un restaurante de una franquicia que se hallaba rodeado por hileras de cafeterías.

      El letrero que anunciaba “Naengmyeon al estilo de Pyongyang” colgaba de la pared en letras grandes, y como prueba de ello, los fideos fríos eran tan suaves que se deshacían tan pronto como tocaban mis dientes. Pero ésa fue la única parte buena. La sopa estaba rancia, los enormes mandus estaban quemados y el caldo de naengmyoen sabía a Sprite. Incluso para alguien que hubiera probado naengmyeon por primera vez, habría sabido que estaba malo y desabrido. Pero mamá y la abuela limpiaron sus platos. A veces el clima puede abrirte el apetito más que el propio sabor de lo que se come. Ese día fue la nieve. La abuela y mamá eran sólo sonrisas aquel día. Me puse un enorme cubo de hielo en el interior de la boca y lo hice rodar con la lengua.

      —Feliz cumpleaños —dijo la abuela.

      —Gracias por ser mi hijo —agregó mamá, apretando mi mano. “Feliz cumpleaños.” “Gracias por ser mi hijo.” Ambas frases sonaban como cliché, pero había días en los que se suponía que uno debía decir esas cosas.

      Nos levantamos sin decidir adónde ir a continuación. Mientras la abuela y mamá estaban pagando la cuenta, yo distinguí un caramelo de ciruela en una cesta del mostrador. Aunque en realidad era un envoltorio vacío que alguien había dejado allí. Una camarera me vio jugueteando con él, sonrió, y me dijo que esperara a que fuera a conseguir algunos más.

      La abuela y mamá salieron primero. La nieve seguía cayendo con fuerza, y mamá parecía tan feliz, saltando sin cesar, intentando atrapar los copos de nieve. La abuela se retorcía de risa mirando a su hija y se volvía a mirarme, radiante, desde el otro lado del aparador. La camarera regresó con una bolsa enorme de caramelos. Rasgó el plástico y los caramelos salieron, llenando la cesta como pequeños regalos.

      —¿Puedo tomar todos éstos? Es Nochebuena —le pregunté, agarrando dos puñados de caramelos. La camarera vaciló un poco, pero asintió con una sonrisa.

      Al otro lado del cristal, mamá y la abuela todavía eran sólo sonrisas. Desfilando al lado de ambas avanzaba la larga procesión de un coro mixto. Llevaban sombreros rojos de Santa Claus y capas rojas y cantaban villancicos: “Noel, Noel, Noel, Noel. Hoy ha nacido el rey de Israel”. Metí las manos en los bolsillos y sentí los punzantes bordes de las envolturas de los caramelos mientras me dirigía a la salida.

      En ese momento, varias personas gritaron a la vez. El canto se detuvo. Los gritos se convirtieron en chillidos. El desfile del coro se transformó en un caos y las personas cubrían sus bocas y huían despavoridas.

      Al otro lado del aparador, un hombre balanceaba algo contra el cielo. Era un hombre de traje que habíamos visto merodear antes de que entráramos en el restaurante. En profundo contraste con su atuendo, sostenía un cuchillo en una mano y un martillo en la otra. Blandía ambos con tanta fuerza que parecía que quisiera apuñalar cada copo de nieve que caía sobre él. Lo vi acercarse al coro mientras algunas personas sacaban apresuradamente sus teléfonos móviles.

      El hombre giró y sus ojos se posaron en la abuela y mamá. Cambió de rumbo. La abuela intentó tirar de mamá. Pero entonces algo increíble sucedió ante mis ojos. Él asestó su martillo contra la cabeza de mamá. Una, dos, tres, cuatro veces.

      Mamá se desplomó, la sangre roció el suelo. Yo empujé la puerta de cristal para salir, pero la abuela gritaba y la bloqueaba con su cuerpo. El hombre dejó caer el martillo una vez más y cortó el aire con el cuchillo que empuñaba en su otra mano. Yo golpeaba la puerta, pero la abuela sacudía la cabeza, obstruyéndola con todas sus fuerzas. Ella me repetía algo una y otra vez, casi llorando. El hombre se lanzó contra la abuela. Ella se giró para enfrentarse a él y bramó. Pero sólo una vez. Su gran espalda cubrió mi vista. La sangre salpicó sobre la puerta de cristal. Rojo. Más rojo. Todo lo que podía hacer era contemplar el cristal de la puerta volverse cada vez más rojo. Nadie intervino durante todo ese tiempo. Veía un fondo congelado. Todos permanecían allí y miraban, como si el hombre y mamá y la abuela estuvieran representando una escena de una obra de teatro. Todos eran parte del público. Incluyéndome.

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