¿Para qué y para quién vivimos?. Luis Chiozza
del mismo modo en que no percibimos nuestra respiración cuando funciona bien, hay en nuestro entorno mil detalles que no suscitan nuestra atención, y lo mismo sucede con nuestros movimientos habituales.
Ortega sostiene, de manera categórica, que si todo lo que lo rodea, incluyendo su cuerpo, le fuese cómodo, él no repararía en nada, no sentiría la circunstancia como tal circunstancia, como algo extraño con lo cual tiene que vivir. Su pensamiento coincide con lo que afirma Schrödinger. Podemos decir que hay cosas, entre las que nos interesan, que no nos incomodan, pero son precisamente las que buscamos para resolver nuestra incomodidad.
Pero ¿y el placer?, se dirá. ¿Acaso cuando nuestra vida trascurre en un momento agradable no tenemos consciencia del momento que estamos disfrutando? Es cierto. Sabemos, sin embargo, que el placer, en condiciones saludables, funciona como un premio “biológico” destinado a reforzar el aprendizaje de una conducta adecuada que pone fin a una dificultad. Si el placer, en cambio, trascurre de un modo insalubre (como ocurre –en los casos extremos– con las adicciones), se utiliza para ocultar un disgusto, que no se elabora, con un recurso espurio que se cobrará un alto precio.
Cuando en nuestra vida hay algo que nos incomoda, sentimos que carecemos de algo que necesitamos. Reparemos en que el exceso y la falta pueden ser contemplados como dos caras de la misma moneda. El alimento falta cuando el hambre sobra.
La expulsión del paraíso
La vida es un continuo quehacer frente al permanente sentimiento de una carencia que es necesario subsanar, pero –tal como señala Ortega– lo más grave de los quehaceres en que la vida consiste no estriba en que haya que hacerlos, sino en que es necesario decidir lo que se hace.
Queda claro, entonces, que la expulsión del paraíso representa simbólicamente al ser humano viviendo en la realidad de su mundo, en donde se encuentra con resistencias frente a las cuales necesita saber qué hacer y a qué atenerse. El mundo verdadero es un antiparaíso; o, mejor aún, el paraíso, como contrafigura de todo lo que en la realidad del mundo nos perturba, es un imaginario mundo mágico que se sintoniza con el ritmo de nuestros deseos.
Cuando alguien sufre hambre imagina un paraíso en donde los alimentos abundan. Es por eso que se ha llegado a decir que el peor castigo para un idealista sería obligarlo a vivir en el mejor de los mundos que es capaz de concebir, ya que seguramente olvidaría dotarlo de algunos requisitos imprescindibles que no ha registrado como necesarios, porque nunca sufrió, en su circunstancia, esa particular carencia. ¿No nos hemos quejado, acaso, algunas veces, comportándonos como padres inocentes, de que nuestros hijos no tienen consciencia del valor que poseen aquellos bienes que nunca les han faltado?
Subrayemos una vez más el hecho de que, por extraño que parezca, si el mundo verdadero pudiera llegar a ser un paraíso en donde nada se resistiera a nuestras intenciones, ocurriría que la circunstancia y el yo de cada cual dejarían de ser en su consciencia, y el organismo vivo perdería una característica esencial que consiste en tener esa consciencia de sí mismo a la cual se alude con la expresión “sentimiento de sí”.
El sentido se acaba cuando nada “hace falta”
Decíamos antes que la vida fenece cuando se le acaba el sentido, y que, en cada vida, ese sentido se constituye con el sentimiento de lo que “hace falta”, y con los propósitos que esa carencia motiva. Sin nada que me incomodara yo no tendría consciencia de mi vida, de mí mismo y de mi mundo. En otras palabras: si la relación recíproca entre mi circunstancia y yo, que constituye mi vida, trascurriera absolutamente exenta de cualquier dificultad, los dos seres del binomio constituido por mi mundo y yo, dejarían de existir en mi consciencia.
Dado que la consciencia funciona registrando las diferencias entre lo que busco y lo que encuentro y entre la satisfacción que alcanzo y mi carencia, sin esas diferencias pensar y sentir ya no me serían entonces necesarios ni posibles; y mi vida no sería vida, porque evolucionaría como imagino (ya que no puedo saberlo) que existen las moléculas, como partículas inanimadas indiferentes a lo que les ocurre y sin necesidad de la facultad, o del órgano, que denomino consciencia.
Podemos agregar, entonces, que sin el sentimiento de una carencia y sin los propósitos que esa carencia motiva, que constituyen, ambos, en cada vida, el sentido que la constituye como intencionada y automóvil, no sólo desaparece la consciencia, sino también lo que se denomina vida. Podemos agregar también que, precisamente porque la función de la consciencia es registrar “lo que hace falta”, tendemos a vivir pendientes de la incertidumbre, sin darnos cuenta de las miles de acciones con las cuales, cotidianamente, acertamos, ya que, sin ese predominio de aciertos, la vida sería muy poco menos que imposible. Por la misma razón sucede que nuestra necesidad de prestar atención a la maldad nos suele conducir a desconocer que la simpatía y la bondad operan, en nuestra convivencia, en una proporción mayor de lo que tendemos a pensar.
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