El latido que nos hizo eternos. Mita Marco

El latido que nos hizo eternos - Mita Marco


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seguía conservando su belleza. Frente a la cama, un gran armario ropero, tan antiguo como el resto de la habitación, con un espejo en una de las puertas que le devolvía su reflejo algo empañado y con un ligero abombamiento.

      —Según me dijeron cuando compré la casa, esta era la habitación de la hija del terrateniente que la construyó. Una habitación digna de una princesa.

      Amanda la recorrió con la mirada. Tenía que reconocer que era preciosa. Siempre había tenido predilección por las antigüedades.

      —Me encanta.

      —Pues es toda tuya. —Le sonrió—. Voy a mandar que te suban las maletas. —Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta, pero de repente paró y volvió la vista hacia su hermana—. ¡Eh! Me alegro de que estés aquí, de verdad.

      Al cerrar la puerta, dejándola sola en aquella habitación, Amanda rio contenta. Después de todo, las cosas no habían salido tan mal como pintaban en un principio. Viviría con su hermano en aquella propiedad, tendría tiempo libre para hacer lo que le viniera en gana y no tendría que aguantar más que le hablasen sobre futuro ni trabajo. Alberto había dicho que en un tiempo aclararían su situación, pero ella estaba segura de que, con sus mañas y sus artes para la interpretación, podría seguir dándose la buena vida como hasta entonces.

      Capítulo 3

      Oliver se encontraba sentado en una pequeña terraza, en un bar de San Sebastián de La Gomera. Tomaba un café, mientras esperaba a su contacto, y contemplaba sin mucho interés la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción.

      A pesar de que siempre le gustó viajar y ver mundo, aquello no le provocaba ninguna emoción. Todas sus ilusiones y sentimientos estaban muertos.

      En el pasado, jamás hubiese dejado pasar la ocasión de recorrer aquel pueblo, adentrarse en sus calles y contemplar sus monumentos, pero ya no era el mismo hombre de antes. Lo único que tenía en mente era hacer su trabajo, y hacerlo lo mejor posible. Esa era la forma de poder olvidar, de borrar los recuerdos que lo atormentaban.

      Al girar la cabeza, vio acercarse a la camarera del bar, una joven muy bonita, morena y delgada, con una sonrisa contagiosa.

      La chica llegó hasta su mesa y dejó la cuenta en ella.

      —Espero que le haya gustado nuestro café —comentó con simpatía.

      —Estaba bien —dijo él mientras sacaba la cartera de su bolsillo.

      —¿Es usted turista? Nunca lo he visto por aquí —se interesó la joven.

      Oliver la miró con fijeza, sin percatarse de que tenía el ceño fruncido. No le gustaba que le hicieran preguntas. Y aunque aquella era una mujer preciosa y muy amable, no estaba por la labor de seguir con la conversación.

      —Aquí tiene el dinero —farfulló.

      Ella se lo quedó mirando, contrariada. Cogió las monedas y le sonrió. Pero antes de marcharse volvió a hablarle.

      —Me… me preguntaba que si… sigue por aquí en una hora… quizás le apetezca otro café después de que termine mi turno.

      Oliver la contempló. Sin embargo, lo hizo como si allí no hubiese nadie, como si aquella joven fuese invisible.

      —No tengo tiempo para tonterías, señorita.

      La chica asintió con rapidez, algo molesta por aquel rechazo.

      —Que tenga un buen día. —Y tras esa leve despedida, caminó con orgullo, moviendo las caderas de forma exagerada, hacia el interior del establecimiento.

      Él resopló y centró su mirada de nuevo en la parroquia.

      ¡Cómo había cambiado su vida!

      Años atrás, no habría dejado pasar la ocasión de conocer a una chica guapa. Incluso hubiese sido él quien le hubiera pedido su número de teléfono. No obstante, ya no buscaba nada de nadie, no necesitaba acercamientos, ni cariño por parte de las féminas. Lo único que quería era que lo dejasen en paz.

      —¿Oliver Berenguer?

      Al alzar por segunda vez la cabeza, se encontró con un hombre joven. Castaño, fornido, aunque demasiado bajito para poder soportar tanto músculo él solo. Lo miraba con seriedad, casi con exasperación.

      —Soy yo.

      —Genial. —Sin más preguntas, le hizo una señal con la cabeza para que lo siguiera y empezó a hablarle sin asegurarse de que lo hacía—. Soy tu contacto en La Gomera, el inspector Marín. Tengo el coche aparcado en aquella esquina.

      —¿Coche? Pensaba que mi trabajo iba a ser aquí.

      El hombre negó con la cabeza.

      —Ya me avisaron de que los agentes de tu departamento eran unos inútiles. Espero que tú no seas como ellos. Todavía no entiendo el por qué han tenido que daros el caso a vosotros y no a la policía de aquí.

      Oliver se lo quedó mirando fijamente. Aquel agente era un payaso.

      —Lleva cuidado con tus palabras —le advirtió—. Puedes decir lo que quieras de mis superiores, pero conmigo… respeto.

      El inspector Marín dejó de andar y giró para poder mirarlo a los ojos. Tras unos segundos de aguantarse la mirada, su boca se curvó.

      —Perfecto, un chulito de la península.

      Oliver se acercó un poco más a él, en actitud altiva.

      —Escúchame bien, imbécil isleño, deja de mear para marcar tu territorio y dime dónde voy a tener que hacer mi trabajo, que es por lo que estoy aquí.

      El agente rio por su contestación y asintió.

      Sin decir ni una palabra más, lo guio hasta su vehículo, un Tata ranchera de color blanco. Era viejo, estaba bastante sucio y al sentarse en él comprobó que también era incómodo, los muelles del asiento se clavaban por todas partes.

      Cuando arrancó, el inspector Marín comenzó a hablar.

      —Supongo que los inútiles de tu departamento te habrán puesto al corriente sobre nuestro objetivo.

      Oliver asintió y se aclaró la voz:

      —Alberto Robles, cincuenta y cinco años, natural de Madrid. Desde que tiene uso de razón se ha dedicado a negocios turbios y nada claros. En la actualidad se le investiga por tráfico de cocaína.

      Marín apartó la vista de la carretera y observó a Oliver unos segundos.

      —No solo por ser un simple camello. Si se demuestra toda la información que se tiene sobre él, nos encontraremos con el mayor traficante de drogas que ha habido en España. Ese hijo de perra se ha forrado con el negocio, y cuenta en su haber, supuestamente, con tres muertes por ajuste de cuentas.

      Oliver asintió, pues ya conocía toda esa información.

      —Deja de contarme historias y dime hacia dónde vamos —lo apremió sin paciencia—. Mis superiores recibieron información vuestra para que yo llegase a San Sebastián de La Gomera.

      Marín rio.

      —¿Pensabas que íbamos a daros su dirección? Entonces eres más memo de lo que imaginaba.

      —Cuidado con tus palabras —le advirtió.

      —Ya, ya… —rio. Cuadró los hombros y se aclaró la voz—. Creo que no hubiese sido muy inteligente daros la dirección correcta. Y no es porque seáis estúpidos, sino porque ese tío tiene espías por todos lados. ¿Qué pasaría si alguno de ellos se entera de que vas hacia donde vive Robles? Serías hombre muerto al segundo de pisar su propiedad, guapito de capital. ¿Qué me dices a esto?

      Oliver asintió.

      —Que tiene lógica.

      —¡Joder! En algo estamos de


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