ESPEJOS. Gisel Vogt
de ayudar más en los trabajos de la casa y él había empezado tres veces a la semana a trabajar en un mercado acomodando los productos en el depósito, así ayudaba a Camila con más ingresos.
JUNIO DE 2012
Era sábado, estábamos limpiando y ordenando la casa con Gastón cuando escuchamos que alguien aplaudió, desde el portón del cerco.
—Gastón, andá a atender, ¡por favor! —grité desde el patio trasero donde estaba colgando ropa, lo vi dejar el escurridor cerca de la puerta de la habitación que estaba limpiando y dirigirse hacia el frente.
—¡Mica, vení! —Yo me asusté, pensé que pasó algo, dejé todo y casi corriendo fui hacia él y me quedé parada bajo el marco de la puerta. Gastón sonreía, a su lado estaba Joaquín.
—Hola, Micaela —dijo él antes de abrazarme y fue ahí cuando recién reaccioné y lo abracé fuerte, tenía ganas de llorar, lo había extrañado mucho, era mi hermano el que estaba ahí conmigo después de más de 8 años de no verlo.
Ese día aprendí que hay relaciones y vínculos que no se rompen ni con el tiempo, ni con la distancia, mi familia indudablemente era mi eje, mi estructura, y en gran medida lo más importante que tenía; volver a estar cerca de mi hermano Joaquín ayudó a que aprendiera a valorarlos un poco más cada día.
—Vamos, hay que decirle a mamá, se va a poner contenta —dijo Gastón.
Camila llegó al mediodía y se alegró de ver que Joaquín había ido, él la contactó cuando fue a la librería en la que ella trabajaba, nos contó que trabajaba en una panadería de la cual era dueño, que cuando papá lo echó se había ido con un amigo al sur porque pensó que era lo mejor y estaba algo dolido por lo que pasó, que por eso no había vuelto antes, pero que ahora ya estaría con nosotros, que vivía en el centro que no tenía idea de todo lo que pasamos, pidió disculpas que no eran necesarias, él la había pasado mal también. Se quedó todo el fin de semana, mamá estaba muy contenta y nosotros, también.
A partir de ese día cada tanto Joaquín nos visitaba, a fin de año mamá volvió a trabajar a medio tiempo nuevamente, en el hospital. Gastón y yo terminamos la secundaria, él empezó a trabajar de tiempo completo en el supermercado, yo me inscribí en el profesorado de Historia y conseguí trabajo en una cadena de restaurantes y pensaba seriamente la posibilidad de irme a vivir sola.
A Juan Vogel (mi padre) lo había visto a lo lejos un par de veces en la calle y había escuchado comentarios de que se había casado con una mujer y que estaba criando a los hijos de esta, me parecía irónico y kármico, pero en el fondo aumentaba más el dolor y el rencor que sentía por él. Desde que no vivía con nosotros, no se lo nombraba, era como si pretendiéramos que él nunca había vivido con nosotros, y si un recuerdo afloraba, yo evitaba llamarlo papá, ahora era: él.
CAPÍTULO 5: El reflejo de los matices
ABRIL DE 2019
Sonó el despertador y de un manotazo tiré el celular en el piso, el sonido del impacto del artefacto hizo que me levantara rápidamente: “Uff… no se rompió”, me dije mentalmente, me higienicé y vestí como autómata y escuché el tono de llamada, vi que era Paula.
—Hola, Paula.
—Hola, estoy en el pasillo, está cerrada la puerta del medio, ¿podés abrir?
—Voy.
Paula era la única persona a la que consideraba amiga, con todas las letras, ella trabajaba a medio tiempo como chef en uno de los restaurantes en los que yo había trabajado mientras estudiaba; además, cursaba la carrera de psicología por las noches porque después de recibirse de la carrera de gastronomía ella sintió que quería incursionar en esa área y comenzó la carrera.
—Hola. —Me dio dos besos en la mejilla—. Con la cara que tenés parece que te desperté.
—En realidad recién me levanté, no sé por qué se me ocurrió la genial idea de programar una alarma para los sábados, ¿todo bien vos? —le pregunté y observé que tenía un táper en su mano.
-Quería que probaras mi nueva receta de bizcochuelo...
Yo estaba segura de que pasaba algo más, pero no la presionaría. Paula era algo reservada cuando algo le pasaba, pero por la hora que era ella venía para distraerse y yo lo sabía. Estábamos en el balcón tomando mates cuando me dijo:
—Fui a lo de Laura ayer —su hermana menor—. Mica, estoy segura de que el hijo de puta de Iván la golpea, ayer tenía un moretón bien marcado en sus brazos, la otra vez ya se justificó con que se había caído y no le creí, ayer otra vez estaba así, pero lo niega. —Me miró y vi la ira y la impotencia reflejadas en sus ojos—. Pero lo voy a denunciar a esa basura si la vuelvo a ver así, ella me dijo que no es lo que pienso, ¿podés creer que lo defiende? —Movía la cabeza en negación—. No sé cómo ayudarla, Mica, no sé cómo ayudar a mi propia hermana, si no puedo ayudar a mi propia hermana, ¿qué clase de terapeuta podré ser?
—Pau…
Iba a hablar y decidí mejor abrazarla y ella comenzó a llorar, no era normal verla así, por lo general cuando algo la afectaba emocionalmente ella se ponía hiperactiva, es decir, a hacer algo y así se evadía del problema, yo sospechaba que esa “nueva receta” había sido su método de evasión, pero no le alcanzó, nos mantuvimos un rato abrazadas y noté que había dejado de llorar.
—Gracias por escucharme, Mica.
—Paula, sabés que contás conmigo y por favor no vuelvas a decir que no serás buena psicóloga, y con respecto a tu hermana, cuando ella esté lista para dejarse ayudar, se acercará, lo importante es que ella sepa que vos la vas a apoyar, que cuenta con vos.
—Gracias, y sí, tenés razón, tengo que estar para ella, pero igual, si la vuelvo a ver así, voy a denunciar a ese hijo de puta.
—Me parece bien, y es lo correcto.
Esa tarde, como casi todos los sábados, fuimos a correr en la costanera, ella es más atlética que yo por lo que, luego de unos kilómetros yo trotaba y Paula seguía al mismo ritmo, en un momento comencé a caminar, ella volvió corriendo hacia mí.
—Te tiene mal la falta de actividad quema calorías. —Su sonrisa equivalía al doble sentido de la última frase.
—¿Y quién dijo que no hago esas actividades? —Ella sonrió—. Además, lo admito, no es mi fuerte la actividad física, lo hago por salud, pero no soy tan enérgica como vos.
—Sos igual que Sofía. —Sofía era una compañera suya de la universidad, yo no la conocía personalmente, pero Paula solía nombrarla—. Mirá —dijo señalando sin disimulo hacia delante—. Hablando de la reina de Roma. ¡Eh, Sofi!
Se acercó a nosotros sonriendo una mujer de unos 25 años, de estatura similar a la mía, 1,65 m aproximadamente, piel clara, pelo negro lacio y los ojos más jodidamente azules que había visto, llevaba jean negro y una remera blanca algo transparente, no sé por qué observé ese detalle.
—¡Eh! Pau, hola. ¿Cómo estás?, ¡qué bueno verte! —La saludó con besos en la mejilla—. ¡Qué ganas de hacer actividad que tenés, eh! —Sofía me miró.
—Sofía, ella es Micaela.
—Hola, Micaela —dijo Sofía y sonrió.
—Hola, Sofía, mucho gusto.
—¡Al fin se conocen mis dos mejores amigas!... Eh, tendríamos que salir las tres u organizar algo.
—Es una buena idea —dijo Sofía luego me miró—. Además, de tanto que Paula me habla de vos es como si te conociera de hace rato y, por cierto, te confieso que si no supiera de Matías juraría que Paula gusta de vos.
Paula se rio sonoramente y Sofía me miró con picardía, yo me sentí incómoda con su comentario, creo que Paula no lo percibió porque seguía en su idea.
—Sofía,