Poli. Valentin Gendrot
dictaban directamente al oído a través de un programa informático.
Fue una infiltración cuya dificultad no residía en intentar pasar desapercibido, sino en el hecho de aguantar aquella falta de humanidad durante dos meses.
En cuatro años, nunca me han descubierto. Y ahora, mientras finjo que busco el bolígrafo debajo de la mesa, soy consciente de mi imprudencia. ¿Por qué decidí mostrar mi cara en pantalla? Puede que mi anterior infiltración haga fracasar la actual, que, además, es la más atrevida.
El jefe Goupil habla de una escena que no era la mía, se trata de un caso de acoso psicológico cuyo extracto sonoro lleva tres días circulando por internet. Tal vez solo haya visto el adelanto del reportaje.
—Podéis encontraros en una situación parecida —dice antes de pasar a otra cosa.
—Abuelo, ¿buscas algo? —me dice Mickaël el Musculado, burlón.
Salgo de mi agujero.
—El lápiz —respondo con voz neutra.
—Está en la mesa…
—Ah, joder, soy estúpido.
Paso el resto de la mañana esperando con impaciencia el mediodía del viernes, cuando podré ir de nuevo a casa de mis padres. Ya en el coche, vuelvo a respirar tranquilo. Me centro en la perspectiva de un buen fin de semana: voy a chinchar a mi padre, jugar al fútbol, beber cerveza con mis colegas y olvidarme de esta escuela y de sus alumnos. También quiero dormir. Después, todo irá mejor.
El domingo por la noche vuelvo a la escuela sin prisa alguna. No estoy tranquilo. Con la maleta en la mano, empujo la puerta de la habitación.
—¡Qué pasa, tíos! —digo, intentando fingir normalidad—. ¿Habéis pasado un buen fin de semana?
Estrecho la mano a Alexis, Romain, Julien, Micka y Clément. Me acerco a Basile, que está junto a la ventana, probando los auriculares inalámbricos que se acaba de comprar.
—¡Hola, Abuelo!
A veces le sale algún que otro gallo, como si no le hubiera cambiado la voz. Coloco mi ropa en un armario cada vez más desordenado. Ha caído pasta de dientes sobre la funda de mi reproductor de DVD. Basile me llama:
—¿Sabes, Abuelo? He visto el programa del que nos habló el jefe Goupil el viernes. Es gracioso, sale un tío que se te parece muchísimo.
Me tenso, pero intento mantener el semblante tranquilo. Sigo colocando mi ropa.
—¿Qué dices?
—Mira, eres tú —comenta mientras me enseña la imagen de su móvil.
Me dedica una sonrisa burlona. Está claro que se había preparado para este momento, aprovechando el efecto sorpresa.
—En realidad eres periodista. Te estás infiltrando en la policía.
En un segundo, toda la tranquilidad del fin de semana se hace añicos. Pierdo la confianza. Me tiembla la voz y el cuerpo entero. Recobro la poca compostura que me queda:
—Ah, pues sí. Se me parece un montón. Pero no, no soy yo.
—Sí, eres tú.
Niego la evidencia, pero ¿qué otra cosa puedo hacer?
Basile comparte una captura de pantalla de mi cara en el programa Cash investigation por el grupo de Facebook de la unidad. En un segundo, los otros veintiocho ADS de la unidad se enteran de que una persona que es exactamente igual que yo acaba de salir en televisión y que es periodista.
Mi peor pesadilla se hace realidad. Estoy muerto de miedo.
Capítulo 9
—Venga, reconócelo: di que eres periodista, nos da igual. ¡Di que eres Raphaël! —me suelta un ADS, burlón.
El café solo del desayuno humea ante mis ojos, enrojecidos por la falta de sueño. El reloj marca las siete menos cuarto de la mañana. Trato de espabilarme. Tendré que pasar el resto del día mintiendo e intentando negar la evidencia.
He pasado la noche dando vueltas a una misma pregunta: ¿cómo puedo seguir adelante con la infiltración? Mientras los chicos de la habitación dormían, yo tenía los ojos abiertos como platos.
Me vuelvo más paranoico con el paso de los días. Incluso los acontecimientos alegres me generan ansiedad. Ahora vivo con el miedo constante de que un ADS se chive a los instructores. El jefe Goupil se retrasa unos minutos y yo me pongo en lo peor: «Ya está, me han pillado, están planeando cómo desenmascararme, me lo van a preguntar directamente en la clase… Me han descubierto».
Esta mañana, igual: los policías que revisan nuestras camas han convocado a mis seis compañeros de habitación y a mí no. a todos menos a mí. ¿Por haber hecho mal las camas? Me imagino a mis compañeros pasando un interrogatorio sobre mis hábitos, sobre detalles que les hayan llamado la atención de mí… Y al final, no ha sido nada. Los seis han tenido que redactar un informe sobre el desastre de las camas. Yo me libro del castigo, pero no del ataque de pánico.
Yo soy, en muchas ocasiones, mi peor enemigo, como esta mañana, cuando el jefe Goupil ha preguntado a nuestra unidad:
—¿Qué antiguo ministro de Interior fue condenado por malversación de fondos públicos?
Levanto la mano y respondo:
—Claude Guéant.
El jefe Goupil asiente con la cabeza. A mi espalda, un compañero resopla:
—Al final sí que va a ser periodista.
Capítulo 10
A lo largo de las semanas de formación, me voy acercando a Mickaël el Musculado. Micka, con sus abdominales bien definidos, sus pectorales abultados y sus impresionantes deltoides. Cualquiera diría que hace todo eso para compensar su metro sesenta y uno de altura. A pesar de todo, es un tipo imponente.
Cuando empezamos la formación, Micka y Alexis estaban bastante unidos debido a la pasión que compartían por la musculación y su pasado como adiestradores de perros. Después, poco a poco, los dos mastodontes fueron distanciándose y Micka comenzó a pasar más tiempo conmigo.
Tenemos la misma edad, veintinueve años, lo que nos otorga el título de veteranos de la unidad. En clase, se sienta detrás de mí y hablamos bastante, como los típicos alumnos distraídos. Ambos tenemos ganas de que acabe la formación. Yo, porque el miedo a que me descubran me consume. Micka, simplemente, no se siente cómodo con el sistema escolar; las evaluaciones son su peor pesadilla. Por eso, con el paso de los días, Micka se convierte en mi sombra y yo, en la suya. Me acompaña cuando salgo a fumar y él fuma de su cigarrillo electrónico. Pasamos muchas noches repasando los apuntes juntos. Mi compañero ya no se anda con remilgos a la hora de señalar a sus enemigos. A los árabes los llama «moros». Con respecto a los inmigrantes, él los enviaría de vuelta a su país en un chárter.
—Abuelo, ¿sabes qué separa al hombre del mono?
—No…
—¡El Mediterráneo!
Mickaël se ríe con ganas. Me enseña unas fotos en su móvil de antes de su transformación física. No era más que un renacuajo, un jovencito inofensivo.
—Lo ideal es tener el cuello igual de ancho que los bíceps y los muslos —me explica.
Durante una clase en la que nos enseñan cómo esposar a alguien, lo que, según los apuntes, «no debe ser una acción sistemática», la jefa Milat nos reparte «los grilletes», como llaman a las esposas en jerga policial. Las pruebo con mi nuevo compañero.
—No las aprietes demasiado, a ver si me vas a reventar la muñeca —me dice Mickaël.
Bajo el sol, junto al helipuerto, repasamos