El hijo del siciliano - El millonario y ella. Sharon Kendrick
con su etéreo encanto rubio que lo había dejado boquiabierto.
–Es que estás… diferente –observó.
Antes solía llevar el pelo por encima de los hombros y a él le gustaba porque así nunca caía sobre sus pechos cuando estaba desnuda. Pero ahora le llegaba casi por la cintura, sus ojos azules parecían más hundidos que antes y los afilados pómulos creaban sombras sobre su rostro.
Pero fue su cuerpo lo que más lo sorprendió. Siempre había sido esbelta, pero de curvas generosas, como un melocotón maduro. Ahora, sin embargo, estaba delgadísima. Seguramente era lo que dictaban las revistas de moda, pero a él no le parecía atractivo en absoluto.
–Pero tú estás igual que antes, Vincenzo.
–¿Ah, sí? –él la miraba como un gato miraría a un ratón antes de lanzar sobre él sus letales zarpas.
–Bueno, quizá tienes algunas canas nuevas…
–¿No me dan un aspecto distinguido? –bromeó Vincenzo–. Dime, ¿cuánto tiempo ha pasado desde la última vez que nos vimos, cara?
Emma sospechaba que sabía perfectamente el tiempo que había pasado, pero el instinto y la experiencia le decían que le llevase la corriente.
«No lo hagas enfadar, ponlo de tu lado. Sigue siendo sosa e imparcial, flaca y poco atractiva, y con un poco de suerte él se alegrará de decirte adiós».
–Dieciocho meses. El tiempo vuela, ¿verdad?
–Tempus volat –repitió él en latín, indicando un par de sofás de piel situados al otro lado del despacho–. Por supuesto que sí. Siéntate, por favor.
A Emma le temblaban las rodillas, de modo que agradeció la invitación. Vincenzo se sentó a su lado y, como siempre, su proximidad la ponía nerviosa. ¿Pero no resultaría un poco absurdo pedirle que se sentara en el otro sofá? Al fin y al cabo, ella no era una niña.
Además, ¿no era ésa otra de las razones de su visita, demostrarle que lo poco que hubo entre ellos había muerto para siempre?
«¿Ha muerto?», se preguntó. «Pues claro que sí, no pienses tonterías».
–Voy a pedir el almuerzo, ¿te parece?
–No tengo hambre.
Vincenzo la miró. Tampoco él, aunque se había levantado a las seis de la mañana y sólo había tomado un café. Le pareció que estaba pálida, su piel, tan transparente que podía ver las venitas azules en sus sienes. No llevaba joyas, observó. Ni esos pendientes de perlas que tanto le gustaban ni la alianza.
Claro, por supuesto. ¿Cómo iba a llevarla?
–Bueno, dime para qué querías verme.
–Lo que te dije por teléfono: quiero el divorcio.
Vincenzo observó que cruzaba y descruzaba las piernas como si estuviera nerviosa. ¿Por qué estaba nerviosa? ¿Por verlo de nuevo? ¿Seguía sintiendo algo por él?
–¿Y por qué quieres el divorcio?
Emma tuvo que hacerse la fuerte para soportar el impacto de su oscura mirada.
–¿El hecho de que llevemos dieciocho meses separados no te parece razón suficiente?
–No, la verdad es que no. Las mujeres son muy sentimentales sobre un divorcio… aunque su matrimonio fuese un fracaso, como el nuestro.
Ella hizo una mueca. Había subestimado a Vincenzo, evidentemente. Era tan listo como para intuir que no aparecería así, de repente, para pedir el divorcio si no hubiera alguna razón de peso.
«Pues dale una razón», se dijo a sí misma.
–Pensé que te alegraría ser libre de nuevo.
–¿Libre para qué, cara?
«Dilo», se animó Emma. «Díselo aunque te ahogue tener que decírselo. Enfréntate a tus demonios de una vez. Los dos habéis seguido adelante, tú has tenido que hacerlo. Y en el futuro habrá otras personas, al menos para Vincenzo».
–Libertad para estar con otras mujeres, quizá.
Los ojos negros de su marido brillaron de incredulidad.
–¿Crees que necesito un papel oficial para hacer eso? ¿Crees que he vivido como un monje desde que me dejaste?
A pesar de la falta de lógica de la respuesta de Vincenzo, las imágenes que despertó esa frase fueron para Emma como un puñal en el corazón.
–¿Te acuestas con otras mujeres?
–¿Tú qué crees? –le espetó él–. Aunque me halagas usando el plural…
–Y tú te halagas a ti mismo con tu falsa modestia –replicó Emma–, ya que los dos sabemos que puedes conquistar a cualquier mujer con sólo chasquear los dedos.
–¿Como te conquisté a ti?
–No quieras reescribir la historia. Fuiste tú quien me cortejó, quien intentó conquistarme. Tú sabes que fue así.
–Al contrario, tú jugaste conmigo. Eras mucho más inteligente de lo que yo había pensado, Emma. Te hiciste la inocente a la perfección…
–¡Porque era inocente!
–Y ése era, por supuesto, tu as en la manga –dijo Vincenzo, mirando arrogantemente sus piernas–. Usaste tu virginidad como una campeona. Me viste, me deseaste y jugaste conmigo hasta que no fui capaz de resistirme. Yo sólo era un hombre siciliano que valoraría tu pureza por encima de todo.
–No, no fue así –murmuró ella.
–¿Por qué no me dijiste que eras virgen antes de que fuera demasiado tarde? No te habría tocado de haberlo sabido.
Emma hubiera querido decirle que se había quedado tan prendada de él, tan enamorada, que las cosas se le habían escapado de las manos. Era un momento muy difícil de su vida y pensó que Vincenzo estaba fuera de su alcance… jamás creyó que su aventura llegaría a ningún sitio. ¿No le había dicho él ardientemente que un día se casaría con una mujer de su tierra, que les inculcaría a sus hijos los mismos valores que le habían inculcado a él?
Y, sin embargo, en el fondo siempre supo que Vincenzo habría salido corriendo de haber sabido que era virgen.
Pero para entonces estaba demasiado enamorada y no quiso arriesgarse a decírselo.
–Quería que fueras mi primer amante –le confesó. Porque había sospechado que ningún otro hombre se parecería a Vincenzo Cardini.
–¡Querías un marido rico! –exclamó él–. Estabas sola en el mundo, sin familia, sin estudios, sin dinero… y viste al rico siciliano como una manera de salir de la pobreza.
–¡Eso no es verdad!
–¿No lo es?
–Me hubiera casado contigo aunque no hubieses tenido un céntimo.
–Pero afortunadamente para ti no era así, ¿verdad, cara? –replicó Vincenzo, irónico–. Porque ya sabías que era rico.
Emma tuvo que apretar los labios para no decirle lo que pensaba. Pero no se pondría a llorar delante de él. Conseguiría lo que había ido a buscar y saldría de allí con la cabeza bien alta.
–Me da igual lo que pienses, no tengo la menor intención de discutir.
–Yo tampoco.
–Entonces, supongo que estarás de acuerdo en que el divorcio es la única solución.
Vincenzo hizo una mueca. No le gustaba cuando se mostraba tan fría, tan distante. Eso la hacía intocable y él estaba acostumbrado a que las mujeres fueran apasionadas.
¿De verdad le preocupaba tan poco la idea de romper su matrimonio de manera oficial como parecía o todo era una