Drácula y otros relatos de terror. Bram Stoker
—Pero —contestó—, ¿no podría llevar personalmente dichas transacciones? Me sentí como un empleado consciente de su trabajo.
—En efecto —le contesté—. Muchos hombres de negocios, que quieran que sus negocios sean llevados con una total y absoluta discreción, lo prefieren así.
—Bien —dijo.
Después me preguntó la forma de efectuar los envíos y los requisitos con que debían cumplimentarse y qué clase de complicaciones traería todo ello, pero si era posible soslayarlos tomando algunas cautelas. Le asesoré sobre este tema lo mejor que supe. Me daba la impresión, por lo que pude comprobar durante aquella conversación, que de ser un abogado, habría sido de los mejores, pues no había nada que yo dijera que él no hubiese previsto antes. Resultaba sorprendente que para un hombre que jamás había estado en Inglaterra y que no realizaba muchos negocios, su inteligencia y conocimientos eran formidables. Una vez estuvieron aclarados estos puntos, se levantó de repente preguntando:
—¿Ha escrito después de su primera carta al señor Peter Hawkins o alguna otra persona?
Yo le respondí que no había podido escribir a nadie todavía.
—Pues aproveche ahora, amigo mío —dijo, mientras me ponía la mano sobre el hombro—. Escriba a nuestro amigo o a quien usted quiera, y comunique que su estancia en mi castillo se prolongara un mes más.
—¿Un mes? ¿Es necesario tanto tiempo? —le pregunté, mientras notaba que mi corazón se estremecía ante esta eventualidad.
—Sí, muy importante. Además, no aceptaré una negativa como contestación, pues en el mismo instante en que su jefe se comprometió a enviarme alguien en su nombre, quedó claro que este se pondría a mis órdenes hasta que él mismo viniera. No ha podido sentirse usted engañado. ¿Verdad?
No tenía otra alternativa, ¿qué podía hacer yo sino aceptar? Se trataba de los intereses del señor Hawkins y no de los míos, y no podía pensar en mí. Por otra parte, mientras el conde Drácula hablaba, había algo en su mirada y en su rostro que me hacían recordar mi condición de prisionero, y que aunque me esforzara, mis quejas nunca serían atendidas. Al darse cuenta de mi cara de decepción e impotencia, el conde comprobó que había ganado, y comenzó a usar el conocimiento de mi debilidad, aunque, eso sí, muy diplomáticamente:
—Le ruego, mi joven amigo, que en sus cartas, no cuente nada que no haga referencia directa a los negocios. Sus amigos se alegrarán al saber que usted se encuentra perfectamente y que desea poder verlos muy pronto. ¿No es esto lo que desea de todo corazón?
Mientras hablaba me entregó tres hojas de papel con tres sobres. El papel era muy delgado; luego miré al conde y por su sonrisa, con aquellos agudos caninos sobre el rojo labio inferior, me di cuenta como si me lo hubiera dicho con palabras, que debía tener sumo cuidado con lo que escribiera en mis cartas, pues seguro que él las leería. Así que decidí escribir una escueta nota estrictamente comercial, y después, de forma taquigrafiada, expondría el resto, lo más pormenorizado posible, texto cifrado que con toda seguridad desconcertaría al conde. Escribí las dos cartas, y luego me dispuse a leer un libro, ya que deseaba disfrutar de unos momentos de tranquilidad. Mientras, cerca de mí, el conde escribía unas notas, para lo que consultaba, frecuentemente, algunos volúmenes que tenía encima de la mesa. Después cogió mis dos cartas y las mezcló con las suyas. Al cerrarse la puerta tras él, me incliné para descubrir a quién iban dirigidas aquellas cartas, que estaban boca abajo. No sentí ningún reparo al hacerlo, pues dada mi difícil e incómoda situación debía protegerme con todos los medios posibles.
Una de las cartas iba dirigida a Samuel F. Billington, The Crescent, número 7, Whitby; otra a herr Leutner, Varna; la tercera era para Coutts y Asociados, Londres; y la cuarta, para Herren Klopstock & Billreuth, banqueros de Budapest. La segunda carta y la cuarta no llevaban sello. Estaba abriéndolas cuando comprobé que se movía el tirador de la puerta. Me acomodé de nuevo en mi sillón, dejé con rapidez en su sitio las cartas del conde, y continué con la lectura del libro. Al instante entró el conde con una carta en la mano. Cogió los sobres de la mesa y con mucho tacto, les puso el sello adecuado. Después, se giró hacia mí, y me dijo:
—Espero que me disculpe, pero tengo mucho trabajo acumulado. Puede disponer de lo que usted desee, está como en su casa.
Se marchaba de nuevo, cuando desde la puerta, dijo:
—Me gustaría darle un consejo, mi joven amigo.
Yo quise responderle, pero me interrumpió:
—Más que un consejo se trata de una advertencia: si se va de estas estancias, piense que no podrá dormir en ninguna otra parte del castillo. Este es un sitio ancestral y guarda muchísimos recuerdos. No debe olvidar que aquellos que no son juiciosos al dormir tienen pesadillas, así que tenga cuidado. Si en algún momento tiene sueño, vaya rápidamente a su dormitorio o a alguna de estas habitaciones para que su descanso no corra peligros de ningún tipo. De no seguir estas indicaciones, entonces…
Su sentencia terminó de una forma terrible, moviendo las manos, como si se estuviera lavando. Capté el significado a la perfección. Lo único de que dudaba era de si ciertamente una pesadilla podría superar el horror de todo aquel tinglado de misterios que estaba viviendo aquellos días.
Más tarde.— Deseo ratificar lo último que señalé y ahora no me cabe ninguna duda de que no debo temer el dormir en lugares del castillo donde no esté el conde. He colocado, de forma estratégica, el crucifijo en la cabecera de la cama, así no tendré pesadilla alguna. Al marcharse el conde, fui a mi habitación. Al cabo de un rato, como todo estaba en el silencio más absoluto, salí y subí por unas escaleras de piedra que daban a un lugar orientado al sur. A pesar de estar contemplando un paisaje prohibido para mí, este me daba cierta sensación de libertad si lo comparaba con el escenario del patio que tenía desde mi alcoba. Comienzo a creer que esta tan agitada vida nocturna que estoy viviendo últimamente, me está destrozando los nervios; terminará con mi sensibilidad y todo mi ser. Me asusto de mi propia sombra; soy invadido por terroríficas pesadillas y mis propios pensamientos se vuelven en mi contra. ¡Bien sabe Dios cuántos justificados motivos tengo para sentir miedo por este maldito lugar! Estuve contemplando unos minutos más aquel hermoso paisaje, suavemente bañado por una luz de luna que amarilleaba y que adquiría poco a poco tonos más suaves, como si amaneciera. Bajo aquella tenue claridad, las colinas lejanas y las sombras se mezclaban con los valles y gargantas. La negrura se hizo aterciopelada. Me sosegué con la contemplación de aquel fenómeno cromático de la madre naturaleza. Cada bocanada de aire me daba paz y consuelo. Cuando me asomé al balcón pude percibir algo que se movía en el piso de abajo, hacia mi izquierda, por lo que imaginé, por la distribución de las dependencias, que serían las dependencias del conde. Retrocedí unos pasos al amparo de la sillería y miré con precaución.
Lo que descubrí fue la cabeza del conde que asomaba por la ventana. No pude verle la cara, pero solo por el cuello y sus gestos, le reconocí. Estaba seguro, pues aquellas manos habían sido estudiadas por mí en muchas ocasiones. Al principio me interesaba, es más, me divertía, pues es sorprendente cómo uno cuando está preso se entretiene con aquello más insignificante. Sin embargo, de repente, sentí que mis emociones sufrían un terrible cambio, y la curiosidad se convirtió en asco, al comprobar cómo el conde salía por la ventana y empezaba a reptar por el muro de piedra; hacia un terrible abismo, «cara abajo», y con su capa extendida en torno a él como dos grandes alas. Al principio no me lo podía creer, aferrándome a la idea de que aquella engañosa luz de luna me había gastado una mala pasada, algún extraño juego de luces y sombras. Pero seguí mirando y comprendí que no se trataba de ningún espejismo. Sus manos y pies se sujetaban a los ángulos de las piedras, gastados por el palpable paso del tiempo, e igual que un lagarto, descendía con toda facilidad.
¿Qué clase de hombre era ese o qué clase de ser con apariencia de hombre? ¿De qué criatura soy prisionero? El miedo y el horror se apoderaron de mí. Siento pánico —un miedo horrible— y no sé cómo huir