La guerra de los mundos. H. G. Wells
a nuestros primos de Leatherhead.
—¡Leatherhead! —grité por sobre el tronar lejano del cañón.
Ella miró hacia la parte inferior de la cuesta. La gente salía de sus casas para ver qué pasaba.
—¿Y cómo vamos a llegar a Leatherhead? —preguntó.
Colina abajo vi a un grupo de húsares que pasaba por debajo del puente ferroviario. Tres galoparon por los portales abiertos del colegio “Oriente”; otros dos desmontaron para correr de casa en casa.
El sol que brillaba a través de las columnas de humo que se alzaban sobre los árboles parecía de color rojo sangre e iluminaba todo con una luz extraña.
—Quédate aquí —dije a mi esposa—. Por ahora estarás a salvo.
Partí enseguida hacia el “Perro Manchado”, pues sabía que el posadero tenía un coche y un caballo. Eché a correr al darme cuenta de que en un momento comenzarían a trasladarse todos los que se hallaran en ese lado de la colina.
Hallé al hombre en su granero y vi que no se había hecho cargo de lo que pasaba detrás de su casa. Con él estaba otro hombre, que me daba la espalda.
—Tendrá que darme una libra —decía el posadero—. Y yo no tengo a nadie que lo lleve.
—Yo le daré dos —dije por encima del hombro del desconocido.
—¿A cambio de qué?
—Y lo traeré de vuelta para medianoche —agregué.
—¡Caramba! —exclamó el posadero—. ¿Qué apuro tiene? Estoy vendiendo mi cerdo. ¿Dos libras y me lo trae de vuelta? ¿Qué pasa aquí?
Le expliqué apresuradamente que debía irme de mi casa y así obtuve el vehículo en alquiler. En ese momento no me pareció tan importante que el posadero se fuera de la suya. Me aseguré de que me diera el coche sin más demora, y dejándolo a cargo de mi esposa y de la criada, corrí al interior de la casa para empacar algunos objetos de valor que teníamos.
Las hayas de la zona comenzaron a arder mientras me ocupaba yo de esto y las cercanas del camino quedaron iluminadas por una luz rojiza. Uno de los húsares llegó entonces a la casa para advertirnos que nos fuéramos. Estaba por seguir su camino cuando salí yo con mis tesoros envueltos en un mantel.
—¿Qué novedades hay? —le grité.
Se volvió entonces para contestarme algo respecto a que “salen de una cosa que parece la tapa de una fuente”, y continuó su camino hacia la puerta de la casa situada en la cima. Una nube de humo negro que cruzó el camino lo ocultó por un instante. Yo corrí hasta la puerta de mi vecino y llamé para convencerme de lo que ya sabía. Él y su esposa habían partido para Londres, cerrando la casa hasta su vuelta.
Volví a entrar para buscar el cofre de la criada, lo cargué en la parte trasera del coche y salté luego al pescante. Un momento más tarde dejábamos atrás el humo y el desorden y descendíamos por la ladera opuesta de Maybury Hill en dirección a Old Woldng.
Frente a nosotros se veía el paisaje tranquilo e iluminado por el sol; a ambos lados estaba la campiña sembrada de trigo y la hostería Maybury con su cartel sobre la puerta. En la parte inferior de la cuesta me volví para mirar lo que dejábamos atrás. Espesas columnas de humo y llamas se alzaban en el aire tranquilo proyectando sombras oscuras sobre los árboles del este. El humo se extendía ya hacia el este y el oeste. El camino estaba salpicado de gente que corría hacia nosotros. Y muy levemente oímos el repiqueteo de las ametralladoras, que al final callaron. También nos llegaron las detonaciones intermitentes de los fusiles. Al parecer, los marcianos incendiaban todo lo que había dentro del alcance del rayo calórico.
No soy muy experto en guiar caballos y tuve que prestar atención al camino. Cuando volví a mirar hacia atrás, la segunda colina había ocultado ya el humo negro. Castigué al equino con el látigo y aflojé las riendas hasta que Woking y Send quedaron entre nosotros y el campo de batalla. Entre ambas poblaciones alcancé y pasé al doctor.
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