Un año de servicio a la habitación. Andrea de Lourdes Chapela Saavedra
y yo prometí mandarte una postal de cada una. ¿Cuántas vamos ya? ¿Seis? ¿Siete? ¿Cuántas nos faltan? No sé por qué sigo con este ritual. Nada me asegura que al terminar la lista te volveré a ver. gja.
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En abril llegó la quinta postal con la sexta, que en realidad no era la sexta. El cartero las entregó juntas. Una de Sídney enviada en marzo y otra de la Ciudad de México enviada en enero. Así que en realidad la de Sídney (otra postal de Anderson Design Group, esta vez el icónico edificio de la ópera entre cian y amarillo) era la sexta y la de la Ciudad de México (una toma aérea del Palacio de Bellas Artes) la cuarta. Decían así: 12/01 Anoche probé el mezcal. Me supo a humo, pero como más tomaba, más me gustaba y más se me nublaba la cabeza. Desperté hoy sin resaca, pero con ganas de escribirte. Cuando compré esta postal, me dijeron que no se puede confiar en el correo mexicano, pero ¿cómo no escribirte desde esta ciudad? Solo me faltaba estar aquí para sentirme como verdadero detective salvaje. A veces creo que te mando postales como un acto literario y no por avivar el recuerdo. gja.
16/03 Ayer que caminaba por la costa, pensé, allí, del otro lado del Mar de Tasmania, está el lugar más lejano de la Tierra. ¿Te acuerdas? Cuando tenías un mal día en casa, te encerrabas en el baño y me llamabas. Ese día, me preguntaste cuál sería el lugar más lejano de casa, porque querías aparecer allí. Huir. Todavía me acuerdo del nombre como si hubiera sido ayer cuando buscamos nuestra antípoda. Waiuku, Nueva Zelanda está a más de dos mil kilómetros y no tengo tiempo en el itinerario, así que Sídney tendrá que bastar. ¿Dónde quedaron tus ganas de huir? ¿Madrid te bastó para sentir que habías escapado? Desde tan lejos creo que mientras tú te vas encontrando, yo no dejo de perderme. gja.
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Pasaron muchos meses. No se esperaban más postales, tal vez gja por fin había entendido que no estaban llegando a su destino y las había dejado de escribir. Pero a mediados de julio llegó la séptima. De Singapur. Más pequeña que las otras, cuadrada, con un dibujo de la estatua del Merlión. 21/06 Ayer caminando por un mercado de comida, me di cuenta de que esta ciudad no tiene ningún significado para nosotros. Nunca soñamos con Oriente. Creo que le dimos la espalda por ignorantes. Pensé eso y luego en la ironía de que hasta aquí me persiga tu recuerdo. Me gustaría prometer que esta es la última postal, pero sé que sería una mentira. gja.
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A mediados de septiembre, casi en el aniversario de la primera postal llegó la octava. De Sevilla. Una reproducción del cartel de la feria de abril de 1919. Una mujer con un vestido de lunares, flor roja en la cabeza, mantón y guitarra sentada entre naranjos y luces de papel con la Giralda a lo lejos. 01/09. Murió mi madre, por eso estoy en casa. Días después del funeral me di cuenta de que había soñado que te llamaba para contártelo. Eres la única persona con la que me apetecería hablar en este momento. O no hablar, solo sentarnos en la Plaza del Triunfo como hacíamos antes, cuando esta ciudad era lo único que queríamos y lo único que conocíamos. Esta es la primera vez en muchos años que estamos en el mismo país, pero, justo ahora, te siento realmente lejos. Tal vez es que hasta Sevilla se me antoja desconocida si no estás en ella. gja.
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La última postal fue la novena. Después de eso, el hotel no volvió a recibir una. Nadie supo nunca quién era gja, ni siquiera si se habría enterado alguna vez de que sus postales no llegaban a la persona deseada. Quedaron guardadas en un cajón, porque nadie se atrevió a tirarlas. La última llegó de París, justo después del puente de noviembre. 21/10 Una vez me dijiste que me comería todas mis palabras el día que fuera a París, dijiste que querías venir conmigo, para ver cómo la ciudad me sorprendía. Dijiste que me acompañarías. Hasta este momento había evitado este viaje, pero tenía que llegar algún día y, por fin, aquí estoy. Tenías razón. Me como mis palabras. No nos queda ninguna deuda pendiente. Entiéndelo como quieras. gja.
Habitación 414
El arte de la metrología
Encuentras la cinta de medir entre tus calcetines, al fondo de la maleta verde, la más grande de las tres. Es la primera que abres porque es donde están tus suéteres de invierno. La cinta está amarrada con una liga rosa para que no se desenrosque. No recuerdas haberla empacado, pero seguro que tu madre la metió en el último momento, convencida de que la necesitarías y no podrías comprar una en toda España.
La desenredas. Está plastificada, de un lado es azul (pulgadas), del otro rojo (centímetros). La dejas sobre el escritorio mientras arreglas la habitación. Esto lleva casi una semana. Un día, antes de cenar, ya no tienes libros que acomodar o ropa que doblar y solo te queda aceptar que estás aquí y no allá. Solo te queda la cinta.
¿Cuál es su lugar? ¿El cajón del escritorio? ¿Entre tus cosas del baño?
No te decides. Sabes que si la guardas, nunca volverás a usarla. Y quieres usarla. Te entran ganas de medir algo, lo que sea, con tal de darle uso al último gesto sobreprotector de tu madre. Piensas en la expresión sin medida, en un amor o deseo sin límites que decide esconder pequeños recordatorios para que los encuentres al otro lado del mar.
Comienzas por el escritorio. Ciento cincuenta centímetros por catorce punto cinco centímetros. Tu sobrino de diez años cabría cómodamente acostado. Tú, en posición fetal, también podrías dormir allí. Mides después la distancia del escritorio al suelo (63 cm). Mides la silla (44 cm de altura), la lámpara (51 cm de altura), cada uno de los cajones (tres de 51 cm de largo, 6.7 cm de alto y 40.8 cm de profundidad). Ya que estás de rodillas, mides un cuadrado del suelo (30.5 cm) y piensas multiplicarlo por el número de cuadrados, pero no tienes interés en cuentas matemáticas. Sigues midiendo.
Tu cinta solo mide 150 cm por lo que necesitas dejar pequeñas marcas de plumón a tu paso. El cuadernito que te regalaron una navidad, que está sin usar y que siempre cargas cuando vas de viaje, se convierte en tu bitácora. Escribes cada objeto, el largo, el ancho: Cuarto: (150+150+67) × (150+113)
Antes de dormir te dedicas a la operación matemática. De centímetros pasas a metros.
Cuarto: [(367) × (263)] cm2 = 96521 cm2 = 9.7 m2
Te metes en la cama y apagas la luz. Con las persianas echadas, no puedes apreciar esos nueve metros cuadrados, pero con ese número le has puesto límite a todo lo que te acechaba desde las sombras. Las pesadillas, los monstruos, la nostalgia. Todo lo que podía esconderse allí se esfumó al medirlo. Te duermes enseguida, arrullada por el rumor de música clásica que viene del cuarto vecino.
En los siguientes días continúas el reconocimiento de tu cuarto medición a medición: la cama ((150 + 60.9) × 97.5), el pequeño pasillo de la puerta a la estantería ((150 + 82) × 82), el interior del clóset (120.3 × 47), la alfombra ((150 + 28) × 69.3), la lámpara de pie (110), la estantería a la entrada (114.6 × 39.8), el baño (140 × (133 + 68)), la tina (140 × 68), el espejo (79.2 × 59.5), el pasillo de la puerta al escritorio ((150 + 14.5) × 96).
Mientras llenas tu libreta página a página, piensas en las medidas de seguridad en los edificios. En ese caso medida significa conocer las rutas de evacuación. Sin embargo, los números en tu cuaderno son rutas de permanencia, de reconocimiento. Al final obtienes un número: 15 m2. El número de metros que ocupa ahora tu vida. Tendrán que ser suficientes.
Pero al día siguiente tu deseo de contabilizar te arroja al pasillo. Solo puedes efectuar la operación durante la madrugada, cuando no hay peligro de que algún vecino te descubra en cuclillas con la cinta entre las manos. Varias veces piensas en comprar otra, una más larga, pero nunca lo haces. La operación lleva varios días. Sigues porque cada ciento cincuenta centímetros medidos del pasillo se sienten como un objetivo cumplido. Cada tarde, cuando vuelves a tu cuarto del hotel de pasear por la ciudad, esperas el momento de salir a medir. Te entretienes escuchando a tu vecino. No lo has visto todavía, pero cada vez te parece más familiar el ruido del