La parte enferma. Cecilia Ferreiroa
integrada que ocupaba todo el espacio, con escritorios en hilera, pegados unos a otros en varias filas. Uno de ellos era su alumno, idéntico a los demás, con la misma ropa, la misma prolijidad, la misma seguridad de quien piensa que su trabajo es importante. Las clases que les dio a todos fueron prácticamente las mismas. Tenían un nivel similar y se encontró repitiendo consignas y explicaciones.
Al término del día le quedó una sensación extraña. Su alumna la había sorprendido con la pregunta sobre la fecha de nacimiento de su papá. Se sintió mal por no saberla. Al no tener costumbre de festejar su cumpleaños cada año se le hacía difícil recordarla. Alguna vez la había visto en algún papel pero no la había podido retener. Esa falla de la memoria la puso incómoda. Sabía poco y nada de su padre. Su madre se ponía repetitiva cuando hablaba de él. Las anécdotas que contaba siempre eran las mismas. Al escucharla decirlas una y otra vez, Carolina sentía que estaba ante el recitado de memoria de algo en lo que ya hace mucho tiempo se ha dejado de creer. Había algo falso que no podía determinar qué era por falta de información veraz. No le quedaban parientes cercanos con los que hablar de su padre. Su madre nombraba amigos, supuestamente entrañables, casi como hermanos, todos casualmente lo consideraban brillante, pero ninguno de ellos estaba a la vista. Muchos habían desaparecido o muerto en la dictadura y los que seguían vivos se habían dispersado como si todavía debieran seguir huyendo. Su hermano, apenas unos años mayor que ella, tampoco recordaba nada y nunca había tenido interés en reconstruir la historia. Hacía mucho tiempo vivía en Madrid, abocado a su familia. Al radicarse allá había dejado ese tema atrás, en un país extranjero, como si la distancia lo volviera ajeno: la complicada historia de otro.
El trabajo iba bien. Sus alumnos tenían buena opinión de ella. En una evaluación que el instituto había hecho después de tres meses de clases todas las respuestas de los alumnos sobre ella fueron buenas. Incluso el alumno del 4º habló bien de ella. Carolina había tenido cierto temor con él porque en una clase en que estaban trabajando con un texto que trataba de los efectos del calentamiento global, su alumno le había dicho: Estoy cansado de este tema, no está probado. Preferiría trabajar con cosas más alegres. Estela Saavedra hacía supervisiones cada cierto tiempo para conocer el progreso de los alumnos y le daba material extra para trabajar. Carolina aprovechó para pedirle textos divertidos para su alumno.
Su alumna astróloga había pasado del tema de los signos al de la energía. Hablaba todo el tiempo en español. Era muy difícil hacerla hablar inglés, parecía tomar clases, pagadas por la empresa, solo para conversar con alguien en el horario de trabajo. Le dijo que enseguida reconocía a una persona que tenía malas vibraciones. Carolina se sintió incómoda de inmediato. No estaba segura de ser alguien con buena energía y no le convenía para nada que su alumna pensara eso de ella. Por suerte le aclaró que ella tenía, irradiaba más bien, buena energía. Carolina sintió alivio. Así como a su alumna no le gustaba la gente con mala onda, tampoco le gustaba que amigos o conocidos le contaran cosas feas que les habían pasado. Le parecía que eso la cargaba negativamente. No hay que estar escuchando mucho tiempo tragedias de los demás, te las pasan, decía. Hay que alejarse de la gente tóxica, remataba. Carolina salió de la clase tensa. Desde que su alumna le había dicho lo de la energía, había instalado una sonrisa permanente en su cara, una especie de expresión de bondad imborrable, que hizo que se le acabara cansando el músculo del cachete y le temblara la piel. Quería conservar ese trabajo, y ser condenada por alguien al parecer tan irracional, pero tan importante en la escala de jerarquía de la empresa, no tendría buenos resultados.
Pensó en el humor que tenía su padre el último tiempo de su vida. Su madre le había contado algunas anécdotas de los últimos años, en las que se lo podía ver muy enojado. Una vez en una asamblea política en la universidad se presentó una persona que empezó a pudrirla de manera sospechosa. Su padre se le acercó y le dio una trompada en la cara. Sin previo aviso, sin palabras. Una trompada en silencio. Poco tiempo antes de su muerte, el portero de un edificio no quiso dejarlo entrar cuando iba a una reunión en lo de un compañero. Se interpuso en el paso y trató de cerrar la puerta. Su padre alcanzó a trabarla con el pie y entró. Levantó al hombre de la solapa y lo llevó alzado al ascensor. Subió todo el trayecto con el hombre en el aire. Cuando llegó al 2º piso lo bajó y salió. ¿El portero habrá intentado soltarse? ¿Habrá hecho o dicho algo durante ese tiempo? Su padre, no. Se había mantenido callado, ya no creía en las palabras. Tu papá odiaba las injusticias, era una época muy difícil, le decía su madre como explicación. De chica siempre había pensado que su padre tenía una fuerza asombrosa. Al parecer podía rasgar con las manos una guía de teléfono. Tomaba la guía del lado contrario al lomo, por donde las hojas estaban sueltas, y con una mano hacía base y con la otra la rasgaba entera, como si se tratara de un solo papel.
Con su alumna habían llegado a un acuerdo. La primera hora tomarían clases normales, siguiendo el libro, pero la última media hora practicarían conversación. La condición era que fuera en inglés. Carolina tenía miedo de que en el instituto se enteraran de que prácticamente solo hablaban en español y la reprendieran o algo peor. Por suerte, su alumna estuvo de acuerdo. Carolina notó que su restricción en cierto sentido le complacía. Acostumbrada a mandar, le gustaba estar en una situación en la que no era ella la que mandaba y debía seguir las pautas que imponía el otro. Aceptó sumisa. En la última media hora le habló de los viajes. Amaba viajar y trataba de ir en cada vacación a un lugar distinto. Con una velocidad increíble, su alumna pasaba del inglés al español, en una transición imperceptible, que la misma Carolina no descubría sino hasta un buen rato después. Contaba en castellano que el año pasado había ido a España y le había encantado.
—En inglés —la interrumpió Carolina con autoridad pero con voz suave y una sonrisa amable.
—Sí, claro —dijo su alumna y siguió hablando en inglés.
Contó que estuvo en Madrid, en un hotel cerca de la Gran Vía y que había recorrido la ciudad.
—¿Conocés Madrid? —le preguntó.
—Sí —dijo Carolina lacónicamente, sorprendida.
—¿Cuándo estuviste?
—Viví de chica. Hice la primaria allá.
—¿En serio? ¿Y por qué se mudaron?
Carolina la miró un segundo y luego dijo, monocorde:
—Por trabajo. Mi madre obtuvo un buen trabajo allá.
Esa explicación le pareció suficiente a su alumna y no siguió preguntando. Terminó la clase y se fue corriendo para encontrarse con el otro alumno. En el 4º, como en los pisos anteriores, habían pegado en todas las puertas de entrada a las oficinas carteles que instaban a los empleados a sumarse a una red de comunicación interna: Sumate a la intranet creativa. Los carteles estaban en las puertas de acceso, pero también en el suelo, armando especies de caminitos con mensajes sobre la nueva red, que Carolina instintivamente evitó pisar. Incluso en el ascensor decía con letras brillantes: Juntos podemos mejorar la empresa. Por todas partes los carteles estaban al acecho del empleado que todavía no se había sumado. Su alumno del 4º podía pasar sereno por esos mensajes porque era un miembro orgulloso. Él trabajaba en el departamento de publicidad, la red creativa era una iniciativa de ese departamento.
Durante la clase le contó que el contrato de trabajo llevaba aparejado un código de conducta que los empleados debían respetar dentro y fuera de la compañía. El código los instaba a no tomar más de la cuenta en reuniones y fiestas, a respetar siempre las reglas de tránsito, a ser educados y amables en cualquier ámbito social.
—¿Y qué pasa si no lo cumplen? —preguntó Carolina, con fingida naturalidad.
—Si trasciende, no podemos seguir siendo parte de la empresa —le dijo su alumno sin rastros de queja.
Se puso a revolver una caja en la que tenía algunas pocas fotografías de su padre. En una foto estaba él detrás de un escritorio lleno de libros y papeles, con anteojos y el pelo engominado hacia atrás, mirando la cámara, rozagante y con los cachetes inflados. Con la mano se tapaba la boca, pero debajo de la mano se podía ver la punta de los labios que asomaba. Estaba sonriendo,