Después de la utopía. El declive de la fe política. Judith N. Shklar
evitaban la vida social ordenada. La función del estado era educar y sus actividades represoras debían limitarse a proteger a la sociedad de naciones no ilustradas y de aquellos personajes aberrantes cuyas necesidades antisociales les llevaban por la senda del crimen. La aspiración radical de la Ilustración era sustituir el liderazgo educativo de los intelectuales por el estado basado en el poder y el hábito. Para Helvetius, educación y legislación era idénticas. Una vez se lograba cierta maestría en el arte o ciencia de la legislación educativa, se tenía a mano la perfección social7.
La «mano invisible», de la que tanto nos reímos ahora, no era realmente un mecanismo misterioso. Simplemente suponía que la armonía social era inevitable en una sociedad de personas perfectamente libres y razonables. Sin duda, la idea de que la moderación educada era necesaria para la política, pero no para la vida económica, resultaba un tanto inconsistente8. Incluso en este último ámbito, el monopolio se consideraba como algo tan reprobable, que la sociedad tenía derecho a prevenir y castigar a aquellos que lo practicasen. La libertad, sin embargo, era considerada como la condición necesaria para el desarrollo humano en todos los ámbitos, precisamente porque permitía que los mejores impulsos, los más razonables, se reafirmaran en todas las áreas de acción. Más aún, la afirmación marxista de que la Ilustración no era más que el triunfo de la burguesía encuentra escaso apoyo en la literatura del período y se basa casi exclusivamente en el odio que Voltaire profesó con frecuencia hacia el «canaille»9. La mayoría de los autores del siglo XVIII, y no solo Rousseau, sentían que las grandes diferencias de riqueza eran escandalosas, y que una de las principales bendiciones de la abolición del estado existente era la reducción de tales desigualdades. Casi todos estaban de acuerdo con Helvetius en que la mala legislación creaba desigualdades económicas excesivas, y que estas podían quedar mitigadas por la ley10. Entre los muchos cargos que Tom Payne esgrimió contra todas las formas existentes de gobierno se encontraba aquella según la cual, «en los países que llamamos civilizados vemos a los ancianos entrando en los talleres y a los jóvenes subiendo al patíbulo», y a una «masa de hambrientos que a duras penas tienen mayor oportunidad salvo expirar en la pobreza o en la infamia»11. La Ilustración no era indiferente a la pobreza, pero la achacaba exclusivamente a una legislación obsoleta e inmoral. A excepción de los monopolistas, Adam Smith no habló de nadie con más desprecio que de los políticos12. Bajo sus acusaciones subyace el anarquismo común de la Ilustración, que esencialmente conduce a la creencia de que la sociedad es inherentemente buena, que son los gobiernos, y solo ellos, los que la impiden florecer13.
Aunque no había nada más sagrado para los filósofos de las Luces que la libertad individual, no fueron individualistas. La palabra no aparece en sus escritos, pues, aunque ellos vieron un conflicto claro entre sociedad y estado, entre conciencia y poder, no vislumbraron una tensión similar entre individuo y sociedad. La inevitabilidad de esta lucha, toda la doctrina de la inviolabilidad de la individualidad, fue desconocida durante el Siglo de las Luces. Que la conciencia del individuo, su voluntad moral o al menos su sentido de utilidad fuesen los últimos árbitros de toda acción, tanto pública como privada, era algo que se daba por hecho. Sin embargo, no existía sospecha de un conflicto necesario entre intereses públicos y privados, entre libertad individual y necesidades sociales. Para los utilitaristas, solo existía un conflicto entre interés a lago y a corto plazo, no entre motivos altruistas o a beneficio propio, y este conflicto tenía que resolverse fácilmente con educación o con leyes. Los utilitaristas consideraban la libertad como una necesidad, puesto que iba en interés de la sociedad, no menos que del individuo. Aquellos que creían en una ley moral absoluta, por otro lado, vieron en la libertad la primera condición imperativa de toda acción éticamente válida. En último caso, ambas escuelas estaban convencidas de que el pensamiento era esencial, porque el hombre era un ser racional y social.
Aunque ya se ha convertido en tópico, no hay nada erróneo en la alocución «la Edad de la Razón» como descripción de la Ilustración. Era la razón la que unía a los hombres con el pasado y el futuro. Era la razón la que unía a toda la humanidad. Era la razón la que proporcionaba todos los modelos para acción y juicio. La razón iba a dirigir al arte como ciencia guía. Como última meta, la Ilustración visualizaba la sociedad perfectamente racional de los hombres, tan iguales como diferentes en su racionalidad común. Esta recapitulación, aunque justa en muchos sentidos, deja fuera lo que muchos antagonistas olvidan de la Ilustración –su humanitarismo, su profundo sentido de la justicia–. Condorcet definía especialmente al humanitarismo como, «la tierna compasión por todos aquellos que sufren los males que afligen a la humanidad, el horror ante el sufrimiento añadido en instituciones públicas y en la vida privada además de las penas que la naturaleza ya ha infligido a la humanidad»14. Sobre d’Alambert, dijo su hagiógrafo Marmontel que, «estaba altamente dotado de sensibilidad» y que «ardía en indignación cuando veía a los inocentes y a los más débiles arrodillados ante la injusticia del más fuerte»15.
Y al final, todo –el optimismo, los excesos intelectuales, el anarquismo– estaba animado por el espíritu. La Justicia es el centro del pensamiento estoico, tanto antiguo como moderno. Ridiculizar esta preocupación es bastante fácil; sin embargo, que alguna vez se haya pensado en algo mejor, esa es una cuestión diferente.
Sería un error asumir que el siglo XVIII y la Ilustración coinciden exactamente. Esta simetría no puede existir en la historia. Ya antes de la Revolución francesa, la Ilustración fue rechazada con vehemencia por, al menos, un grupo de intelectuales, los románticos. Más aún, incluso en la Ilustración hubo desviaciones. Se empezó a sentir cierto sentimentalismo en la literatura, además de un interés considerable por el «genio». El romanticismo no cayó del cielo ya perfectamente desarrollado. La revuelta estética frente al neoclasicismo no encontró su máxima expresión hasta Herder, que fue el primer hombre de letras notable que derribó todo el sistema estético que había florecido durante la Ilustración. Fue el primero en descartar las reglas impuestas racionalmente al arte y encabezó la supremacía de un sentimiento poético primigenio. En sus orígenes, el romanticismo supuso la rebelión de la sensibilidad estética frente al espíritu filosófico. Más aún, esta diferencia estética supuso al final una ruptura con la Ilustración en su conjunto, así como el nacimiento de una nueva actitud hacia la naturaleza y la sociedad.
Por tanto, es preciso definir claramente el romanticismo. Hay dos posturas extremas respecto a la cuestión. Una escuela de pensamiento considera al clásico y al romántico como dos tipos humanos eternos. El primero busca la armonía en los elementos contradictorios de toda existencia; el segundo glorifica lo individual y todas las diferencias que ve y siente16. Estos caracteres opuestos se expresan en religión, en arte y filosofía a lo largo de toda historia. Por tanto, el cristianismo puede considerarse como una religión romántica; el estilo gótico, toda la música y la filosofía platónica, a su vez, son de alguna manera románticos. En el polo opuesto están aquellos a los podríamos llamar la generación romántica, la de los hermanos Schlegel. Para ellos, el movimiento romántico está ya acabado en el año trascendental de 1848. De hecho, entre los que apoyan una definición reducida hay un autor que nos recomienda hablar solo de «romanticismos», en plural17. Las variaciones individuales y nacionales le parecían tan ingentes que no hay una sola definición que pueda cubrir a todos los autores llamados románticos. Esta idea tiene sus méritos, pues las diferencias más importantes iban a surgir entre los escritores que subrayaban la individualidad como su más alta pretensión. Más aún, no todos los románticos siguieron siendo románticos. El propio Herder volvió parcialmente a la Ilustración. Otros se hicieron cristianos. También hubo luchas interminables entre autores que desde la distancia parecen tener mucho en común. De hecho, Goethe fue a su vez ídolo y jefe antagonista de los jóvenes románticos alemanes. Al final, la tarea de definir el romanticismo no ha sido fácil, debido el uso polémico y coloquial del término. Para algunos autores franceses, particularmente, el romanticismo es mero misticismo, irracionalidad y emocionalidad, es también y de alguna forma, algo muy alemán. Es una repugnante infección no francesa que mina la verdadera herencia latina, católica y clásica de Francia18. En el uso popular, por supuesto, un romántico es, simplemente, una persona poco práctica.
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